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Confinamiento de segundo orden

Tubo de ensayo

Supongo que todos nos hemos preguntado si los meses de confinamiento no formarán parte de algún experimento social gigantesco, de un tubo de ensayo del futuro. Me temo que si resultara que esta cuarentena interminable, con sus picos pandémicos renovándose semana con semana, no sigue un plan maestro de proporciones incalculables y no está siendo analizada escrupulosamente en un laboratorio, muchos nos sentiríamos decepcionados… Aun si se configuró sobre la marcha y de manera improvisada, este hipotético dispositivo experimental parece girar en torno al miedo, a las medidas disciplinarias, al recelo ante los otros. De cara a una amenaza invisible, ¿a qué estamos dispuestos, más allá de señalar con el dedo a los desobedientes y de comprar descontroladamente papel de baño?

A diferencia de pestes anteriores que dieron lugar a confinamientos y encierros prolongados, las restricciones impuestas por la pandemia del Covid-19 podrían ser parte de un experimento global inédito alrededor de la vida paralela que se desarrolla en el ciberespacio: una suerte de caja de Petri extendida a toda la superficie del planeta a fin de que las grandes corporaciones y los gobiernos examinen la huella digital de nuestras evasiones e intereses, y, como si fuéramos los microorganismos investigados, midan la tolerancia a una vida cada vez más atomizada, cada vez más sedentaria e interconectada, a una existencia decididamente virtual.

 

Celdas

Alrededor del tercer mes en el calendario del confinamiento (día 77 d.c.) descubrí que las pantallas habían creado una segunda pared en medio del confinamiento, una muralla inaparente y seductora, en la cual de buena gana me guarecía y me ovillaba, a la manera de un monje en su celda sanitizada. Pero en vez de comulgar con algún dios, lo que hacía era conectarme a la Matrix, a esa realidad intermitente y altamente adictiva en la que se desenvuelve la Vida Verdadera. Lo que descubrí de pronto, bañado por el sol artificial de un playa de Instagram que no podía visitar, es que todas esas pantallas a mi alrededor estaban levantando un confinamiento de segundo orden, si cabe, incluso más asfixiante.

Aunque en apariencia las redes sociales abrieran un canal de comunicación con los demás y se tradujeran en un forma irresistible y siempre a la mano de interrumpir la secuencia de mis monólogos, en realidad me hacían cada día más cautivo de la maquinaria narcisista que ponen en operación y me hundían siempre un poco más en la burbuja de mis propios ecos. Aunque en apariencia las series televisivas me permitieran un escape, un resquicio fuera de la trama de cuidados mutuos y paranoias individuales que tejíamos en la grieta de la incertidumbre, no hacían sino enfrentarme con el mecanismo cada vez más depurado de la producción estandarizada de la subjetividad, donde la vieja estética de la representación se rige, casi cronométricamente, por los propios metadatos que genera su consumo.

Desde luego ya había experimentado la ansiedad y el cansancio derivados de horas y horas dedicadas a juntas y clases virtuales —con la plataforma Zoom como protagonista indiscutible de la pandemia—, pero aún no me percataba, o no con la suficiente claridad, de que esa ansiedad y ese cansancio desconocidos no provenían únicamente de tener que fingir que la vida laboral seguía como si nada en medio de este largo paréntesis, con sus demandas apenas readaptadas de desempeño y productividad, sino que eran también fruto de la plataforma misma, de sus encuentros inmateriales y sus conversaciones descorporizadas, del aplanamiento de la presencia y el adelgazamiento del lenguaje por obra de los bytes, del lugar de enunciación personal reducido a un mero recuadro dentro de una retícula preconfigurada.

El día 83 d.c., en medio de una junta interminable que me llevó a fundirme con la silla y a que se me pixelaran las ideas, mientras las personas con las que conversaba no parecían tener mayor entidad que un holograma, miré con distancia la rejilla de Zoom. La cuadrícula de algún modo me remitía a la colmena, a los rectángulos encendidos y apagados en la fachada de un multifamiliar. Metamorfoseado en un centauro con ciática, con los ojos vidriosos por la desecación de mi cerebro antes que por los destellos de la pantalla, vi por primera vez —genuinamente vi— la rejilla convertida en una derivación y un triunfo del panóptico, con sus celdas abiertas de par en par y la posibilidad de la vigilancia y el fisgoneo al alcance de un botón, sólo que sin un poder central, sin la necesidad de una torre de control única, pues cada celda asumía espontáneamente esa posición y, más inquietante aun, desarrollaba sus tareas simultáneas de supervisado y de ojo sin párpado.

 

Espejos

Al fondo de la pantalla está siempre nuestro reflejo. Ya sea en el brillo engañoso del celular —en ese gesto de alzarlo a la altura de los ojos que hace pensar en un espejo de mano—, ya sea en la pantalla de la computadora —dispuesta sobre el escritorio como un altar narcisista o un tocador—, siempre que estamos frente al cristal de una pantalla estamos también frente a nuestra imagen.

Pero esos espejos fantasmales, esos espejos por accidente, todavía responden a las leyes de la óptica y a los juegos de la luz. El verdadero reflejo sucede al interior, en ese interregno entre nuestros ojos y nuestra imagen duplicada, mientras recorremos con el dedo y casi acariciamos el mundo que hemos elegido a nuestra imagen y semejanza. El confortable mundo de bolsillo que hemos decidido “seguir” y que en realidad nos sigue a todas partes. Ese mundo que se despliega en una cinta interminable, armado a nuestra medida, y que no hace sino devolvernos la sombra de nuestros deseos. Ese mundo que cabe en un espejo portátil y que rara vez nos confronta, pues lo que buscamos en él ya sabíamos que estaba allí, ya estaba en la pista de nuestros intereses y afinidades.

A diferencia de la vieja práctica de navegar por internet —y ya ni se diga de la experiencia de salir a la calle— las plataformas de las redes sociales sólo despliegan lo que nos gusta, lo que ya filtramos de antemano a nuestra cámara de ecos. Si algo extraño llega a colarse, algo perturbador o desconocido, es porque lo decidió el algoritmo a partir de nuestro propio rastro digital. Si esa irrupción nos desagrada o incomoda demasiado, la podemos bloquear de inmediato. Cualquier cosa que estorbe el diálogo con nosotros mismos puede ser extirpada.

Las descargas constantes de dopamina que buscamos en esos dispositivos son en última instancia lenitivos que nosotros mismos nos suministramos. Si, a lo que ya nos gusta, le repetimos que nos gusta con sólo oprimir un botón, no hacemos sino rizar el rizo de nuestro monólogo. Cuando lo que nos gusta nos anuncia que también le gustamos, se produce lo más parecido a esa sonrisa satisfecha que nos devuelve nuestra imagen especular cada vez que acudimos al azogue en busca, precisamente, de esa sonrisa… Incluso el like que damos es siempre un like a nuestro reflejo.

En el día 97 d.c. me di cuenta de que el intento de atenuar la sensación de encierro pasando de una pantalla a otra no era muy diferente de la experiencia de salir en busca de aire fresco internándome en mi salón de los espejos.

 

La burbuja

Como las elecciones presidenciales, como la televisión o el marketing, las redes sociales plantean un espectro de opciones sobre las cuales inclinarse y dar nuestro asentimiento o concentrar nuestra indignación. Las cuestiones y problemas sobre las que se nos incita a opinar han sido decididas en su mayoría por la coyuntura mediática, la efeméride consabida, la agenda del poder o las urgencias del espectáculo. Allá va una nueva idea descabellada del presidente (o una nueva propuesta de ley abusiva o un nuevo escándalo de corrupción o la más reciente serie televisiva) para que nos entretengamos todo el día, royéndola, rumiándola, desmenuzándola, mientras nos despedazamos entre nosotros con opiniones cada vez más feroces.

En el día 103 d.c., leí esta frase del teórico de las máquinas Gerald Raunig, acerca del desdoblamiento al que somos sometidos por las subjetivaciones dominantes: “Cuanto más te explicas, cuanto más hablas, cuanto más entras en interactividad con la máquina de comunicación, tanto más renuncias a lo que quieres decir, puesto que los dispositivos comunicacionales te escinden de tus propios agenciamientos colectivos de enunciación para entroncarte con agenciamientos colectivos ajenos”.

A partir de esta revelación, no volví a entrar a las redes sociales sino con la cautela de quien está a punto de caer en una trampa, en un enredo dispuesto por las narrativas triunfantes. Cuanto más opinamos, cuanto más debatimos en esa arena promovida como “democrática”, más nos arriesgamos a no decir nada que de verdad nos importe, pues allí lo único decisivo es tomar partido, elegir un lado, reafirmar el perfil que ya hemos apuntalado al interior de la burbuja virtual saturada por nuestros ecos. No sólo nos plegamos a comentar lo que se nos impone como importante, sino que al hacerlo reiteramos el encierro en nuestro propio circuito virtual.

Si antes había lugar para el hallazgo en los callejones y recovecos de internet, se ha reconfigurado de tal suerte que su lógica principal es la de responder únicamente a las preguntas que le planteamos, al tiempo que extrae de ellas toda la plusvalía posible. Si lo comparáramos con una librería, sería como si siempre nos detuviera ante un mostrador inabarcable en el que se despliegan nuestras lecturas al lado de las miles de asociaciones posibles con otros libros “sugeridos”, pero que no nos permite recorrer libremente sus pasillos ni perdernos entre sus estantes en pos de lo que no sabemos y de lo que ni siquiera imaginamos. “¿Cuál es tu pregunta?”, parece interrogarnos cada vez que iniciamos una sesión. Y allí, en el recuadro en blanco destinado para anotarla, justo arriba del test sobre si somos o no un robot, se abre un nuevo espejo que nos devuelve de nueva cuenta al encierro con nosotros mismos.

En la mañana 131 d.c., cuando todavía me envolvían las rebabas del sueño delante del espejo de mi computadora, sentí que no hacía más que abrir una nueva sesión solipsista, en la que, sin importar lo mucho que descendiera en la página virtual o lo lejos que avanzara en remontar la “línea de tiempo”, no hacía sino confinarme un poco más adentro de mí mismo.

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa