desperté alertada como si por un alarido. mi compacto apartamento se sentía condensado, estanco el aire, como si hubieran desaparecido puertas y ventanas. y el sofoco me levantó en ese fin de sueño que te hace brincar de una pesadilla de la que tu mente huye con tanto miedo que, revuelta, te devuelve en un golpe a la vigilia.
esa noche fue cuando decidí dejar de atender noticias sobre la pandemia pasadas las 5 pm. las noches anteriores permanecí pegada a los noticieros, brincando de uno a otro, hasta sentirme saturada y/o ya por completo incapacitada para dar los tres pasos que me separan de la silla a la cama. por ello, ‘dormía’ entre tres y cuatro horas despedazadas en truncos bloques de cansancio.
la coincidencia de las historias quiso que esa misma noche, 18 de marzo, fuera cuando el ‘gobierno’ confirmó la primera muerte por coronavirus en méxico.
[esto lo supe después de esa noche, del alarido ahogado de tanto calor inmóvil, entre la oscuridad hirviente y el silencio]
ese silencio…
hasta un día después, recordé algo más.
lo que me había despertado no había sido la agobiada saturación (in)temperable en mi habitación, sino el pesado silencio que desde fuera se colaba por las rendijas de las ventanas y por debajo de la puerta. apagué la luz del buró (encendida por el reflejo del sobresalto) y me acerqué poco a poco a una ventana. mientras caminaba percibí como todo mi cuerpo se iba (des)vistiendo entre pequeñas gotas de sudor. supuse que el sudor que me iba cubriendo era mío, es decir, que emanaba de mi cuerpo conforme caminaba en la pesada oscuridad.
no lo era.
pronto y sin saber realmente cómo explicarlo, me di cuenta que esa humedad en recubrimiento provenía de las cosas, todas las que habitan mi espacio; ellas, con las que he ido rodeando mi vacío.
y esa noche fue como si cada libro, cada hoja, la silla ortopédica, la cama, sábanas, almohadas, cortinas, tapetes y hasta las largas maderas que se tienden como piso y techo, estuvieran sudando hacia mí-pero-desde mí, hasta el punto en que no lograba diferenciar si los sudores y humores de las cosas estaban por atravesarme o si ya estaban —¿desde cuándo?— dentro de mí. posiblemente me respiraban desde meses o años atrás hasta que, entre esa negrura aplastante, finalmente se convocaron unas a otras para hacer innegablemente sensible y asertiva su húmeda presencia.
cuando llegué a la ventana me di cuenta lo que mi intuición había muy posiblemente descubierto ya en el sueño, que esas gotas sudándome daban cuerpo al mío y viceversa, a lo que llamaré aquí la sentencia del silencio.
la sentencia de ese silencio que nunca antes se había escuchado (aun cuando desde hace años me es costumbre esperar a que la ciudad se vaya a dormir, para entonces pasar sobre su silencioso cansancio, y empezar a escribir). estos dos silencios eran antípodas.
lo supe de inmediato, en ese crudo ‘nuevo’ silencio me hubiera sido completamente imposible escribir. primero porque, por silencioso que fuera el teclado, cada pulsión marcaría su ritmo sonoro sin querer, o bien intentando, dejaría no más que las huellas de sus marcas incapaces de generar sonoridad alguna al dictado. y segundo, porque entendí el riesgo al que me enfrentaba. si me sentaba intentando atrapar narrativamente ese momento, las gotas que me cubrían el cuerpo como acuosos secretos o confesiones inescuchadas-en-dilución podrían perderse, ya fuera conjuntadas, muertas en caída, explotadas, o reabsorbidas por la piel y las superficies. así que me mantuve sudando y sin capacidad de neg(oci)ación, sintiendo el sudor de todo lo demás recorrerme lento (des)haciéndose en mí.
entonces todavía desconocía que el coronavirus /covid19 actúa justo de esta manera; ya que, siendo más pesado que las moléculas de aire, no se mantiene suspendido en el aire, estático o volátil, sino que de inmediato ‘cae’ sobre algo o alguien que/quien, casi sin percatarse, le absorbe. si bien de haberlo sabido hubiera actuado de la misma manera, intentando no disturbar su ‘convoluto’ transporte acuoso, me habría quedado de pie frente a la ventana abierta al negro nocturno del parque —esta vez pesado de pasado por falta de su propio aliento—. fue así que esa noche me quedé, ignoro cuánto tiempo, de pie frente a la ventana. (des)vestida en un crudo y apabullantemente engrosado silencio que jamás había atisbado en la escucha, y menos, sentido montarse en todo mi cuerpo, como venido o llamado hacia o desde mi cuerpo entre todo lo que me rodeaba, incluso más allá de las cuatro paredes que aquella noche me confinaron, goteando un descarado pudor de sentir y sentido desnudado. horas después de ese tiempo sin sonido (imagino) volví a la cama y caí en un sueño profundo. por la mañana desperté como cualquier otra no tan doliente mañana, apenas con un poco de sed.
acontecieron muchos días hasta que volví a pensar en ese silencio gordo que, ahora estaba completamente segura, jamás se había conjugado a la escucha de/en una ciudad a deshoras, o en un poblado, por pequeño que fuese. y entendí que lo que esa noche me despertó en sobresalto había sido algo que aquí acercaré a la categoría del silencio total. silencio final.
recordé también que las semanas anteriores a esa noche que hospedó en mis gotas el silencio total, habían sido noches de mucho aire, los ‘aires cuaresmales’ como se les ha llamado en estas regiones por siglos. pero aquella madrugada-en-aviso-del-desahucio, no se movió ni una hoja entre todos los árboles, arbustos, matas y enredaderas que se desviven de día y de noche dentro del parque, mi único vecino frontal por cuadras y cuadras. habían sido noches de preparación, irreparables ya de sí.
intentando respirar la densidad de la inexistencia.
me quedé un buen tiempo asomada por la ventana con la mitad del cuerpo fuera. supongo, esperando que pasara algo, lo que fuera, capaz de quebrar ese mudo sopor. incapaz de precisar qué tipo de sensación me recorría al interior, solo quería querer creer que había que aguantar un poco más, un poco más. aun cuando ya ni las palabras cabían entre las moléculas saturadas por la densidad del silencio sobre silencio. aguanté otro poco, mal-atisbando entre el horizonte des-existido que si quería (re)tener alguna posibilidad para concretar alguna especie de respuesta o ruptura, era menester esperar el-sudor-del-mundo-de-las-cosas-en-mi-cuerpo, como si fuera a recuperar el otro silencio, el de ‘antes’, para escuchar en su sitio ese silencio que, cuando escribía de madrugada, permanecía hinchado de un recuerdo que conozco y confío. un silencio que nunca antes había sudado su desesperación desde la mía.
esperaba ese silencio —anterior— para no quedarme ahogada entre infinitas partículas de agua que jamás explicarán bien a bien de dónde emanaban pero cuyas moléculas, desde esa noche, se escudaron propias de tan ajenas