Pienso mucho en la escritura en conjunto y cómo hacer para que eso suceda en nuestro presente. Casi cada texto que escribía lo revisaba con mis amigas, lo mismo hacían ellas. Ahora nuestro taller está suspendido, puesto en una pausa que quisimos creer breve y ha aumentado ya seis meses. Hablamos por teléfono, poco, nos mandamos cosas para leer, nos quejamos en el chat. Todo lo insustituible se pospone. Entendimos al inicio que la apuesta era por cuidar la vida. La vida de lxs demás pasaba por nuestros cuerpos: salva vidas, quédate en casa. Sin embargo, me parece que el encierro potencia solamente el contacto que se tiene con lxs semejantes. Todo lo que pienso me parecen obviedades confirmadas con los registros de la pandemia que voy leyendo. Si estamos confinadxs, se vuelve difícil recordar de qué tamaño es el mundo. ¿Cómo busco las historias que no se escriben si no puedo salir?
Los ruidos nuevos de la casa a la que nos mudamos (sí, en plena cuarentena) nos informan de vecinos que, como nosotras, pierden cada día un poco de cordura: algo como una bocina que lee en voz alta los sitios web que alguien visita; un hombre le grita a los cuetes que lanzan cerca: la ira es una manifestación del miedo; una vecina me saluda desde la cocina con un cabello tan descuidado como el mío, con la misma apariencia y una playera vieja como pijama, igual que la mía, un miércoles a las tres de la tarde.
Fiestas el domingo, el martes, el miércoles. Casi nunca me molestan excepto porque empiezo a tararear las canciones desde mi almohada y se me olvida que estoy a punto de dormir. Celebro que alguien pueda sostener la vitalidad del goce en un momento como este, que alguien siga vivx, que pese a todo, un poco de alegría se mueva en otros cuerpos. Siempre pienso en la fiesta como excepción, como interrupción del flujo productivo. La reunión de gente que suda confirma que, pese a todo, estamos. Aunque ahora, más que subversivas o potentes, las fiestas se volvieron egoístas, contraindicadas, yo las extraño.
Una vez hice una tesis sobre el espacio como tema poético, pero también sobre la casa y el cuerpo. Mi cuerpo: topía despiadada, escribió Michel Foucault. La abro para buscar un dato y recuerdo también que el cuerpo entre las cosas no funciona como un adentro y un afuera. El espacio es un hilo que se continúa. Lo que hay contenido en la piel, aunque no lo vea, sigue siendo el mundo.
Lo que más importa, lo que más pesa, es ese cuerpo. Atenderlo, darle de comer con mucha más atención que antes. La comida se vuelve uno de los ejes de la cotidianidad, por eso quizás más que nunca se vendan harinas y levaduras: hay tiempo para ver crecer un pan en el horno, hay tiempo para hacer esas recetas de las abuelas que consumen días enteros. Alimentarlo como una forma de decir: sigues vivo, cuerpo. Hoy también. Primero cosas ricas, llenas de carbohidratos, para paliar la ansiedad y la incertidumbre, después del peso aumentado, intentar cuidarlo un poco, más verduras, menos pan.
No soy gorda pero para los parámetros médicos tengo sobrepeso. Odio hacer ejercicio en casa, así que intento (fallidamente) controlar mi alimentación. Cada día me gusta menos verme en el espejo. Antes disfrutaba eligiendo la ropa adecuada para cada ocasión, el maquillaje, pintarme el pelo. Ahora es absolutamente irrelevante, y de todas formas el descuido de mi propia imagen me incomoda. No es el peso sino la densidad, las manos y los pies se sienten graves, como hundidos. Como nadar en gelatina, le dije a Martha el otro día. Invento metáforas para explicar la relación con mi cuerpo. Nadar en gelatina, ser comida por minúsculas hormigas, sentir que alguien tira desde dentro de la piel, y así. Si antes era problemática, ahora que estamos casi todo el tiempo únicamente mi cuerpo y yo, parece que tengo más tiempo para observarle las esquinas, entrar en disputa, hacer minúsculos combates. Estoy cansada de que se nos diga que pensar en el cuerpo es una frivolidad. También eso me suena a decimonónico.
En Museo salvaje, Olga Orozco dedica un poema a cada parte de su cuerpo: la boca, las manos, el corazón, el esqueleto. “Yo no entiendo estas manos. Sí, demasiado próximas, demasiado distantes, ajenas como mi propio vuelo acorralado adentro de otra piel”. En una entrevista, Orozco cuenta que mientras escribía se fue enfermando, como si el poema y la piel se continuaran. “No consigo hacer pie dentro de esta membrana que me aparta de mí”.
Silvia Federici señala que en el proceso de implatación del capitalismo fue muy importante el conflicto entre el cuerpo y la razón, sostenido sobre la filosofía cartesiana, que implicó pensar la mecánica del cuerpo, entender su funcionamiento a partir de esa metáfora y, con ello, separar la parte física de todo lo demás (las emociones, el pensamiento, el alma misma). El conocimiento anatómico se pone al centro, puro cuerpo como colección de miembros, que privilegia su funcionalidad y su cualidad instumental: ciencia capitalista que genera individuos abstractos.
Un cuerpo enfermo es un cuerpo improductivo y, en ese sentido, el cuidado de la vida es también (quizás sobre todo lo demás para ciertas conciencias, para ciertas estructuras, para ciertos sujetos poderosos) el cuidado de las fuerzas productivas. Quizás por eso las reacciones económicas, las decisiones estatales y lo que podemos ir haciendo como individuos o como pequeños conjuntos sociales, se tambalea tanto y resulta tan contradictorio: para conservar esa fuerza productiva hay que dejar de producir. O encontrar nuevas maneras.
Siento que soy una máquina deseante, pero mi deseo va hacia lados más previsibles de lo que me gustaría. La mudanza nos generó una cantidad inmensa de necesidades que no podría saber si son reales o inventadas. Hay que llenar el espacio con una mesa pequeña para la sala, un sillón, cojines nuevos, ropa de cama, una batería de cocina, otro librero, cortinas. Horas scrolleando en las tiendas para encontrar la mejor oferta, el descuento, el envío gratis. Horas pensando necesito comprar esto pero esto es exactamente lo que el capitalismo quiere que haga. Soy un engrane que no para.
Remedios Zafra habla del cuarto propio conectado, extiende y actualiza la noción de Woolf: hoy toda escritora precisa también acceso a internet. Es como si el espacio propio tuviera una ventana adentro. Intento imaginar la topografía de esta disposición: una habitación, un estudio, y en el medio el mundo, la red. Esa red es prácticamente todo lo que nos queda de un mundo que fue y que no queremos de regreso como estaba. Mientras tanto, aparecen sustitutos: en lugar de ir al cine, servicios de streaming; en el sitio de un bar, bebidas a domicilio; para sustituir reuniones, Google Meet; para ligar, las aplicaciones de siempre. El espacio privado era claramente, hasta hace no mucho tiempo, el espacio de la reproducción y no de la reproducción. En términos muy amplios (la familia, el dinero, el trabajo) y también en términos de contenido (que las redes domésticas sean asimétricas, es decir, con una velocidad de descarga mucho mayor a la velocidad de carga, es una muestra de ello: consumimos —o, más bien, consumíamos— muchos más datos de los que generábamos).
Recuerdo eso que Cristina Rivera Garza identificaba como disociación durante las clases y las reuniones a distancia. Tu cuerpo está aquí pero está allá, en un lugar común compuesto por pixeles. Y sin embargo, pienso que el cuerpo es lo único que está, el cuerpo de una y el cuerpo de aquellxs con quienes habitamos sigue siendo absolutamente real, es como un nodo que conecta los dispositivos, que continúa los funcionamientos de una máquina inmensa que ni ante la amenaza se detiene. Todo lo que puede resolverse frente a una pantalla resulta en última instancia más barato que aquello que sucede de manera presencial. Zafra encuentra analogías entre el trabajo doméstico y el trabajo virtual, que llama prosumición —a medio camino entre producir y consumir—. Las redes sociales son ese espacio que nos congrega y que tiene beneficios monetarios reales apenas para unas cuantas personas: sus dueños y sus creadores. Consumimos Facebook y simultáneamente lo producimos, pero no vemos ganancias por ello. En ese espacio virtual, además, no hay lugar para la dolencia, para las necesidades. Somos cuerpos que existen pero depurados, vaciados de aquello que nos hace personas: comer, ir al baño, tocar, sacarnos los mocos. Somos retratos, construcciones, imágenes, ni de carne ni de hueso.
Un meme que vi y no consigo rastrear: mi chequeo de salud todos los días para verificar que no tengo covid [aparece alguien catando y bebiendo una botella de vino].
Otro meme: Algunas en la cuarentena [Una mujer haciendo ejercicio en ropa entalladísima que resalta su abdomen tonificado.] Yo en la cuarentena [una chica mirando televisión, comiendo comida chatarra].
Cosas que se caen cosas que se caen cosas que se caen. Las manzanas que recién compramos afuera del supermercado, una lata de café abierta hoy en la mañana, todos los vasos del mundo, yo misma. Cuesta mucho mantener el orden de la casa y al mismo tiempo el orden mental, el orden de los pendientes, el orden del propio cuerpo, todo siempre como una alerta encendida que amenaza con aumentar sus decibeles. La conexión perpetua borra nuestros horarios, la aparente libertad de sentarse a ver una serie a mitad de la tarde se paga con mensajes laborales a las doce de la noche, con comer mientras estoy en clase, con hablar por teléfono para resolver asuntos de trabajo mientras lavo los platos.
A veces siento que cuando salgamos de esto vamos a tener muy poco que contarnos. A todxs nos pasó casi lo mismo. Y las experiencias más íntimas se quedaron en nuestros departamentos. He aprendido a hablar muchísimo menos, vivir más para adentro, aguardar que vengan tiempos mejores y poder abrazar a mis amigxs, a mi mamá, a mi hermana. Lo que más extraño son los abrazos. Qué lugar común decir que no hay plataforma ni sitio web que los reemplace, ¿no?
*El título es un verso de Olga Orozco.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa