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Diario del encierro

Muchos de nosotros hemos estado pensando en estos días de encierro obligado en qué ocurrirá cuando todo esto termine (y cuándo terminará, claro). El día después muy probablemente no sea de regocijo, sino de profunda preocupación por el cataclismo que el COVID-19 nos dejó. Veremos con dolor enorme cuántos restaurantes y pequeños locales donde hacíamos nuestras compras habrán cerrado irremediablemente. Mucha, demasiada gente habrá perdido sus empleos y se encontrará al borde de la crisis, incluso si los Estados asumen temporalmente la carga de estímulos fiscales a empresas e individuos. La sensación de bancarrota colectiva, a pesar de haber superado la crisis de salud pública, será total.

¿Y entonces por qué imaginar solo lo distópico? Quizás porque desde ese pesimismo podremos desde ahora luchar por que ocurran cambios inimaginables antes de la pandemia. Por ejemplo, una renta universal. Es algo que ya Piketty proponía en su libro Capital. El restablecimiento de una forma modificada de estado de bienestar que pueda garantizar la salud y la educación públicas, el retiro y el ahorro populares. Si algo podemos sacar de las formas democráticas de solidaridad que están ocurriendo en el mundo mientras poco a poco recibimos las órdenes de quedarnos en casa es que se trata más de distancia física y de cercanía social que de otra cosa. Si podemos eventualmente realizarle en el supermercado sus compras esenciales a un vecino mayor, no sería ilógico ofrecérselo siempre. Nosotros igual iremos por las nuestras. Si pudimos salir a los balcones a aplaudir a los servicios de salud, a alegrarnos con música y cantos, podremos convivir después más armónicamente.

Sé, por supuesto, que hay que denunciar desde ahora también, las tentativas de muchos gobiernos, incluido el de los Estados Unidos, de anular las garantías individuales, rebajar las libertades constitucionales en formas alarmantes. El estado de emergencia debe ser temporal y aun así, acotado. Si, como quiere el departamento de Estado, cualquier juez puede posponer indefinidamente la audiencia y el juicio a un imputado, estaremos negando el habeas corpus, o en México el derecho de amparo. Las formas de vigilancia estatales son siempre crueles y hay que limitarlas. Las biométricas y sobre todo las cibernéticas. Algo que la KGB o la Stassi nunca logró en los países comunistas es ahora perfectamente accesible a los Estados cibernéticos que vigilan y controlan las veinticuatro horas del día a sus ciudadanos. Decía Paul Valéry que no se puede gobernar solo con la coerción, que hay que crear fuerzas ficticias. O miedos ficticios. No quiero implicar que la epidemia no es seria y global, solo quiero insistir que no nos podemos acostumbrar a formas arbitrarias de control. Resistir el absurdo, pedir razones. Hoy hay más de 365 mil casos de COVID-19, y más de 16 mil muertos. Nos hemos retirado en cuarentena no solo por las órdenes de los gobiernos, sino por voluntad propia. Muchas organizaciones e individuos de hecho reaccionaron antes que sus políticos, como ocurre siempre. La autocracia nunca será la cura de una epidemia global de esta escala. Rusia e Israel quieren hacer cambios en la constitución por la pandemia, justifican mayores restricciones a las ya muy endebles democracias liberales que en otro tiempo serían imposibles. Es labor de todos no permitirlo.

Lo mismo debe ocurrir con las fronteras en un tiempo perentorio, no es posible que sea el Estado-nación y sus terrores los que salgan ganando de este tiempo. No nos podemos reunir, pero podemos disentir en línea. Bernie Sanders, por ejemplo, está utilizando los recursos económicos de su campaña y su altísimo apoyo juvenil para redirigir sus esfuerzos y dinero a los grupos más afectados por la enfermedad. No creo que lo haga por un dividendo político, ya que no ganará la nominación, sino por simple ética y consistencia con su mensaje de una comunidad más justa, menos desigual.

Trump, sin embargo, parece estar pensando desescalar las restricciones y poner a todo mundo a trabajar. Su elección ética es clara: dinero antes que vidas. Sus argumentos endebles, para evitar suicidios, porque mueren más en accidentes de coche. Se tendrían que cuadruplicar los suicidios, para que tuviera sentido. Hay proyecciones afirmando que un millón setecientos mil estadounidenses podrían morir por la epidemia si no hay restricciones. Ver para creer.

 

Wendy Liu ha escrito un libro que es al tiempo manifiesto, memoria y alegato en contra del exceso. Su Abolir Silicon Valley puede ser leído entonces como un arrepentimiento, un mea culpa de alguien que estuvo adentro del vientre de la ballena y salió para contarnos que allí adentro apesta.

Varios de los argumentos valen no solo para Silicon Valley y la cultura de los start-up. Por ejemplo, que son especies de clubes de Tobby en los cuales las niñas no están permitidas. Es raro el caso de mujeres que escalan hasta la cima y la mayoría se quedan en analistas y programadoras menores (sin dejar de contar el pago distinto de hombres y mujeres, similar al de otras industrias). En el caso de la autora, por ejemplo, aceptó muchas veces no cobrar por un cierto idealismo de una sociedad cibernética abierta, de libre acceso. Sus héroes abogaban por esa idea de libertad, pensando que Linux —a diferencia de los lenguajes de Windows o MacOs que eran restringidos— desde el sistema operativo hasta sus propios programas, tenía esa intención de liberar el internet y hacerlo llegar gratis a todo el mundo. La realidad se encargó de demostrarle que uno de los lugares donde el capitalismo salvaje se ha enquistado es precisamente en la inteligencia artificial y el ciberespacio. Justo después de graduarse fue contratada en Google. Y esa parte de la memoria es muy útil para nosotros sus lectores, puesto que todos los mitos de la cultura juguetona, antiproductiva en el sentido de libre y sin horarios, son echados por la borda en el libro. Después de la luna de miel inicial, Liu se dio cuenta de lo que estaba atrás del gigante informático. Particularmente la filosofía de que puedes mentir hasta lograrlo (Fake it till you make it, en inglés).

La siguiente parte del libro tiene que ver con los “start-up”, de los que ella misma formó parte, hasta que el sueño de sus colegas y suyo de alcanzar el éxito instantáneo y ser millonarios se esfumó. El tema de los capitales de riesgo y los buitres intentando asociarse con el próximo creador de Facebook alcanza también una parte importante de las reflexiones de Liu. De hecho, ella opina que Silicon Valley es un medio ambiente estúpido produciendo estúpidos resultados. Algunos proponen democratizar a los inversores, en lugar de permitir que grandes inversores busquen quedarse con las ganancias en el caso de que haya éxito en la empresa, la nueva app, el nuevo software. Pero incluso si tiene éxito el argumento de la autora es implacable: la tecnología que amamos no es nuestra, los productos que adoramos, a los cuales les hemos permitido atesorar nuestros datos, nuestras memorias, nuestras imágenes y conexiones son propiedad de inversores y las empresas operan en favor de esos dueños, no de nosotros, los usuarios. Nos venden al mejor postor.

La ganancia, nos explica, debería ser tratada como un signo de que el sistema necesita una corrección. Donde ocurra, debería ser redirigida a los trabajadores, a un mejor servicio o de lo contrario pagar impuestos para canalizar ese dinero de manera más útil y democrática a otras necesidades. El problema es que es la fuerza de la economía neoliberal. El problema es que la hemos celebrado como un fin en sí mismo. Nuestros modernos héroes no son quienes más han contribuido a la sociedad sino quienes se han hecho ricos a costa de los demás.

¿Qué significa abolir Silicon Valley además de una frase que la autora usó antes del título de su libro en un tweet polémico? Significa intentar moverse fuera del paradigma del capitalismo que ha hecho que los avances tecnológicos se manejen de manera total por las necesidades del capital. ¿Podremos tener un control más democrático sobre el desarrollo tecnológico y una mayor equidad en la distribución de sus beneficios? En mis últimas columnas he insistido en que es tiempo de protestar, colectivamente, para que cuando salgamos del encierro no volvamos a lo que estaba mal. Si es cierto, como opinan algunos filósofos, que es más fácil imaginarse el Apocalipsis que el fin del capitalismo, es también cierto que este sistema global es, en buena medida, culpable de la manera atroz en la que hemos encarado la pandemia. Para que no vuelva a ocurrir así necesitamos cambiar.

 

¿Quién hubiese dicho hace apenas tres semanas que viviríamos en una película de ciencia ficción, en una distopía o en una nueva versión de Contagio, la película de Soderbergh? ¿Quién podría haber previsto que el mundo se habría de detener y que nuestros momentos de solaz consistirían en ver imágenes de animales en las calles vacías, peces de regreso a los canales límpidos de Venecia? Las cifras son terribles, solo en México la pobreza se elevará al 48%; en Estados Unidos el desempleo puede llegar al 30% y las proyecciones de infectados y muertos por el COVID-19 son alarmantes. 100,000 muertos en el “mejor” escenario en Estados Unidos. Por vez primera esos cálculos estadísticos hicieron entrar en razón a Trump, quien prolongó las medidas de quedarse en casa que incluso estados muy renuentes como Florida o Nevada finalmente también han impuesto. Estamos en casa, sin escuelas, teletrabajando quienes pueden o simplemente sobreviviendo el encierro. Para que esto ocurra, millones de personas en el mundo, particularmente doctores y enfermeras, pero también choferes del transporte público y muchos más siguen saliendo a la calle y por supuesto exponiéndose. Privilegio, en latín, significaba una ley que solo aplica a un individuo. Ahora entendemos privilegio de forma distinta pero la pandemia ha puesto frente a nuestros ojos la terrible injusticia de la desigualdad.

En Nueva York se han visto escenas solo imaginadas en películas, gente enferma afuera de un hospital en Queens esperando se libere una cama, lo que solo puede ocurrir si alguien muere adentro. Hospitales de campaña en Central Park o en estacionamientos. En Italia los doctores tuvieron, en los momentos de mayor urgencia, que decidir a quiénes salvaban y a quiénes dejaban morir. Cada vez más todos nosotros sabemos de alguien que ha adquirido el virus o está hospitalizado o ha muerto. La enfermedad nos ha ido rodeando en círculos concéntricos y está a poca distancia de nuestras casas, de nuestras familias, de nuestros amigos. Hay miedo, mucho miedo.

Lo que esta pandemia nos ha revelado, también, con gran dolor, es la precariedad en la que vivimos. Laboral, económica y social. El neoliberalismo desmanteló en unas décadas el llamado estado de bienestar, allí donde lo había, y privatizó por doquier lo público. Hoy esa indefensión —un Estado menor, incapaz de resolver problemas de largo alcance— nos coloca en la cuerda floja. Millones perderán su empleo, cientos de miles de pequeños negocios no podrán sobrevivir a la llamada hibernación económica como el gobierno español llamó eufemísticamente al cierre de su economía ocurrido apenas la semana pasada. Muchos no encontrarán en la endeble salud pública ninguna respuesta y morirán esperando ser atendidos. En muchos lugares, de hecho, la élite ha saltado las líneas y se han hecho pruebas o han sido hospitalizados mucho antes que quien no puede pagar o los estudios o los tratamientos. El panorama se ve tremendamente negro.

Los filósofos contemporáneos, Žižek, Han o Butler han intentado sin éxito atrapar demasiado pronto la dimensión de la catástrofe. Algunos como Agamben han derrapado intentando aplicar su teoría —el estado de excepción, en particular— a una situación que los sobrepasa. Tal vez no es aún en la reflexión o en la teoría, sino en las experiencias pasadas donde debiéramos abrevar.

Algunos podemos encontrar sino consuelo sí sabiduría en las obras literarias. Las obvias, como La peste, de Camus, pero también en Daniel Defoe, en Bocaccio, en García Márquez o Saramago. Podemos ir a los clásicos griegos lo mismo en teatro que en los tratados históricos. La humanidad ha vivido esto muchas veces, quizás en menor escala porque viajar era más lento y menos universal.

No podremos volver a casa. No a la casa grande de la que salimos para refugiarnos en las pequeñas casas y nuestros departamentos. El planeta no será el mismo. Hemos presenciado de forma global lo que los activistas contra el cambio climático ya nos habían alertado, la catástrofe de gran escala. Desde 1918 no habíamos sentido una enfermedad global con toda la fuerza que ahora vivimos. No podemos siguiera calcular ahora las dimensiones del desastre, el recuento de los daños, pero sí que esto nos marcará para siempre. Regresaremos, pero a reconstruir esa casa que es lo público, esa casa que idiotamente desmantelamos. Regresaremos a hacer comunidad después de todo este tiempo solos.

Hay una pinta que circula en las redes. Está en el metro de Hong Kong y declara lo que el título de esta columna. A mí me parece el más contundente de los documentos que se hayan escrito o publicado o grafiteado sobre la pandemia. Porque todo lo que teníamos mal es lo que deberíamos revisar ahora que estamos aislados, en cuarentena. Para empezar, la desigualdad económica y las consecuencias brutales de la automatización industrial. En las últimas décadas la brecha entre los ricos y los pobres se ha agudizado a consecuencia de las políticas neoliberales. El 1% que controla y es dueño del mundo vive de la explotación humana del otro 99%, pero también de la explotación del planeta. En días pasados hemos visto a los animales volver, a los peces nadar en aguas cristalinas de Venecia, a la población de osos duplicarse en Yosemite, en tan poco tiempo. Las consecuencias positivas en términos de emisión de carbono se dejan ya sentir en el medio ambiente. Pero no soy optimista, volveremos a habitar la tierra, cuando salgamos del encierro, sin ningún respeto a nuestros ecosistemas, sin ningún respeto a los millones de trabajadores que sostienen con su precariedad la vida privilegiada de los ricos.

Se ha escrito mucho estos días acerca de que los “trabajadores esenciales” han visibilizado a todos esos millones de seres que permiten la vida de las democracias liberales del capitalismo salvaje. Los que recogen la basura, los que sirven en los supermercados, el personal de primeros auxilios, quienes cosechan y permiten que los productos alimenticios lleguen a las casas (por no hablar, en otro sentido, de las enfermeras y los doctores). Les podemos aplaudir, pero no quiere decir que después de la reclusión valoremos verdaderamente su papel y haya un aumento general de sueldos, una renta vital (como Podemos está luchando por imponer en España). Seguirán siendo los indocumentados, los inmigrantes, los desechables.

Foxconn, el gigante de la manufactura chino es responsable del 50% de todos los productos electrónicos que consumimos en el mundo y ya está reemplazando a sus empleados de ensamble en Shenzhen y en otras de sus plantas por un millón de robots. Sí, leyó bien. Un millón. Philips ha declarado orgulloso que podrá reemplazar la mano de obra asiática en la próxima década por sistemas de producción robótica. Ya hay una planta suya en Frisia que sustituirá a su fábrica de Zhuhai, cerca de Macao. GE ha dedicado billones ya al “internet de las cosas” con el objetivo de integrar máquinas y sistemas de manufactura con sensores en red. Planean tener “gemelos virtuales” de todos sus productos. Hay en el mundo alrededor de 3 billones de personas que representan lo que llamaríamos la “fuerza de trabajo”, 1.5 billones, la mitad, son vulnerables y 1.3 billones ganan menos de 5 dólares al día. Dos billones de personas que tienen edad de laborar en el mundo no están en el mercado laboral y 500 millones de jóvenes están inactivos (ni trabajan ni estudian), mientras que 168 millones de niños sí trabajan en condiciones de explotación.

¿Los vemos? ¿Sabemos de su existencia? ¿Los protegeremos cuando volvamos a la calle? Lo dudo. Como decía Marx, el propósito de la labor productiva no es el trabajador sino la producción de plusvalía. Toda la labor necesaria que no produce plusvalía es superflua y no tiene valor para el capitalismo.

Otra de las cosas que hoy sabemos que estaban mal, en muchos otros tipos de trabajo, es la propia semana laboral de 38 o 40 horas. Lo que ha mostrado el llamado teletrabajo o trabajo a distancia es que se puede hacer mucho más con menos tiempo y menos distracciones. Una de las explicaciones que se han generado de por qué los casos de Coronavirus en California se han controlado mejor que en otras partes es la cultura de trabajar en casa impuesta desde hace tiempo por Silicon Valley y la industria de la tecnología. Las universidades no volverán a ser las mismas, ni los espectáculos culturales o los museos, o los conciertos y los festivales. Al menos por un tiempo. ¿Valoraremos más la educación en línea? No lo sé tampoco y no soy optimista al respecto. Creo que, como dijo quien pintó el metro, sería absurdo volver a lo normal sabiendo que eso era lo que estaba, en un principio, mal.

Si Borges afirmaba hablando sobre el Ulysses de Joyce que en un día del hombre caben todos los días del tiempo, ahora con la pandemia provocada por el COVID-19, podemos decir que ese día, en el que cabe el tiempo, es el mismo, cansino y repetitivo día. Todos los días son el mismo día desde que nos encerramos en casa. La rutina de cada uno será distinta y a la misma vez ferozmente similar. Despertarse, hacerse un desayuno, comerlo con o sin desgano —a veces sin importar la capacidad del cocinero—, conectarse a Zoom para el trabajo, o para dar o tomar clases o para contactar a la familia. Vendrá el lunch, vendrá la cena, y vendrán unas horas intermedias que se llenan como se puede: yoga, saltar la cuerda, sacar al perro, ver videos en YouTube, morirse de hastío. Es lo que los monjes medievales que se encerraban llamaban acedia, o demonio meridiano, demonio del medio día. Es el pesado aburrimiento. Luego quizás un trago, o una que otra sesión de Zoom, o tal vez simplemente ver series, leer, hasta que el sueño nos alcance. Y a la mañana siguiente lo mismo. No hay lunes o domingo, ni siquiera sabemos ya qué día del mes. Es el encierro, la cuarentena.

El clima de verano en muchos lugares de Estados Unidos, además, está haciendo estragos con lo poco que queda de cordura. La gente ha salido a las playas en hordas —¿será eso, la inmunidad de las hordas lo que buscan inconscientemente?—, lo mismo en Florida que en California, protestando contra las órdenes de quedarse en casa. Con histeria o prepotencia en distintas capitales de los estados la gente ha salido a protestar. La escena más atroz, a mi juicio, la más enloquecida, ha ocurrido en Michigan. Hombres armados hasta los dientes han querido entrar al capitolio pidiendo que “liberen” a su estado. ¿Qué hubiese pasado si en lugar de blancos hubiesen sido afroamericanos? ¿O asiáticos? ¿O hispanos? Seguramente la protesta hubiese terminado mal. Incluso con tiros de la policía acusándolos de amenazarlos. Estos remedos rurales de Robocop o de Rambo, sin embargo, lograron su cometido, gritando insultos, pintando suásticas. Es una pena. Jorge Ibargüengoitia, el gran humorista, se preguntaba dónde aprenderá la gente a pensar tan mal. ¿En la escuela? ¿En la iglesia? ¿En Fox News? ¿Escuchando a su presidente? ¿En la familia? ¿En el bar? Esa es la pregunta esencial que me hago en estas horas aciagas, encerrado, matando el tiempo mientras veo las noticias, leo los diarios mundiales en línea, y me asombro de la idiotez humana: ¿dónde aprenderá la gente a pensar tan mal?

Este es, por tanto, el tiempo de la melancolía. El Diccionario Covarrubias del siglo XVII es claro: “Dezimos estar uno melancólico quando está triste y pensativo de alguna cosa que le da pesadumbre”, pero agrega la anfibología: “Enfermedad conocida y pasión muy ordinaria donde ay poco contento y gusto. Melancholia est mentis alenatio”.  En El Quijote, el canónigo defiende las comedias: “El principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias es para entretener a la comunidad en alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad, es decir divertirla de la melancolía”. Lo mismo afirma el Quijote al canónigo acerca de los libros de caballería: “lea estos libros y verá como le destierra la melancolía que tuviere”. ¿Será esa nuestra solución, la ligereza?

¿O la ironía, que es una forma solo en apariencia leve de la seriedad? Por eso a Ibargüengoitia le molestaba tanto que lo llamaran humorista. Él quería ironizar, romper las reglas sociales a través del retrato literario descarnado. La pandemia nos ha revelado en toda nuestra indefensión, pero sobre todo en nuestra infinita polarización. Las protestas de Michigan —o para el caso de Staten Island, antes, donde se le pedía a la gente que llevara a sus hijos a los parques, se decía en letreros, Mi fe es mi vacuna, o Jesús me protege—, retratan a la población antivacunas, a los terraplanistas, a los evangélicos radicales, a los libertarios de derecha que piensan que el Estado no puede inmiscuirse en sus decisiones privadas, provocando con su ignorancia brotes de sarampión o, en este caso, podría ser, el contagio masivo. El mismo tipo de personas que como el gobernador de Texas pide a los ancianos que salgan a trabajar, aunque mueran para salvar la economía, o el antiguo gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie que afirma que la muerte masiva es un mal menor si se trata de que el sistema económico no colapse.

Creo que nunca estuvimos juntos en esto.

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa