No hay dónde esconderse. No de las estupideces.
La pandemia de covid llegó cuando algunos de nosotros, en Gran Bretaña, todavía sentíamos escozor por el resultado de la elección general de diciembre de 2019, en la que los medios de comunicación británicos y el grupo del poder se unieron para convencer a la población de que la opción sensata para el país era Boris Johnson, un hombre que reiteradamente había sido despedido de sus trabajos previos por mentir,
un canalla que salta de cama en cama y que abandonó a sus mujeres, quienes tuvieron que mantener a sus hijos; y que después escribió que los hijos de las familias monoparentales eran: “malcriados, ignorantes, agresivos e ilegítimos”.
Jeremy Corbyn, el hombre que competía contra Johnson, había sido encasillado como una persona horrible porque cada año, en Navidad, pasa el día visitando centros para gente sin hogar; en vez de sentarse en su casa a ver el Discurso de la Reina en la BBC. Todavía más, Corbyn, un parlamentario con destacada trayectoria de activismo en contra de la injusticia social, había sido retratado como la mayor amenaza a la comunidad judía del país. Esta es una persona que fue arrestada en la calle, en los años setenta, por protestar en contra del apartheid; mientras algunos de sus detractores estaban en la Universidad de Oxford haciendo campaña para que se colgara a Nelson Mandela. Estos son la misma gente que, ahora, nunca deja de decirnos que Gran Bretaña no debe ayudar a los refugiados que se ahogan en el Mediterráneo porque nosotros “tenemos que ayudar primero a nuestros propios pobres”, pero tienen también el hábito de bloquear la ayuda del Estado a nuestros propios pobres.
Ser testigo de tales perversiones es suficiente para dejarte deshecho de muchas maneras. Te conviertes en una creatura perfectamente acostumbrada a vivir en época de oscuridad, porque eres una forma de vida disminuida emocional y psicológicamente, y la existencia en nuestros días es casi insignificante. Sólo quieres retraerte a un mundo más pequeño.
Este era mi estado mental, al menos, cuando el covid 19 comenzó a entrar en el nuevo ciclo, al principio de 2020. Como muchos, sentía que habíamos dado incontables vueltas en una cinta de Moebius de las estupideces de la posverdad, y que estábamos nuevamente presenciando el espectáculo de nuestro primer ministro escupiendo en televisión su habitual fanfarroneo: minimizando la gravedad del virus y jactándose de que había estado en un hospital —donde se atendía a pacientes con covid 19—, y que había saludado de mano a todos, sin protección, y que nada había pasado. Mientras tanto, en Estados Unidos, Donald Trump, el hombre por el que Johnson tiene una debilidad, había pasado las primeras semanas del año nuevo declarando que el virus era una farsa tramada por los medios de comunicación que quieren desacreditarlo.
Para marzo, el virus estaba cobrando vidas a un ritmo horrendo en Europa continental. Yo veía cómo los columnistas de periódicos derechistas en Gran Bretaña escribían alegremente sobre lo que estaba pasando en Italia, al tiempo que se regocijaban de que era bueno que Gran Bretaña hubiera votado por salir de la Unión Europea. Ver era todo lo que podía hacer. Estaba particularmente abatido. No era posible sentir. Quiero retraerme a un mundo más pequeño.
Conforme el virus comenzaba a ganar inercia en Gran Bretaña, veía, otra vez veía, cómo los mismos columnistas aseguraban que la estrategia de inmunidad comunitaria del gobierno, por la que se permitiría al virus propagarse entre la población hasta que se alcanzara la inmunidad en masa, era la mejor y la menos destructiva económicamente.
Veía de nuevo cómo la misma gente hacía ruidos estruendosos, aseguraban que el resto de Europa estaba exagerando, que estaríamos bien; confiaban, sobre todo, en la vieja idea de la excepcionalidad británica. Fui testigo de cómo el gobierno recurrió a los métodos del resto de Europa y negó que la inmunidad comunitaria hubiera sido alguna vez su estrategia. Vi cuando el primer ministro dio positivo al virus y fue llevado al hospital. Dejas de sentir cuando estás buscando un camino hacia un mundo más pequeño.
Vi, en cámara lenta, un choque de coches cuando Gran Bretaña se convertía, según todas las mediciones, en el país más afectado por el covid 19 en Europa. El gobierno dijo que haríamos “todo lo que haga falta” para proteger a la gente. Para agosto, algunas de las personas encargadas del país nos decían que, en realidad, morirse no era tan malo. En ese momento, se sintió como si me hubiera teletransportado, por completo, a otra dimensión.
Lo que pasa con un torrente de estupideces es que te hace sentir ajeno. Y cuando eres ajeno, empiezas a ver cosas que son enormemente absurdas y, no obstante, son aceptadas sin cuestionamiento. Te das cuenta de que gente buena ve por sus ventanas, son testigos de cómo una enfermera, una persona del servicio de limpia, un repartidor y un cajero de supermercado están apuntalando el cielo. Rehusándose a confiar en la evidencia que llega a sus ojos y oídos, las buenas personas van a las noticias buscando explicaciones que no los hagan sentir que han sido alejados, en exceso, de lo que saben: son los grandes hombres de traje los que están impidiendo que el cielo caiga sobre nosotros.
Oyes que la economía disminuyó en sólo 20% cuando toda la humanidad estaba acostada en sus sofás, pero no hay un solo reporte noticioso que se pregunte: entonces, ¿qué carajos es eso que llaman “la economía”? Y cuando por azar descubres que la Gripe española de 1918 no estuvo en los reportes noticiosos y, sin embargo, mató a millones de personas más que la Primera Guerra Mundial, sientes tu cabeza como si estuvieses nadando solitariamente y a la intemperie, y te preguntas si alguien está detrás de una enorme manipulación del mundo. ¿Quizás lo que está matando a la gente no está en las noticias?
Pero con algo como esto estás cayendo en teorías de conspiración, ¿no es así?, te dices a ti mismo. Tus ancestros son personas a quienes se les dijo que tenían que dormir más rápido porque alguien más necesitaba la almohada. Heredaste la disonancia resultado de no dormir suficiente, no entiendes el mundo, debes volver a dormir y dejar de confundirte.
Ves de nuevo. Ahí está, en las noticias: la BBC dice que es más posible que las personas de minorías étnicas mueran por covid 19, y la nota presenta esto como una cuestión genética. No obstante, la noticia parece derrumbarse ante el menor escrutinio. Te sientes todavía más seguro de que quizás lo que mata a los pobres, lo que mata al planeta, no está en las noticias.
Pero vas a terminar en el manicomio si sigues por ese camino. Tus ancestros murieron por causas extrañas. Uno murió por mordedura de una serpiente en su lengua. Otra, encorvada y apoyada en su bastón —con el peso de sus ancestros—, atravesó el yermo en busca de respuestas, y cayó en un río caudaloso, y desapareció. El tercero leyó demasiado y se volvió loco. No debes seguir ese camino.
Y, entonces, renuncias y caes en una existencia simple y primitiva. Sales al mundo para cazar tu comida, regresas, haces pan, cocinas, comes y hablas con tu hija de dos años, quien a esa edad está tratando de entender el mundo a su propia manera.
Una mañana ella está mirando por la ventana y ve un gran vehículo rojo pasando.
—¿Es un camión? —pregunta.
—Sí —le respondes.
—¡Es rojo!
Siempre se emociona al ver las cosas que cruzan por su mundo.
—Sí, es rojo —dices.
—¿No es una zanahoria?
—No, definitivamente no es una zanahoria. Una zanahoria es naranja.
—¿No es una papa?
—No, definitivamente no es una papa.
Encuentras enorme satisfacción en eso: la has ayudado a aprender algo. Y estás seguro de que el suyo es un pequeño mundo sin estupideces, sin mancha alguna de las malignas tendencias de afuera.
Otro día ella ve un libro de animales.
—¿Es un burro? —señala.
—Sí, es un burro —estás de acuerdo.
—¿No se come?
—No, no te comes un burro salvo que estés desesperado.
De nuevo hay satisfacción en ello: esto también se ha resuelto de buena manera. Ella está aprendiendo.
Otra vez, al ver a su mamá acercarse por la calle, pregunta:
—¿Es mi mamá?
—Sí, es tu mamá.
—¿No se puede comer a una mamá?
—No, no debes comerte a tu mamá. ¡Está mal comerte a tu mamá!
Durante el desayuno, una mañana, ella observa el tazón de cereal y pregunta:
—¿Es un tazón?
—Sí.
—¿No se puede comer?
—Uy, no. Te lastimaría la boca.
—No puedes comerte el tazón —dice ella—. No está bien.
—Así es, un tazón de cerámica no sabría bien.
Después, cuando te has hecho a la rutina de su confinamiento, al realizar las tareas habituales, llevándola al parque a andar en su patín del diablo, haces un descubrimiento.
Vas caminando hacia el parque cuando un camión pasa a tu lado. Viendo el camión, ella busca aclarar los hechos fundamentales.
—¿Es un camión rojo?
—Sí, es rojo.
—¿No es azul?
—No.
—¿No es verde?
—No, no es verde.
—¿No es amarillo?
—Es rojo.
—Sí.
—¿Un camión rojo grande?
—Sí, es grande y rojo.
—Es azul.
—No, es rojo.
—Es azul.
—No, no es azul.
—¡Es azul!
—¿Qué carajos?
En el parque ves a un hombre que está paseando a un bulldog que juega con una pelota. Al ver al perro, que mueve feliz su cola corta, ella recorre el camino habitual:
—¿Es una cola?
—Sí, es una cola.
—¿No es un dedo?
—No, no es un dedo.
—¡Es un dedo!
—¡Es una cola, Aya!
—¡Es un dedo!
¡Es claro que no hay dónde esconderse!
Al caminar de regreso a la casa, pasas frente a una construcción, con una grúa grande.
—¿Es una grúa? —pregunta Aya.
—Sí, es una grúa.
—¿No es un burro?
—No, no lo es.
—¡Es un burro!
—Es una grúa.
—¡Es un burro!
—¿Qué?
—¡Es un burro! —dice y se desliza alejándose en su patín.
Ves nubes como algodones en el cielo.
—Quiero comerme las nubes —dice ella.
—Cómetelas si quieres —dices, ya sin darle importancia.
—¡Glurp! —dice ella, tragándose una nube.
—Así nada más, ¿te la comiste?
—¡Sí!
—¡Uy!
Esto, al menos, lo puedes perdonar. Es sólo otra manera de ver las cosas. El covid 19 también da esa lente. Hay personas que se están muriendo, algún día saldrá en las noticias eso que las estaba matando.
Traducción del inglés por Germán Martínez Martínez
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa