¿Por qué es necesario pensar hoy el paisaje frente a un mundo en clara devastación de la especie que lo habita? Para evitar abstracciones quisiera atenerme a una imagen. Se trata de una fotografía del artista contemporáneo Ramón Williams, titulada The Iceberg (2013). La composición de la fotografía es compleja, ya que nos sitúa en un lugar de extrañeza y dislocación. Aunque reconocemos su imagen, es su estructura erosionada lo que termina imponiéndose: su transversalidad nos aleja del horizonte. Sucede como si esta textura rocosa pareciera mezclarse con el agua del mar. Finalmente, es así como la interioridad y la exterioridad, el fondo y la superficie se anidan en una proximidad des-estructurante en relación con el marco que contiene la composición; en otras palabras, la imagen de Williams es lo que me gustaría llamar un paisaje sin objeto. Este paisaje prepara la posibilidad de la mirada. En efecto, este experimento con la superficie pone de manifiesto una temporalidad geológica que remite al sentido profundo de “tierra”. Solo que ahora esa profundidad es perceptible en lo aparente mismo de la distancia entre las cosas y el mundo. En el seminario tardío de Zähringen de 1973, Heidegger retoma el fragmento 1 de Parménides (“es necesario que hagas la experiencia [pithesthai] de todas las cosas”) para preparar una fenomenología de lo inaparente. Al liberar la mirada hacia la pithesthai de las cosas, otro sentido del mundo acontece.
El acontecimiento del paisaje permite el movimiento sin que los tabiques de la objetivación de las normas o los ordenamientos puedan hacer demasiado. Solo en este sentido podemos decir que la superficie rocosa de esta fotografía provee un sentido de distancia, y así, de un afuera. Esta distancia, sin embargo, ya no tiene nada que ver con un efecto de “teatralidad”. El paisaje es la parábasis contra la teatralidad de la mirada. Retornemos a la fotografía: el espectador está localizado en alguna parte, aunque no en el agua, y desde luego tampoco en la ciudad. En cierto modo, The Iceberg es un adiós a la metrópolis en el momento en que la deserción ya no es un mero anhelo, sino aquello que acontece en el espacio. Evadir la metrópolis: garantizar que, contra la determinación de un horizonte, es posible un “recorrido” hacia dentro y afuera. Este tiempo de vida fugaz y huidiza supone habitar un fragmento del mundo. Es en este fragmento donde experimento el afuera. ¿No es esto el otro lado de una época sin movimiento, esto es, más acá de la caída en la técnica y en la administración del tiempo de la vida? El paisaje extático lleva esta reducción a su ruina.
La deserción de la parálisis del mundo nos abre paso al éxtasis del paisaje. Es aquí donde me gustaría recordar una palabra que Agamenón usa para describir la especificidad trágica de su condición: lipanous. En aquel drama griego, Agamenón decía: “¿Cómo puedo yo volverme un desertor? (pōs liponaus genōmai)”. Como han explicado algunos filólogos, lipanous no es cualquier tipo de desertor, sino aquel que deserta de una embarcación. El gesto va más allá de arrojarse al abismo como reacción contra el capitán el barco, pero tampoco es la postura silente de quien resiste internamente ante un motín en un barco. El lipanous es un movimiento de exterioridad que busca la claridad en lo inaparente. Y esto significa que la tarea del desertor es facilitada por la búsqueda en el paisaje. Lo que no implica poner a prueba la capacidad de concreción del lenguaje de las cosas de la naturaleza, sino, más bien, cómo las cosas devienen irreductibles e imágenes sin objetos. Dicho de otra manera, mientras que en la metrópolis solo es posible percibir volúmenes en la unificación topológica de la cibernética, el lipanous busca un afuera desde una nueva forma de ver al mundo.
Es en este punto donde la poesía nos puede llevar hacia la autorreflexión del afuera. ¿Qué afuera? La deserción de la civilización. Jana Prikryl escribe este maravilloso verso: “Appian way, autobahn—those folks’ wildest dreams too were escape routes”. Obviamente, estos caminos civilizatorios ya no pueden organizar una fuga, pues ambas carreteras son surcos de un mundo retirado. El afuera es, ante todo, una fuerza hacia la des-civilización que el lipanous encuentra en las apariencias; ni en el mar ni en la metrópolis. Otro verso de Prikryl nos da una imagen: “with maybe a girl in evening dress waking onboard that takes vision”. El paisaje extático nos acoge en el mirar e interroga nuestra figura: ¿cómo podemos asumir una visión del claro del mundo desde nuestra propia inclinación? Ya no podemos mirar “todo”. El paisaje discrimina en su corte lo que encuentro, que, en cada caso, es experiencia en estado de gracia. La visión del lipanous es una visión exclusiva: alejada del mástil que orienta un destino, es lo que sintoniza la melodía de las cosas verdaderas (étuma).
The Iceberg, Ramón Williams