Creación


Experiencia de la inscripción

Ya nos quieren correr

Cuando llegué había alrededor de 66 personas, entre hombres y mujeres. El hospital era igual que ahora. Lo único que ha cambiado es la pintura y se han renovado los techos, sobre todo donde dan consulta. Tengo entendido que un empresario construyó el hospital aunque otros dicen que el fundador es el Doctor González. Creo que le llamaron leprocomio porque había bastantes enfermitos de la lepra. Aunque no sé quién lo construyó, tengo entendido que primero le llamaron Verdecruz y luego Hospital Gonzalo González. En aquél entonces el hospital brindaba servicios de curaciones, medicina, los alimentos que siempre nos dan. Cuando llegué, el director era el Dr. Naranjo. Viviendo aquí, había ocasiones que nos trataban bien, pero a veces sí se despreocupaban de la medicina.

No pudimos tener esa vida

Nosotros no hemos buscado la enfermedad, a nosotros nos la puso Dios. Si fuéramos sanos, no estaríamos aquí. Estando sana, sin la enfermedad, tendría las manos bien, la cara bien. Pero tengo la enfermedad y nosotros no tenemos trabajo. A esta edad no se puede conseguir un trabajo. ¿Cómo vamos entonces a sobrevivir afuera? La gente de nuestras familias no tiene ni para ella. Y también ya cada cual tiene su responsabilidad. ¿Cómo van a hacerse cargo de nosotros? Si no tienen ni cómo hacerlo, ni con qué. Antes de caer en esta enfermedad, uno tenía un hogar, una vida hecha. Pero todo se fue, todo lo dejamos. Entonces, este hospital ha sido nuestro hogar, nuestro mundo.

Mi hijo nunca se enteró

Yo no tenía espejo. Trabajaba muchísimo, con las viejitas, ayudándoles en los servicios. Un buen día, por algún motivo, me encontré un espejo y me miré. Mi cara era negrita, negrita. Era el efecto de una de las pastillas que se toma en el tratamiento. Esa pastilla hace a la persona muy negrita pero al mismo tiempo le cura la enfermedad. Después de un tiempo, uno retoma el color. Entonces al mirarme al espejo me dije: Se acabó mi vida, se acabó todo. Todo, todo, todo, todo. Ya no tengo familia, no tengo a nadie. Me preguntaba: ¿Cómo voy a ir a mi tierra así, negra, me van a preguntar qué tengo? Y ahí ¿qué les digo? Entonces, mi esposo—pues, lo es ahora—me dijo: No se preocupe, va a salir del problema. Yo conozco mucho. Uno se blanquea, y no le van a quedar secuelas de la enfermedad. Esa motivación me ayudó a salir adelante.

Un paciente con derechos

 Todos ellos respondieron que sí, que ¿cómo no íbamos a ganar si nos tienen encerrados, privados de nuestra libertad como presos? Eso me ayudó a entender que el Estado debe de responder por la libertad del paciente. Porque nunca nos dijeron: Ustedes son pacientes que están con tratamiento, salgan a estudiar, salgan a trabajar. No hubo esa libertad, sobre todo antes. Los que trabajamos aquí es porque somos muy valientes. No teníamos siquiera permiso para estudiar. Eso me enerva tanto hasta ahora. Es que no querían darnos el espacio para que como pacientes nos diéramos cuenta de lo que estaba pasando, querían que siguiéramos siendo bobitos, ingenuos. Es decir, que no nos preparáramos porque íbamos a darnos cuenta de lo que estaba pasando.

La guerra

 La gente emprendía poco, trabajaba poco. No había mucha iniciativa. Pero pasaba también que, si había dinero—lo que se llamaba «masita» por ejemplo, que cuando yo llegué eran como diez sucres diarios—pues la gente se conformaba con eso. Había muchos padres de familia aquí, tenían que pagar el estudio a los hijos y ese dinero ayudaba para eso. También ayudaba para la alimentación, el vestido, un par de zapatos, etcétera. Luego la masita aumento a 300 sucres al mes. La persona que hacía algún trabajo como el que yo hacía, recibía 600 sucres, más los 300 que se recibía por persona, pues ya eran 900 sucres al mes.