Ante todo, quiero aclarar cómo me presento frente al análisis de esta película: lejos de ser experto en opinión cinematográfica, me acerco como teólogo y como persona de fe, dejándome habitar desde una apreciación que es fundamental, al menos para mis búsquedas: la manera en que las imágenes sobre lo divino se construyen y a la vez vehiculizan las experiencias humanas en diversas contingencias.
La película Black Death (o Garra Negra) es un filme de 2010, bajo la dirección de Christopher Smith. Se sitúa en 1348, año en que buena parte de Europa fue golpeada por la denominada “peste negra”. Ambientada en la Inglaterra medieval, la película trata de un grupo de soldados —liderado por Ulric, un misterioso y parco personaje, ferviente creyente y entregado al servicio de la Iglesia— que fue enviado por el obispo a indagar sobre un pueblo, el cual se rumoreaba no había sido infectado por las garras de la peste. Parte de esos rumores afirmaban también que dicho fenómeno respondía al actuar de un nigromante que, en el contexto de la película, refiere a una persona vinculada a fuerzas del mal que resucitaba muertos. Lo satánico, lo oculto, lo perverso y demoníaco, se encontraban detrás de este hecho que contradecía el común del mundo cristiano circundante.
En el camino, el grupo visita un monasterio en busca de un guía. Es allí donde reclutan a Osmund, un joven monje que atravesaba una crisis en su llamado, tras las presiones que ejercían los deseos “banales” que contradecían su dedicación a la obra de Dios. En busca de una “señal” para renovar su vocación y su fe, el monje se suma a la aventura y emprende viaje a través del bosque hacia el pueblo en cuestión. Un sendero donde —como afirma uno de los protagonistas al iniciar la travesía— “Dios puede no estar en el horizonte”.
En esta expresión se condensa uno de lo temas que creo medulares de la trama: la pregunta por el lugar de lo divino. El monasterio y el bosque, el campo y la ciudad, no son solo escisiones topográficas que dibujan el paso del feudalismo a un capitalismo agrario, sino un nuevo mapa donde se comenzará a plasmar la transformación de concepciones ancestrales en torno a las luchas entre fuerzas divinas y demoníacas, o la presencia y la ausencia de Dios. Como refleja la película, el bosque se presenta como un lapsus histórico, un limbo amoral, como la cara perversa de la existencia, donde Dios está ausente y reinan las pasiones, desesperaciones y depravaciones más oscuras del cuerpo. Reflejos sintomáticos de la impotencia humana, los cuales se muestran en la película a través de crudas imágenes como la quema de mujeres acusadas de brujería, asesinatos masivos de pueblos, turbas mercenarias y procesiones de flagelantes.
La presencia de la peste radicaliza las fronteras alrededor de esta pregunta teológica, y con ella, las distancias sociales, políticas y simbólicas entre los diversos grupos que disputan (pasiva o activamente) por su sentido. En realidad, creo que esa es la función de la peste en esta película: aunque tiene un rol primordial en el contexto general, en realidad la trama no le da un lugar tan explícito como podríamos esperar, sino más bien da cuenta de todo lo que ella suscita a su alrededor. Se muestra como un telón de fondo que vamos develando poco a poco, no solo por las imágenes explícitas de sus efectos sino por el impacto que produce en las formas de vida y concepciones de la realidad. La peste actúa como un dispositivo que radicaliza las distinciones, las divisiones, las luchas de poder, los interrogantes, el impacto de lo desconocido y los mismos juegos de las fuerzas ocultas detrás de la realidad.
Aquí la pregunta es directa: ¿de qué lado está Dios? Si escoge un bando, desde la lógica medieval, el otro se transforma directamente en causa del mal (entendido como el reverso de Dios) o como espacio de redención, donde todo sufrimiento es más bien un camino necesario de purificación.
La peste, entonces, trastorna las lógicas de alteridad que hay detrás de la pregunta sobre Dios. La comprensión de la presencia o ausencia de lo divino se relaciona directamente con la legitimidad (o no) del acceso a la fe, a Dios mismo, y con ello, a todo un entramado de configuraciones que actúa como legitimación social. Las fronteras de movilidad son demarcadas por la institucionalidad hegemónica —en este caso la Iglesia— que se asume como intermediaria de estos misterios, mientras todo lo que queda fuera de esas líneas simbólicas y rituales es visto como amoral, perverso, anormal, anómico, perdido, contaminado.
Paul Ricoeur (2008:261-285), en su trabajo sobre la simbólica del mal, habla de tres símbolos fundamentales que dan origen a las diversas concepciones circulantes: el símbolo de la mancha, el símbolo del pecado (donde la falta implica desviación de la ley) y el símbolo de la culpabilidad (donde el pecado pesa sobre la conciencia). En el símbolo de la mancha, así como la marca de la peste, lo impuro actúa como venganza, y el sufrimiento es el pecio por la violación del orden. “La venganza hace sufrir. Y, de esta manera, por medio de la retribución, todo el orden físico queda asumido dentro del orden ético”. De aquí podríamos afirmar que la intervención de Dios a través de la peste adquiere una función redentora sobre esa dimensión ética contaminada, no solo en lo físico —lo cual es solo un síntoma— sino, principalmente, en lo moral, lo espiritual, lo social, manifestándose en la delimitación de fronteras identitarias, culturales, sociales y topológicas.
En el contexto de pandemia actual hemos podido ver algunas imágenes similares. No me refiero solamente a la presencia de grupos religiosos que apelaron a retóricas teológicas para hacer de grupos poblacionales, sectores sociales, colectivos disidentes o personas sin religión, en un chivo expiatorio sobre los orígenes o la expansión del virus. Me refiero también a cómo el impacto de la pandemia profundiza la dislocación de las fronteras topológicas de nuestras identidades socio-políticas y culturales, empujando aún más las lógicas de exclusión, con el propósito de mantener indemnes las narrativas y prácticas de los poderes hegemónicos, buscando redimirse a través de un “distanciamiento” con respecto a las situaciones de injusticia que han quedado aún más expuestas en este contexto de fragilidad. Es como la figura del nigromante que el grupo buscaba para llevar a los pies del obispo: una lógica sacrificial (como práctica irracional que pretende mantener la falsa racionalidad, como decía Franz Hinkelammert) como expiación de la culpa o del castigo, tan propias del cristianismo hegemónico.
Volviendo a la película, al llegar a destino, el pelotón confirma sus sospechas: un oasis en medio del infierno de la peste, lo cual hizo levantar todas las sospechas y temores. Luego de un conjunto de sucesos, en los que el pueblo es presentado bajo un manto de extraña tranquilidad y ausencia de moral cristiana, finalmente estalla el conflicto entre los visitantes y Langiva, líder del pueblo y sospechada de brujería. Dicho conflicto hará eclosionar dos cosmovisiones extremas, entre el espíritu inquisitorial, y la negación de Dios y la autoridad de la iglesia.
Este segmento de la trama me parece fundamental. Nace el problema de la teodicea, es decir, de la presencia del mal en el mundo frente a la bondad constitutiva de Dios. En esta historia en particular, este problema se presenta con cierta paradoja. Si la ausencia de Dios es sinónimo de mal, si el sufrimiento es equivalente a un castigo redentor, ¿cómo puede ser que un pueblo que rechaza la fe y la iglesia, y desarrolla prácticas condenables fuera de la moral cristiana, haya quedado fuera de la hecatombe apocalíptica que sufría el resto del mundo cristiano?
Como afirman algunos especialistas, en este período histórico ocurren un conjunto de transformaciones en torno a la concepción del mal y de la muerte. Es el tiempo donde nace un “modelo de la muerte cristiana” desde la distinción entre la muerte física o corporal, y la espiritual o del alma. La primera responde a contingencias banales e históricas, mientras la segunda obedece a asuntos espirituales y religiosos. Le Goff habla del 1300 como el comienzo de lo que llama “la teología del tercer lugar”, que refiere a la consolidación de la idea de purgatorio “como en una supervaloración del juicio individual en el marco de una sociedad en la que cada individuo va tomando conciencia de su propio destino” (Mario Fudio 1998:2).
Como sabemos, en el medioevo no existía la idea de un mundo autónomo, como lo veremos posteriormente en el Renacimiento. Por ello, la peste no podría quedar fuera de los designios de Dios. En el libro El Decamerón de Giovanni Boccaccio, que data del período entre 1351 y 1353, se afirma lo siguiente: “Llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección, que había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran cantidad de vivientes”.
Ahora bien, esta cosmovisión es llevada a un punto de inflexión, en cierta forma irónica y sarcástica, dentro de la trama que origina el conflicto entre Uric y Langiva. Paradójicamente, la plaga llegó con los emisarios de Dios y se expande entre tierras cristianas, mientras que la cura y la salvación se inscribe en quienes niegan la propia existencia de lo divino, en medio de ese bosque como reino de fuerzas demoníacas y monstruosas. De alguna manera, en este punto también se produce un fenómeno de alterización: la Iglesia es juzgada de emisaria de muerte, de destrucción, de violencia.
Pero vemos aquí operar, de alguna manera, la misma lógica que mencionamos anteriormente: la negación de Dios se inscribe también en un contexto de sacrificio, de anulación de la alteridad, de asesinato y negación. Lo confirmamos cuando el grupo de soldados es apresado y condenado a muerte, salvo que apelen a la apostasía. Condición que los mismos verdugos no respetarán, ya que a pesar de que algunos de los soldados sucumbieron en la tentación de negar a Dios, fueron igualmente colgados y sus cadáveres expuestos como trofeos frente al pueblo. La imagen de Dios también busca ser sacrificada como chivo expiatorio para confrontar un espectro que atraviesa a unos y a otros en esa situación de fragilidad: la legitimación del poder en medio de la incertidumbre.
Si nos proyectamos en el tiempo, el proceso de afianzamiento de la Modernidad, comprendida como una reacción al Medioevo, conlleva también el sacrificio de una alteridad arcaica, inferior, primitiva. La Modernidad también crea sus propias víctimas en nombre de la defensa del progreso, del libre mercado, de la libertad individual enajenada, elementos que se oponen a la supuesta fantasía religiosa y teológica. En ese sentido, la Modernidad sigue siendo fiel heredera de la lógica sacrificial cristiana. El punto de conflicto ya no es Dios, sino la alteridad que perturba la inmanencia del poder y el orden. Ello se refleja en los romanticismos antropológicos y epistémicos que, así como un discurso religioso dogmático, levantan respuestas absolutas en un momento de perplejidad.
Podríamos identificar ciertas resonancias de este fenómeno en algunos de los primeros escritos que comenzaron a circular en medio del disparo pandémico, por ejemplo, cuando Byung-Chul Han (2020) dice: “No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”. También podríamos traer a Žižek (2020) y su ilusión por un retorno a un nuevo comunismo, como efecto de la caída del capitalismo hegemónico tras la violencia del Covid.
¿No caen ambos “bandos”, finalmente, en la misma trampa metafísica? ¿No hay, acaso, un problema que comparten? Tal vez lo podemos comparar con una de las frases finales de Langiva, cuando Osmund la increpa sobre las razones por las que había recreado ese espectáculo falso de resurrección, cuando ella contesta lo siguiente: “La gente necesita milagros y adoran a quien los hace, no importa quién sea”. Es decir: unos en nombre de Dios, otros negándolo, pero ambos luchando ciegamente por el control y el orden de esa realidad completamente asolada por la peste. En nuestro contexto de pandemia, las luchas por la hegemonización del sentido se han radicalizado, como una reacción —natural y esperable, si se quiere— frente a la toma de la Palabra, para el manejo de un ambiente de total susceptibilidad, sea en nombre de Dios, la Ciencia, la Razón, la Revolución.
Finalmente, hay un último elemento de la película que llamó mi atención, y que reconozco puede ser, tal vez, una lectura forzada del argumento. Me refiero a lo que considero un espejo entre los personajes de Ulric y Osmund en la trama. Creo que hay una especie de quiasmo entre la experiencia de estos dos personajes, sobre sus vivencias históricas y las visiones religiosas que despiertan, nudo que se sella, además, en el diálogo que ambos mantienen cuando Ulric se encuentra apresado por los líderes del pueblo. La vida trágica de Ulric se presenta como el motor para su compromiso con la causa y la Iglesia, y su visión radicalizada sobre la fe. Osmund, hacia el final, de ser un joven monje inocente e ingenio, deviene en el mismo soldado asesino e inquisidor, como lo era Ulric, movilizado por la culpa que le generó haber provocado la muerte de su amada tras el impulso de sus preconceptos teológicos que, erróneamente, nublaron su juicio y confundieron la liberación del purgatorio con un injusto asesinato. Podríamos decir que su fanatismo religioso provocó una muerte que cargaría de por vida, y que intentaría expiar buscando nuevos sacrificios, viendo en las mujeres asesinadas cruelmente, la imagen de esa supuesta bruja que, más allá de su actuar perverso para legitimar su poder, lo peor que hizo, en realidad, fue exponer el lado perverso de lo que él mismo creía como verdad absoluta. En resumen, ambas historias se entrelazan, desde el reflejo de un proceso de transformación donde la contención del poder, las lógicas teológico-metafísicas y los efectos culpógenos de la imposibilidad del manejo de la incertidumbre, construyen una empresa sacrificial y devastadora de la alteridad.
Sin caer en lecturas simplistas y lugares comunes que ponen a la religión como un efecto de negación histórica y psicológica, podríamos decir que la emergencia de los absolutos, del sacrificio de la alteridad, de la búsqueda de chivos expiatorios, tiene que ver con la incapacidad de lidiar con algo tan fundamental como es la presencia del sufrimiento en un contexto de perplejidad. Por ello, podemos decir que la pregunta por el mal que nos aqueja conlleva respuestas que implican hermenéuticas con una profunda dimensión socio-política. En términos teológicos, como afirma el biblista Luigi Schiavo: “El mal es un problema de sentido, que demanda el coraje de no huir; es la convocación para tomar una posición, a situarse, a no quedarse en neutro, sino a buscar una integración y encontrar respuestas que lleven a integrar la división, la contradicción y el conflicto generados en nuestras existencias” (Schiavo 2012:17).
El problema de la metafísica teológica es el mismo que atraviesa la metafísica del mito de la Modernidad, del neoliberalismo reinante y de las ideologías hegemónicas que nos imponen una falsa realidad. Aunque la pandemia no se origina en ellos, sí podemos decir que, en tanto lógicas socio-culturales y económicas, han establecido un entorno de completa fragilidad y exposición, donde los sectores excluidos se transforman en víctimas, no solo reales sino también simbólicas. El problema de la teodicea presenta no solo la dificultad onto-teológica de la afirmación de Dios en un contexto que supuestamente le niega; más bien, expone el problema de la capacidad de tomar a Dios como objeto (simbólico y discursivo) en tanto encuadre metafísico de la propia realidad, para desde allí pretender suturar nuestro control sobre ella.
Johann Baptist Metz nos dice: “Si intentara superar la ignorancia que le impone el problema de la teodicea, la teología pasaría por alto una diferencia que todo lo determina, a saber, la diferencia escatológica entre nuestro discurso sobre Dios (siempre antropomorfo) y Dios mismo. Para mantener abierta esta diferencia solo conozco el ‘pobre’ lenguaje teológico de la añoranza, la curiosidad y el clamor: el lenguaje del sufrimiento en razón de Dios” (Metz 2007:31). De la misma manera, en este contexto de pandemia, el sufrimiento expone la perversidad de todo discurso y práctica, que en su falsa sutura pretende ocular esa fragilidad constitutiva, que muchas veces demanda sacrificios en nombre de una justicia retributiva, sea en nombre de Dios o de la Ciencia o de lo Humano o o del Orden.
Por ello, los grandes relatos que este contexto demanda son en realidad eclosiones desde pequeños gestos que buscan hendiduras, así como la pregunta final de la película frente a la hoguera ardiente: “¿será que habrá encontrado alguna belleza y bondad en el mundo?”.
Bibliografía
Fudio, Mario Hete (1998) “Las actitudes ante la muerte en tiempos de la peste negra. La península Ibérica, 1348-1500”. Cuadernos de Historia Medieval Secc. Miscelánea (1) 21-58.
Han, Byung-Chul (2020) “La emergencia viral y el mundo de mañana”. https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html?fbclid=IwAR2w45z_SsPPA_46YuvUyyQd5KQhZS41v60nr-hOsV44rktpd_8pFZQkSoA
Metz, Johann Baptist (2007) Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista. Santander: Sal Terrae.
Ricoeur, Paul (2008) El conflicto de las interpretaciones. Buenos Aires: FCE.
Schiavo, Luigi (2012) La invención del diablo. Buenos Aires: GEMRIP.
Žižek, Slavoj (2020) ¡Pandemia! El Covid-19 sacude el Mundo. CEOPS (Centro de Estudios de Orientación Psicoanalítica) .