Creación


Experiencia de la inscripción

Cómo era la vida afuera

Amigos se han ido. Y aunque son compañeros, yo sí considero que son una nueva familia. Porque con ellos he vivido, a ellos les tengo confianza y nos ayudamos de una u otra forma. Por eso cuando mueren, me ha dolido mucho. Moralmente es un golpe. Provoca mucha pena. Una de las cosas que más me ha dolido es que llegamos aquí con determinadas molestias y algunos han muerto y no han llegado a saber cómo era la vida afuera, después de la enfermedad.

Prohibido tener enamorado

Entonces había unas canastitas con tapa, ahí ponían la ropa y, en medio de la ropa, mandábamos las cartas. No podíamos conservar ninguna de las cartas, nos hubieran descubierto y hubiera sido terrible. Le escribía en las cartas que me gustaba, que le quería. Cuando ya se fue, le pedí que no se quedara por allá, que me buscara. Era por el amor. El amor, que es bonito, pues. Nos veíamos por las rendijitas de un portón grande. En ese tiempo, esto era un hospital y un cementerio al mismo tiempo. Porque, antes, a nadie lo enterraban afuera, todos se morían y se quedaban aquí adentro. Y, claro, cuando uno abría el portón grande, se veían sólo viejitos, y los saludábamos con las manos. Por suerte nunca nos llegaron a descubrir las cartas. Porque ¡uy!, ahí sí nos hubieran castigado.

Estábamos juntos

Por eso, creo yo, desde pequeña, la sociedad ya me tenía aislada. Yo no disfruté de la niñez ni de la juventud. No podía reunirme con otros niños para jugar, así como lo hacen todos. Me pusieron mis papacitos en la escuela. Antes, era de dos jornadas, uno iba de mañana y salía a las 12, algo así. Luego, se entraba a las dos de la tarde, nuevamente. Me fui en la mañana a la escuela, muy contenta, y volví a casa muy contenta, también. En la tarde regresé a la escuela, pero ya no pude entrar. Todos los padres de familia se habían levantado para quejarse con las autoridades, para reclamarles que una niña leprosa no podía estar junto a sus hijos, y que yo no podía estar en la escuela. Entonces, la profesora, quien era mi madrina de bautizo, ya no pudo recibirme porque había una orden de las autoridades de no hacerlo. Regresé a la casa, recuerdo, la cabeza agachada, porque yo quería aprender, yo quería hacer algo, pero la vida no me dejó. La vida me lo negó todo.

Nos decían Lázaros

¿Porque tenemos la lepra, el Hansen, como la llamen; o porque nos han llamado Lázaros, vamos a perder nuestra humanidad? No. Que se compadezcan las autoridades y restablezcan esta casa de salud y que den a conocer la historia del hospital. Ojalá la conociera el mundo entero. Y que conociendo el mundo entero nuestra vida, que tengan mejor suerte los que han de venir. Confiamos en que algún gobierno hará esa obra. Yo estoy seguro de que será una obra que nos ayude a nosotros, los enfermos de Hansen. Eso lo agradeceremos quienes ya nos hayamos ido y quienes vengan.

Divididos en pabellones

¡Qué cosas! Recuerdo que mi esposo me escribía. Él era interno en el departamento de hombres. Yo vivía en el departamento de mujeres. Él me escribía. Y yo no le contestaba, no tan pronto. Él se llamaba Carlos Pereyra. Yo no le contestaba, decía él que por lo bella que estaba lo trataba así. Me seguía escribiendo, y yo me preguntaba: ¿Qué será esto? ¿Será mentira, o, qué será? De pronto recibí una carta que decía: Esto no es mentira, es verdad. Y dije, así debe ser. Entonces, finalmente, me casé, pero no me casé aquí, sino en Quevedo. Me animé al último momento porque aquí la gente había sido muy habladora. Decían cosas de mí. Y yo no era nada de lo que las personas decían. Me dio rabia y sentimiento con esa gente y decidí que claro que podía casarme. Me puedo casar, me dije.