Por una gestión crítica de la cultura
La presente conferencia recorre el mapa de consideraciones y debates en torno al cual se anudan conceptualmente los dos grandes aspectos comprometidos en la propuesta del Certificado en gestión crítica de la cultura que actualmente coordino para 17, Instituto de Estudios Críticos, y que en cierto modo me ha permitido problematizar y reformular una experiencia anterior: la Especialización en gestión sociocultural, como gestión de proyectos culturales de acción social, de cuyos diseño e implementación me hice cargo en la Universidad Simón Bolívar de Caracas entre 2008 y 2015. En primer lugar, un acercamiento a la cultura que hasta cierto punto coincide con la manera en que la define Homi Bhabha (2002). Es decir: “por fuera de los objets d’art o más allá de la canonización de la ‘idea’ de estética […], como una producción desigual e incompleta de sentido y valor, a menudo compuesta de demandas y prácticas inconmensurables, producida en el acto de la supervivencia social” (212; énfasis del autor); pero, al mismo tiempo, como “matriz productiva que define lo ‘social’ y lo hace disponible de y para la acción” (43), en los márgenes confusos de “cualquier sentido profundo o ‘auténtico’ de una cultura ‘nacional’ o un intelectual ‘orgánico’” (41). Por otra parte, un interés en la crítica “como condición necesaria de aquellas prácticas [instituyentes y extradisciplinarias] que —al decir de Marcelo Expósito (2008)— operan a contrapelo de las actuales formas de gobernabilidad sin limitarse exclusivamente a señalarlas o desvelarlas, sino también extrayendo consecuencias de aquello que Foucault llamaba el ‘no querer ser gobernados de esa forma’” (17). Esas prácticas, pues, “que hoy tienen una función renovadora en el campo artístico, y no sólo en él, sino también en el conjunto de las prácticas de (re)producción económica y simbólica del capitalismo semiótico” (17), y que parecen estar menos dispuestas a “proteger la cultura en su excepcionalidad”, que a “trabajar desde la producción cultural en favor de formas de reorganización del trabajo y de la producción de los bienes comunes que sean precisamente declinables en —y articulables con— otros ámbitos de la producción social” (20).
Entre la cultura y la crítica, en tal sentido, el recorrido que quiero desarrollar aquí no deja de responder a la misma inquietud inconforme que pulsa tras el entramado alternativo de saberes fundamentales, prácticos y analíticos —a la vez transversales y situados— trazado por el certificado. Esto es: la posibilidad —o la urgencia, si se quiere— de pensar críticamente lo que podría ser hoy concebido como una gestión de intervenciones/acciones críticas de/desde la cultura. Y de pensarlo, además, no sólo —o no de manera exclusiva— a propósito del heterogéneo conjunto de actividades técnico-administrativas de mediación más o menos tempranamente profesionalizadas que integran el campo de lo que conocemos como “gestión cultural”, ni en consonancia —o no sin resistencia— con las lógicas mercantiles y las disposiciones normalizadoras que tienden a regir su desempeño en los ámbitos diversos de la empresa, la administración pública, la industria, las comunidades y las organizaciones de la sociedad civil.
Precisamente por ello, la gestión crítica de la cultura a la que apunta el certificado —y mi exposición, en consecuencia— entraña más bien una pregunta ineludible para cualquier “autor/”actor” de la cultura por completo comprometido con el dominio de su técnica y plenamente consciente de su posición como “productor”, tal cual fuera ese a cuyo trabajo Walter Benjamin (2004) le atribuía cierta potencia transformadora sobre las condiciones siempre opresivas y asimétricas de la existencia individual y social que hacen a la “oscuridad” del tiempo del cual es “contemporáneo” (Agamben, 2011). Porque es precisamente en la emergencia de esa pregunta sobreviviente —“¿qué hacer?” (Bhabha, 2002: 43)— donde podría comenzar a gestarse hoy una intervención/acción crítica de/desde la cultura. Toda vez que en ella parecen coincidir tanto una reflexión sobre “el lugar de la cultura” (Bhabha, 2002) en el presente convulso de complejas tensiones “glocales”, desplazamientos abruptos, experiencias desconcertantes y violencias indescriptibles que habitamos desde los albores del nuevo milenio, como una apuesta por los propios devenires críticos de la agencia en tanto instancia de cambio y responsabilidad menos dispuesta a sostener ideológicamente las formas hegemónicas de dominación y control social del poder, que éticamente (con)movida por las diferencias, discontinuidades, divergencias e intersticios de lo menor que señalan la apertura hacia otras maneras de ser —y de ser en común (Nancy, 2006).
I
Por una gestión cultural crítica como gestión crítica de/desde la cultura
“La crítica —escribe Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva” […]. De manera aún más radical Foucault declara: “La crítica tendría esencialmente como función la desujeción […] en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad” […]. Si al plantear esta cuestión la libertad se pone en juego, podría ser que poner en juego la libertad tenga algo que ver con lo que Foucault llama virtud, con un cierto riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el lenguaje, y que hace que el orden contemporáneo de ser sea empujado hasta su límite.
Judith Butler. “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”
[U]na lucha adecuada es aquella que busca no ya proteger la cultura en su excepcionalidad, sino más bien trabajar desde la producción cultural en favor de formas de reorganización del trabajo y de la producción de los bienes comunes que sean precisamente declinables en —y articulables con— otros ámbitos de la producción social.
Marcelo Expósito. “Introducción” al volumen colectivo Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional
1. Hace ya casi dos décadas, cuando aún resultaba indiscernible el umbral entre el agotamiento de los paradigmas que hasta bien entrado el siglo XX habían sostenido los modos de producción y las formas de articulación política de la Modernidad en Occidente, y la irrupción de las nuevas lógicas “postmodernas” que conmocionaban con el absoluto de su despliegue todos los órdenes de la vida social e individual en el planeta, Georges Yúdice (2002) introducía su reflexión acerca de El recurso de la cultura o los Usos de la cultura en la era global a través de una anécdota significativa sobre cierta reunión de especialistas en política cultural, donde se discutía el sentido de la “cultura” en términos por completo distintos a los acostumbrados por las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades abocadas a su estudio; es decir, su “razón de ser” y/o su “destinación” en el presente —como dijera alguna vez Derrida a propósito del devenir de la Universidad (1997: 117). Según relataba Yúdice, en el mencionado encuentro “una funcionaria de la UNESCO se lamentó de que la cultura se invocara para resolver problemas que antes correspondían al ámbito de la economía y la política. Sin embargo —agregó— la única forma de convencer a los dirigentes del gobierno y de las empresas de que vale la pena apoyar la actividad cultural es alegar que esta disminuirá los conflictos sociales y conducirá al desarrollo económico” (13).
En el marco de este episodio, el investigador presentaba entonces el propósito de su libro: “esclarecer e ilustrar, mediante una serie de ejemplos, de qué manera [en esta nueva época vagamente concebida como “postmoderna”] la cultura como recurso cobró legitimidad y desplazó o absorbió a otras interpretaciones de la cultura” (13). Su referencia a “la cultura como recurso”, sin embargo, tenía menos que ver con lo que Adorno y Horkheimer habían discutido a finales del siglo pasado en torno a la instrumentalización de los productos culturales como mercancía apresada por las lógicas de la industria y el consumo, que con “el eje de un nuevo marco epistémico donde la ideología y buena parte de lo que Foucault denominó sociedad disciplinaria (por ejemplo, la inculcación de normas en instituciones como la educación, la medicina, la psiquiatría, etc.) son absorbidas dentro de una racionalidad económica o ecológica, de modo que en la ‘cultura’ (y en sus resultados) tienen prioridad la gestión, la conservación, el acceso, la distribución y la inversión” (13). Algunas páginas después, en el primer capítulo del volumen, explicaba su tesis con más detenimiento:
En este libro, mi argumento es que el papel de la cultura se ha expandido de una manera sin precedentes al ámbito político y económico, al tiempo que las nociones convencionales de cultura han sido considerablemente vaciadas. En lugar de centrarse en el contenido de la cultura —esto es, el modelo de enaltecimiento (según Schiller o Arnold) o el de distinción o jerarquización de clases (según Bourdieu) que ofrecía en sus acepciones tradicionales, o su más reciente antropologización como estilo de vida integral (Williams) conforme a la cual se reconoce que la cultura de cada uno tiene valor— tal vez sea más conveniente abordar el tema de la cultura en nuestra época, caracterizada por la rápida globalización, considerándola como un recurso. Permítaseme dejar de lado, por el momento, la obligada referencia al análisis de Heidegger del recurso en cuanto reserva disponible [Bestand] y las innumerables discusiones sobre la globalización. Retomaré esos temas más adelante, pero lo que me interesa destacar desde un principio es el uso creciente de la cultura como expediente para el mejoramiento tanto sociopolítico cuanto económico, es decir, para la participación progresiva en esta era signada por compromisos políticos declinantes, conflictos sobre la ciudadanía (Young, 2000) y el surgimiento de lo que Jeremy Rifkin (2000) denominó ‘capitalismo cultural’. La desmaterialización característica de muchas nuevas fuentes de crecimiento económico […] y la mayor distribución de bienes simbólicos en el comercio mundial […] han dado a la esfera cultural un protagonismo mayor que en cualquier otro momento de la historia de la modernidad. Cabría aducir que la cultura se ha convertido simplemente en un pretexto para el progreso sociopolítico y el crecimiento económico, pero aun si ese fuera el caso, la proliferación de tales argumentos en los foros donde se discuten proyectos tocantes a la cultura y al desarrollo locales, en la UNESCO, en el Banco Mundial y en la llamada sociedad civil globalizada de las fundaciones internacionales y de las organizaciones no gubernamentales, han transformado lo que entendemos por el concepto de cultura y lo que hacemos en su nombre. (23-24; énfasis del autor)
Yúdice no pretendía desconocer, sin duda, que la cultura siempre ha tenido connotaciones políticas e implicaciones económicas. Señalaba, más bien, que lo que parecía imponerse como una nueva racionalidad indisociable de los procesos de la globalización, y en consonancia con el debilitamiento de los Estados nacionales, la expansión del mercado y de los flujos transnacionales del capital y la proliferación de nuevas formas de vida y articulación social, era una concepción distinta de su sentido —su “razón de ser” y su “destinación”. Una concepción “utilitaria”, que la subsumía como “reserva disponible” para resolver las demandas económicas y políticas del presente, y sobre cuyos “usos” se orientaban ahora el diseño de políticas culturales y la implementación de programas y proyectos cónsonos con sus mandatos a nivel glocal. Según el autor, además, la emergencia de esta concepción distinta de la cultura se verificaba en las nuevas funciones técnico-administrativas de las instancias llamadas a mediar “entre las fuentes de financiación, por un lado, y los artistas y las comunidades, por el otro” (26-27). Así como también en la preeminencia que adquiría en este contexto esa práctica que apenas había iniciado su propio proceso de profesionalización en los pasados años ’90: la “gestión cultural”, a veces más inclinada a la promoción y difusión de las industrias culturales o al fortalecimiento del mercado y el consumo de bienes simbólicos, y a veces más concentrada en el establecimiento de espacios de tolerancia y modelos de bienestar social tendentes a asegurar las condiciones de “paz” imprescindibles para el pleno desarrollo del capital.
Por supuesto, tanto la gestión cultural así concebida, como esta nueva definición de la cultura como recurso que tiende a apuntalar las agendas que organizan el heterogéneo campo de su desempeño, no dejan de suscitar resistencias y cuestionamientos. Con tal propósito, por ejemplo, en un artículo titulado “Crítica de la gestión cultural pura” (2006), José Luis Castañeira de Dios despliega un recorrido histórico que ubica la emergencia de esta práctica como deriva profesional vinculada con diversas disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades hacia la última década del siglo XX. Es decir, poco tiempo después de la implementación de las políticas culturales del Estado francés posteriores a la Segunda Guerra Mundial y de los severos cuestionamientos enarbolados en los años ’60 contra su apuesta por una intervención gubernamental en la cultura dispuesta a rearticular lo social en torno a un cierto ideario, liberal y burgués, de ciudadanía. “Nacida a la luz de las experiencias estatistas francesas de la postguerra”, asevera el autor, “la gestión cultural se instala como disciplina académica formal en los ’90, tras la caída del Muro y el anuncio del fin de la historia” (79). Por esta razón, continúa, “su estructura de base incluye las principales certezas de esa nueva era: la fe en la ciencia económica como reguladora de las relaciones sociales, el respeto a la diversidad —surgido como mea culpa europeo después de dos siglos de racismo y construido sobre los esqueletos de 40 millones de muertos— y la creencia en un marco legal universal que hiciera posible toda suerte de transacciones en un mundo ligado por la tecnología comunicativa” (79). En este orden de ideas, y luego de diferenciar las distintas funciones que van modulando el ejercicio de la “gestión cultural” en los países de tradición hispánica, desde el establecimiento de un modo de vida democrática en la España post-franquista, hasta la redefinición de las relaciones de dependencia cultural con los países hispanoamericanos en un nuevo discurso de “integración” y “cooperación” para el desarrollo, expresa lo que sería su crítica radical:
Es necesario reaccionar contra la lectura mercantilista de la actividad cultural de una sociedad y de la creación en general. Como la religión, la cultura es lo que Huizinga llamó una finalidad sin fin, un en sí y no un para sí. Constituye la expresión del mundo de valores que organiza toda forma de nucleamiento social y no requiere otra justificación ante la sociedad que la misma actividad y sus productos, las obras de arte. Puede ser una estrategia para discutir con insensibles ministros de Economía; pero no puede llegar a convertirse en una convicción y mucho menos en una justificación. Hay que romper esa lógica desde el campo de la creación, desde los ámbitos profesionales y desde la misma gestión. Y devolverle el rol que la misma gente le da: su invalorable aporte para la creación de identidad. (92)
Por su parte, de cara a la tesis de Yúdice, y de acuerdo con las consideraciones de Castañeira de Dios, en un trabajo más reciente Paola de la Vega (2020) se inclina por apostarle a una “gestión cultural crítica”. Esto es: una gestión cultural que, consciente de “las relaciones de poder que atraviesan su emergencia” (111), consiga “repolitizar” las prácticas vinculadas con su ejercicio, en lugar de ponerlas al servicio del mandato de despolitización que impone sobre ellas la lógica administrativo-empresarial propia del neoliberalismo hegemónico en el Occidente glocal. Y ello a fin de, desde esa otra posición, “proponer un análisis para el desarrollo de métodos y herramientas situadas, contextualizadas y capaces de problematizar un orden racional-técnico de este campo en construcción” (111).
Al igual que Castañeira de Dios, De la Vega insiste en explicar que “la aparición de la gestión cultural en América Latina no fue espontánea ni neutra; se trata de una categoría que emerge de forma más bien tenue y ambigua en los ochenta, y cobra fuerza a partir de la década de los noventa, en plena consolidación de proyectos neoliberales y programas de ayuda al desarrollo promovidos por la cooperación española” (111). Y añade: “En términos foucaultianos, como tecnología de gobierno de la conducta […] la gestión cultural es interiorizada como una herramienta tecnocrática neoliberal, funcional tanto a proyectos modernizadores de Estado que tienen como uno de sus vectores a la cultura, como al afianzamiento de las industrias culturales” (111-112). En este sentido, según la autora, “[l]os nuevos tecnócratas institucionales acogieron lenguajes y parámetros con los que debían comenzar a operar los gestores culturales autónomos, de base comunitaria, artistas independientes, organizaciones barriales, etc.” (120). Y, en este sentido:
Una de las deudas fundamentales de las investigaciones en gestión cultural es la revisión de experiencias simbólicas localizadas de los pueblos afro e indígenas, formas de activismo, educación y comunicación popular, y dinámicas económicas, de organización y trabajo, como planos fundamentales de las discusiones actuales sobre una epistemología de la gestión cultural latinoamericana que descentre el relato tecnocrático neoliberal de la “gestión”. Diversos posicionamientos sobre el trabajo de acción cultural, en el que se situaron agentes del campo a partir de los años sesenta […] como la militancia cultural, el activismo, la animación, la promoción, la difusión cultural, entre otras, corresponden a experiencias que entrecruzan lo comunitario, la crítica institucional, la toma de espacios públicos, las pedagogías liberadoras y las propuestas estético-políticas, con fines de transformación social y emancipación. (120-121)
No obstante, según advertía Yúdice, pensar la dimensión utilitaria de lo cultural tal como se concibe en la era global “como una perversión de la cultura o una reducción cínica de los modelos simbólicos o los estilos de vida a la ‘mera política’” (41), en función del pleno desarrollo de las nuevas lógicas del capital y del modelo neoliberal que las impulsa, suele entrañar “un deseo nostálgico o reaccionario de restaurar el alto lugar que le cabe a la cultura, presumiblemente desacreditada por los filisteos que no creen en ella en absoluto” (41); es decir, un deseo como el que trasluce la crítica radical de Castañeira de Dios, y del que tampoco consigue deslastrarse del todo la proposición de De la Vega.
Por el contrario, Yúdice proponía “establecer una genealogía de la transformación de la cultura en recurso” e interrogar lo que ello significa para nuestro período histórico” (41); puesto que, más allá de todo gesto voluntarista, “[l]a cultura en cuanto recurso es el principal componente de lo que podría definirse como una episteme posmoderna” (45). Esto es: “una cuarta episteme basada en una relación entre las palabras y el mundo que se inspira en las epistemes anteriores —semejanza, representación e historicidad [según fueron descritas por Michel Foucault]—, recombinándolas, sin embargo, de tal modo que den cuenta de la fuerza constitutiva de los signos” (46). Al respecto, en lugar de referirse a “esta fuerza constitutiva como simulacro, es decir, un efecto de la realidad fundada en la ‘precesión del modelo’”, según la había definido Jean Baudrillard, el autor prefería concebirla como “performatividad”, ya que este término “alude a los procesos mediante los cuales se constituyen las identidades y entidades de la realidad social por reiteradas aproximaciones a los modelos (esto es, a la normativa) y también por aquellos ‘residuos’ (‘exclusiones constitutivas’) que resultan insuficientes” (46). Así, pues, esta performatividad de la cultura decidía el anudamiento entre el sujeto y la sociedad; y en torno a ella, además, se tramaban los espacios de negociación entre las fuerzas heterogéneas de lo social que hacían a la posibilidad de lo común:
El sujeto y la sociedad se hallan conectados por fuerzas performativas que operan, por un lado, para “refrenar” o hacer converger las muchas diferencias o interpelaciones que constituyen y singularizan al sujeto, y por otro, para rearticular la ordenación más amplia de lo social. Tanto los individuos como las sociedades son campos de fuerza que constelan la multiplicidad. Según Butler, la tensión entre estas fuerzas o “leyes” permite a los individuos-en-cuanto-constelaciones cambiar y no conformarse a las circunstancias. Empero, los contornos de lo social permanecen. (47)
2. “Más allá de todo gesto voluntarista”, sin embargo, y al margen de cualquier “deseo nostálgico o reaccionario de restaurar el alto lugar que le cabe a la cultura”, el hecho de reconocer el funcionamiento hegemónico de la nueva episteme señalada por Yúdice no tendría por qué suponer la aceptación plena de sus lógicas, ni la obediencia irrestricta a sus mandatos. Por el contrario, y precisamente de cara a los sucesivos impasses que atraviesan nuestra experiencia del presente desde los albores del nuevo milenio, de maneras cada vez más rotundas e inesperadas, parecería más bien urgente volver a pensar la potencia de la cultura como lugar de respuesta crítica. Así como sería importante también, frente a lo pretendidamente “irremediable” de una absoluta normalización (biopolítica) de las tensiones que se juegan en su expresión, no renunciar a la posibilidad de que esa respuesta, en lo que pudiera tener de “excesiva y desbordante” (Expósito, 2008: 17; énfasis del autor), sea capaz de inscribir de nuevo entre nosotros “una vida” (Deleuze, 2007), como eso que “de algún modo está fuera (más allá) de control” (Bhabha, 2002: 29; énfasis del autor).
Porque, en efecto, como señala Homi Bhabha (2002), “[n]uestra existencia hoy está marcada por un tenebroso sentimiento de supervivencia, viviendo en las fronteras del ‘presente’, para lo cual no parece haber otro nombre adecuado que la habitual y discutida versatilidad del prefijo ‘pos’: posmodernismo, poscolonialismo, posfeminismo”; un “momento de tránsito donde el espacio y el tiempo se cruzan para producir figuras complejas de diferencia e identidad, pasado y presente, adentro y afuera, inclusión y exclusión” (17). De igual modo, Jorge Alemán (2012) se refiere a la sin salida de esta “época del Otro que no existe”, como un tiempo en que “han crujido y se han tambaleado todos los ‘semblantes’ del Padre, la autoridad, el orden simbólico [y en que] los vínculos sociales han ingresado en un proceso de licuefacción”, a lo cual se suma, en su opinión, “la marcada presencia del goce autoerótico del objeto técnico, el declive del aura de las instituciones y sus figuras profesionales, las distintas prácticas de goce como nuevas marcas de identidad y agrupamiento” (26); un tiempo, pues, de absoluta “servidumbre voluntaria” al poder “que funciona regido por la Técnica y el Capital y que ha alcanzado un orden capaz de subsumir a los cuerpos y a las subjetividades en la forma mercancía” (27). Y, por su parte, Alain Badiou (2004) denuncia categóricamente lo que en la actualidad tiende a ser una suplantación cínica de la ética, sobre cuya apuesta subjetiva por y hacia la vida, se impone cierto principio de indiferencia neoconservadora, narcisista y tanática frente a la muerte del otro: “la primacía de la moral sobre la política; la certeza de una superioridad del Occidente burgués sobre todo lo demás; la existencia de una supuesta ‘naturaleza humana’, y los ‘derechos’ que le son asociados; el anticomunismo vulgar; la evidencia verdaderamente totalitaria de la excelencia del capitalismo y de su forma política usual: el parlamentarismo. Y finalmente, el vasallaje de la filosofía, que abdica de toda función crítica, frente al orden mundial establecido” (11-12). Y todo ello sin que una izquierda hoy coagulada por la solución totalitaria de sus diversas realizaciones históricas y/o en gran medida cómplice del mismo orden del capitalismo mundial, esa izquierda que en otros momentos de la historia orientó nuestro principio de esperanza hacia el porvenir libertario de una transformación, parezca representar ya ninguna alternativa.
En este sentido, aunque para Boris Buden (2008) lo “típico en la situación actual” es que “ni somos capaces de experimentar nuestro tiempo como crisis, ni intentamos devenir sujetos mediante el acto de la crítica” (178), la apuesta por una gestión crítica de/desde la cultura compromete un acercamiento a la cultura —es decir, recordemos, tanto “una producción desigual e incompleta de sentido y valor, a menudo compuesta de demandas y prácticas inconmensurales” (Bhabha, 2002: 212), cuanto “una matriz productiva que define lo ‘social’ y lo hace disponible como un objetivo de y para la acción” (43)— precisamente en función de su vínculo con la crítica —“como condición necesaria de aquellas prácticas [instituyentes y extradisciplinarias] que operan a contrapelo de las actuales formas de gobernabilidad sin limitarse exclusivamente a señalarlas o desvelarlas, sino también extrayendo consecuencias de aquello que Foucault llamaba el ‘no querer ser gobernados de esa forma’ […], que hoy tienen una función renovadora en el campo artístico, y no sólo en él, sino también en el conjunto de las prácticas de (re)producción económica y simbólica del capitalismo semiótico” (Expósito, 2008: 17). Y, en este sentido, no sólo se refiere a una “gestión cultural” redefinida como “gestión cultural crítica”, sino también al carácter “productor” de toda intervención/acción asumida de/desde la cultura hoy. Esto es: como respuesta/propuesta crítica y creativa de resistencia, reconocimiento y emancipación. Toda vez que la crítica, en lo que podemos abstraer de sus muchas derivas, no deja de apuntar a “la interpelación de todas las formas de autoridad, lenguaje y deseo, con miras a la adopción posible de formas renovadas”, según afirma Benjamín Mayer (2021: 4). Es, por ende, tanto deconstructiva como subjetivante e instituyente (5).
En su texto, “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault” (2008), Judith Butler sugiere al respecto que “[l]a contribución de Foucault a lo que parece ser un impás en la teoría crítica y postcrítica de nuestro tiempo es precisamente pedirnos que repensemos la crítica como una práctica en la que formulamos la cuestión de los límites de nuestros más seguros modos de conocimiento” (147). En ello, Butler reconoce lo que para Foucault es una “virtud”; es decir, una cualidad correspondiente a cierta ética de la existencia —“Foucault”, puntualiza la autora, “significativamente, emparenta esta exposición del límite del campo epistemológico con la práctica de la virtud, como si la virtud fuese contraria a la regulación y al orden, como si la virtud misma se hubiera de encontrar en el hecho de poder en riesgo el orden establecido” (147). Y, al respecto, destaca como fundamental el anudamiento ético —y, en consecuencia, verdadero— entre el pensamiento y la vida que hace de la crítica, para Foucault, una dimensión del cuidado de sí y de las posiciones deseantes del sujeto, allí donde no responde ya a las formas de sujeción que el poder impone sobre sus discursos y sus actos:
“La crítica —escribe Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva” […]. De manera aún más radical Foucault declara: “La crítica tendría esencialmente como función la desujeción […] en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad” […]. Si al plantear esta cuestión la libertad se pone en juego, podría ser que poner en juego la libertad tenga algo que ver con lo que Foucault llama virtud, con un cierto riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el lenguaje, y que hace que el orden contemporáneo de ser sea empujado hasta su límite. (pp. 157-158)
Según Butler, por esta razón, en su conocida conferencia “¿Qué es la crítica?” Foucault le atribuye a la crítica la capacidad de empujar al “orden contemporáneo […] hasta su límite”, a través de lo que ella acarrea de “cierto riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el lenguaje”. De esta manera, el lenguaje desplegado desde una posición crítica —y la cultura misma, en consecuencia, como espacio de significación—, deja de ser el dispositivo por antonomasia para la imposición de los modelos que traman la “servidumbre voluntaria” de los sujetos según los poderes que rigen lo social, para transformarse en el acontecimiento primero de desujeción a partir del cual sería posible imaginar otra forma de ser —y de ser en común (Nancy, 2006). En ello, entonces, tanto Foucault como Butler coinciden con la lectura que hace Maurizio Lazzarato de Bajtin:
Sólo la fundación ética del lenguaje (aunque en Bajtin se debería hablar de la enunciación) en el acontecimiento de su continua creación puede permitirnos salir de la autorreferencialidad del lenguaje. Si la producción posfordista tiende a identificarse con la producción “lingüística”, entonces es necesario vérselas en gran medida con esta fantástica anticipación bajtiniana, según la cual la estructura se revierte en creación continua de nuevas formas de vida y de expresión, y la valoración estética, política, ideológica (y no la dimensión lógico-denotativa) es el fundamento de la relación mundo-lenguaje. El concepto de trabajo vivo puede quizá encontrar aquí una definición de “fuerza activa” en la constitución del medio ambiente, del producto y de las “relaciones ideológicas” que en la economía de la información, definitivamente, “se ponen a trabajar”. (p. 41)
El sujeto así constituido —es decir, constituido en el marco de un acto crítico de reflexión y de lenguaje— sostiene su existencia sobre lo que Jorge Alemán (2012) interpreta, en términos lacanianos, como un nuevo tipo de “Voluntad” que es, en realidad, un “deseo decidido”. Esto es: un deseo que, sólo él y porque fundado en una lógica del “no-Todo” y desasido de cualquier recurso a la identificación con un significante “Amo” que obture su propia incompletitud e inconsistencia, deviene capaz de “invent[ar] retroactivamente su causa” (48). Este sería, por supuesto, el sujeto llamado a intervenir/actuar como “productor” en el campo expandido de una gestión crítica de/desde la cultura. Un sujeto dispuesto, pues, a asumir la fuerza performativa de la cultura a conciencia de la potencia subjetivante e instituyente —la potencia crítica— de sus prácticas desde la responsabilidad virtuosa de su propio “deseo decidido”.
II
Más allá de la máquina cultural: el lugar de la cultura y los devenires críticos de la agencia en tiempos de postautonomía
[E]l crítico debe intentar comprender plenamente, hacerse responsable de los pasados no dichos, no representados, que habitan el presente histórico.
Nuestra tarea sigue siendo, empero, mostrar cómo la agencia histórica se transforma mediante el proceso de significación; cómo los hechos históricos son representados en un discurso que de algún modo está fuera (más allá) de control.
Homi K. Bhabha. El lugar de la cultura
[A]l hablar de una condición postautonómica de la literatura contemporánea, […] no nos referimos exclusivamente a rasgos formales o estilísticos, sino a la fractura de una ideología moderna que le asignaba a la literatura (a la estética en general) una función superior o excepcional en la organización ya sea de los relatos sociales de subjetivación, o incluso en los contra-relatos modernos de la transgresión.
Tal vez podríamos hablar de la condición postautonómica del trabajo cultural en términos más amplios, en la intersección entre nuevas formas laborales, creación de estilos de vida y redes de sociabilidad e intervención política.
Julio Ramos. “Vida y crítica. Un diálogo con Julio Ramos”
1. En el último capítulo de su libro La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas (2007), Beatriz Sarlo propone una definición de la cultura como máquina de “ideas, prácticas, configuraciones de la experiencia, instituciones, argumentos y personajes”, que le permite recuperar algunos episodios de la cultura nacional argentina del siglo XX, que traslucen las diferentes posiciones de su agencia en la trama de lo social:
Este libro intentó mostrar el funcionamiento de una máquina cultural, que produjo ideas, prácticas, configuraciones de la experiencia, instituciones, argumentos y personajes. No es una máquina perfecta, porque funciona dispendiosamente, gastando muchas veces más de lo necesario, operando transformaciones que no están inscritas en su programa, sometiéndose a usos imprevistos, manejada por personas no preparadas especialmente para hacerlo. Me he ocupado, como lo indica el título, de una maestra, de una traductora y de un grupo de jóvenes vanguardistas. Cada uno de ellos estableció con la máquina cultural relaciones diferentes: de reproducción de destrezas, imposición y consolidación de un imaginario (la maestra); de importación y mezcla (la traductora); de refutación y crítica (los vanguardistas). (p. 207)
Cada uno de los episodios reconstruidos en el libro de Sarlo dan cuenta de la heterogeneidad de discursos y lugares de enunciación que se traman en la historia cultural de la Argentina del siglo XX: el de la maestra que, en un acto de obediencia ciega a los valores del proyecto civilizatorio de la primera modernización en el país, se excede en la acción higienista sobre sus estudiantes en una escuela rural a principios de siglo; el de la traductora —Victoria Ocampo—, que despliega una amplia labor de divulgación y difusión cultural entre Europa y Argentina, más allá de los condicionamientos de género y de clase que prefiguraban otros destinos posibles para una mujer de la alta oligarquía nacional, aunque no por ello consiga identificar las desigualdades que ese intercambio al que aspira supone; y la del gesto que problematiza las relaciones entre estética y política atribuido a un grupo de cineastas argentinos de vanguardia durante los años setenta. Lo que me interesa destacar es que cada una de estas intervenciones culturales no desdice de las otras. Por el contrario, cada una de ellas consigue un espacio de actuación. Sobre todo, porque eso a lo que Sarlo apunta es a lo que sería la máquina de una cultura nacional (la cultura argentina del siglo XX), que cuenta con sus propias especificidades en otros países de América Latina.
Sin embargo, sabemos, como señala Homi Bhabha (2002), que esta máquina tiene fisuras, zonas de olvido y de silenciamiento y espacios en pugna que no necesariamente se resuelven en ninguna síntesis tranquilizadora. Zonas de las que, desde una perspectiva contemporánea como la que interesa a los estudios postcoloniales, emergen otras formas de significación atravesadas por lo que Bhabha define precisamente como una lógica de la “supervivencia social”; y que, para Bhabha, constituyen un aspecto fundamental a tener en cuenta en los nuevos escenarios glocales de la postmodernidad.
Sin duda, una gestión crítica de la cultura no puede desconocer que, en el conjunto heterogéneo y discontinuo de las elaboraciones simbólicas e imaginarias de la máquina cultural existen también otras expresiones que dan cuenta de esas desigualdades que hacen aún más ineludible la múltiple correspondencia entre la cultura y lo social. Bhabha afirma, al respecto:
En este sentido saludable, un rango de teorías críticas contemporáneas sugiere que aprendemos nuestras más duraderas lecciones de vida y pensamiento de quienes han sufrido la condena de la historia: subyugación, dominación, diáspora, desplazamiento. Hay incluso una creciente convicción de que la experiencia afectiva de la marginalidad social (tal como emerge en formas culturales no canónicas) transforma nuestras estrategias críticas. Nos obliga a confrontar el concepto de la cultura por fuera de los objets d’art o más allá de la canonización de la “idea” de estética, para comprometerse con la cultura como una producción desigual e incompleta de sentido y valor, a menudo compuesta de demandas y prácticas inconmensurables, producida en el acto de la supervivencia social. La cultura trata de crear una textualidad simbólica, de modo de darle a la cotidianidad alienante un aura de individualidad, una promesa de placer. La transmisión de las culturas de supervivencia no tiene lugar en el musée imaginaire ordenado de las culturas nacionales con sus reclamos de continuidad de un “pasado” auténtico y un “presente” vivo, ya sea que esta escala de valores sea preservada en las tradiciones “nacionales” organicistas del romanticismo o dentro de las proporciones más universales del clasicismo. (p. 212; énfasis del autor)
Y, al respecto, propone pensar la cultura no en términos epistemológicos sino en función de los actos enunciativos capaces de visibilizar y hacer sensible en la cultura esos procesos de desigualdad y confrontación que pulsan en los márgenes de la máquina cultural:
La racionalidad mínima, como la actividad de articulación encarnada en la metáfora lingüística, altera al sujeto de la cultura llevándolo de una función epistemológica a una práctica enunciativa. Si la cultura como epistemología se concentra en la función y la intención, entonces la cultura como enunciación se concentra en la significación y la institucionalización; si lo epistemológico tiende hacia un reflejo de su referente u objeto empírico, lo enunciativo intenta repetidamente reinscribir y relocalizar el reclamo político a la prioridad cultural y la jerarquía (alto/bajo, nuestro/de ellos) en la institución social de la actividad significante. Lo epistemológico está encerrado en el círculo hermenéutico, en la descripción de elementos culturales en tanto tienden hacia una totalidad. Lo enunciativo es un proceso más dialógico, que intenta rastrear desplazamientos y realineamientos que son los efectos de antagonismos y articulaciones culturales, subvirtiendo la razón del momento hegemónico y reubicando sitios alternativos híbridos de la negociación cultural. (p. 218; énfasis del autor)
2. Poco antes de morir, y en un texto que después de circular en varias versiones llegaría a formar parte de su último libro (Aquí América Latina. Una especulación, Buenos Aires: Eterna cadencia, 2010), la crítica e investigadora de la literatura y la cultura latinoamericanas Josefina Ludmer (2009) se interrogaba acerca de las nuevas categorías de lectura a la que nos obligaba ese cambio radical en la noción de lo literario que suponía el nuevo milenio. Una noción a la cual hacía referencia con el término de “literaturas postautónomas”. Introducía, entonces, su reflexión de la siguiente manera: “Estoy buscando territorios del presente y pienso en un tipo de escrituras actuales de la realidad cotidiana que se sitúan en islas urbanas […] , en estos textos los sujetos definen su identidad por su pertenencia a ciertos territorios” (p. 41). A continuación, afirmaba: “Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan locamente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ese es precisamente su sentido” (p. 41). Y seguía:
Imaginemos esto. Muchas escrituras del presente atraviesan la frontera de la literatura [los parámetros que definen qué es literatura] y quedan afuera y adentro, como en posición diaspórica: afuera pero atrapadas en su interior. Como si estuvieran ‘en éxodo’. Siguen apareciendo como literatura y tienen el formato libro (se venden en librerías y por Internet y en ferias internacionales del libro) y conservan el nombre del autor (se los ve en televisión y en periódicos y revistas de actualidad y reciben premios en fiestas literarias), se incluyen en algún género literario como ‘novela’, y se reconocen y definen a sí mismas como ‘literatura’.
Aparecen como literatura pero no se las puede leer con criterios o categorías literarias como autor, obra, estilo, texto, y sentido. No se las puede leer como literatura porque aplican ‘a la literatura’ una drástica operación de vaciamiento: el sentido (o el autor, o la escritura) queda sin densidad, sin paradoja, sin indecidibilidad, “sin metáfora”, y es ocupado totalmente por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son ficción y realidad.
Representarían a la literatura en el fin del ciclo de la autonomía literaria, en la época de las empresas transnacionales del libro, o de las oficinas del libro en las grandes cadenas de diarios, radios, TV y otros medios. Este fin de ciclo implica nuevas condiciones de producción y circulación del libro que modifican los modos de leer. Podríamos llamarlas escrituras o literaturas postautónomas. (pp. 41-42)
Lo que Ludmer expone de cara a la literatura bien podría extenderse a lo que Reinaldo Laddaga (2006) interpreta como un momento de transformación radical del régimen de las artes que coincide con el desvanecimiento de los Estados nacionales y la emergencia de otras formas de recomponer lo social, que suponen también nuevas maneras de asumir críticamente el trabajo cultural. En este sentido, se refiere a “otra cultura de las artes”:
El punto de partida de este libro es la certidumbre de que en el presente nos encontramos en una fase de cambio de cultura en las artes comparable, en su extensión y profundidad a la transición que tenía lugar entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Comparable, entonces, a la fase de emergencia de esa configuración cultural (ese conjunto articulado de teorías explícitas y saberes tácitos, instituciones y rituales, formas de objetividad y tipos de práctica) de la modernidad estética, que se organizaba en torno a las diversas figuras de la obra como objetivo paradigmático de prácticas de artista que se materializaban en la forma del cuadro o del libro, que se ponían en circulación en espacios públicos de tipo clásico y se destinaban a un espectador o un lector retraído y silencioso, al cual la obra debía sustraer, aunque no fuera sino por un momento, de su entorno normal, para confrontarlo con la manifestación de la exterioridad del espíritu o el inconsciente, la materia o lo informe. Esta configuración se desplegaba al mismo tiempo (y en los mismos lugares) que lo hacían las formas de organización y asociación de esa modernidad que Foucault llamaba “disciplinaria”: modernidad del capitalismo industrial y el Estado nacional. Por eso no es casual que ambas cosas entraran en crisis a la vez, hace unas tres décadas, cuando se extenuaba el impulso de las últimas vanguardias, la aparición de nuevas formas de subjetivación desbordaba las estructuras organizativas del Estado social y el capitalismo de gran industria entraba en un período de turbulencia. (pp. 7-8)
Asimismo, según Laddaga, “[t]ampoco es casual que fuera precisamente al mismo tiempo que se iniciaba un nuevo ciclo global de protestas (en la primera mitad de la década pasada), cuando, en diversos focos del globo, comenzaba a esbozarse otra configuración, que apuntaba a renovar, tras el impasse del posmodernismo ‘realmente existente’, la capacidad de las artes para proponerse como un sitio de exploración de las insuficiencias y potencialidades de la vida común en un mundo histórico determinado” (p. 8). En ese momento, Laddaga identifica la emergencia de “otra cultura de las artes”, después de la modernidad y como respuesta crítica a las circunstancias cambiantes de la vida que supone la globalización, así como a las nuevas violencias que imprime sobre lo común:
Por entonces, un número creciente de artistas, escritores o músicos comenzaba a diseñar y ejecutar proyectos que suponían la movilización de estrategias complejas. Estos proyectos implicaban la implementación de formas de colaboración que permitieran asociar durante tiempos prolongados (algunos meses como mínimo, algunos años en general) a números grandes (algunas decenas, algunos cientos) de individuos de diferentes proveniencias, lugares, edades, clases, discisplinas; la invención de mecanismos que permitieran articular procesos de modificación de estados de cosas locales (la construcción de un parque, el establecimiento de un sistema de intercambio de bienes y servicios, la ocupación de un edificio) y de producción de ficciones, fabulaciones e imágenes, de manera que ambos aspectos se reforzaran mutuamente; y el diseño de dispositivos de publicación o exhibición que permitieran integrar los archivos de estas colaboraciones de modo que pudieran hacerse visibles para la colectividad que las originaba y constituirse en materiales de una interrogación sostenida pero también circular en esa colectividad abierta que es la de los espectadores y lectores potenciales. Un número creciente de artista y escritores parecía comenzar a interesarse menos en construir obras que participar en la formación de ecologías culturales. (pp. 8-9)
A lo cual añade:
Este libro querría proponer algunos elementos para una lectura de esta reorientación de las artes. De esta transición en el curso de la cual un número creciente de artistas reaccionan al evidente agotamiento del paradigma moderno (y a la insuficiencia de esa clase de respuestas que identificábamos como posmodernas) realizando una metabolización selectiva de algunos de sus momentos: la demanda de autonomía, la creencia en el valor interrogativo de ciertas configuraciones de imágenes y de discursos; la voluntad de articular estas configuraciones con la exploración de “la substancia y la significación de la comunidad” […]. Esta exploración, para los artistas y escritores en cuyo trabajo me detendré, implica abandonar la mayor parte de los gestos, las formas, las operaciones heredada de esa cultura de las artes que se había constituido a partir de los últimos años del siglo XVIII, y que se había mantenido, extendido, profundizado en un movimiento más o menos continuo (aun cuando estuviera tejido de rupturas) hasta ese otro momento, hace un cuarto de siglo […], cuando se debilitaba la figura de la Obra “como monumento personal, objeto loco de investimiento total, cosmos personal: piedra construida por el escritor a lo largo de la historia” y se volvía evidente que el universo moderno de las letras se encontraba en vías de disipación.
Y esta disipación no era un fenómeno aislado: había desarrollos paralelos en las artes de la imagen y el sonido, pero también en otras regiones del universo social. Porque ésos eran los años en los que las instituciones, las prácticas y las ideas que habían definido el universo de las disciplinas, como decía Foucault, o del “gobierno por socialización”, según la expresión de Nicholas Rose, perdían gradualmente su capacidad de estructurar las formas de la vida común. El proceso de desborde de ese universo y de lenta construcción de otro (por el debilitamiento de la soberanía de los Estados nacionales, por la multiplicación de las formas de ciudadanía compleja, por la constitución de redes transnacionales de activismo o de protesta, por la diversificación de las conexiones) es lo que solemos llamar globalización. (pp. 9-10; énfasis del autor)
III
“Hacerse cargo”: interpelación y responsabilidad
Pero ¿qué ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Aquí me gustaría proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente.
Giorgio Agamben. “¿Qué es lo contemporáneo?”
Aun cuando los pueblos estén expuestos a desaparecer, aun cuando nos demos cuenta, frente a la historia, de que ‘no hay límite a la destrucción del hombre’, no tendríamos que dejar de asumir, pese a todo, la simple responsabilidad consistente en organizar nuestra espera para esperar ver —para reconocer— a un hombre. Y eso, a despecho de todo el pesimismo hacia el que la historia no cesa de llevarnos.
Georges Didi-Huberman. Pueblos expuestos, pueblos figurantes
Para finalizar, quisiera desplazarme brevemente entre dos textos que considero fundamentales respecto de lo que he intentado definir como una gestión de intervenciones/ acciones críticas de/desde la cultura: por una parte, el ensayo que Giorgio Agamben titula “¿Qué es lo contemporáneo?” (2011); y, por otra, el capítulo “Parcelas de humanidades” con el cual Georges Didi-Huberman introduce su reflexión sobre Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2014). A fin de introducir su reflexión, el autor se pregunta: “¿De quién y de qué somos contemporáneos? Y sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneos?” (17). A lo cual responde: “contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad” (21). Y añade: “Contemporáneo es, justamente, aquel que sabe ver esa oscuridad, aquel que está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente” (21). Didi-Huberman, en atención a Hanna Arendt también se refiere a los “tiempos de oscuridad”, más allá de la suposición de que ellos se agotan con la supuesta clausura del tiempo de las guerras. Y entonces los refiere a todo tiempo organizado en torno “del concepto de una verdad única del hombre” (24). Y afirma:
Ciertos hombres, ciertas mujeres, se singularizan —en el ejercicio del arte, del pensamiento, de la historia, de la política— al hacer de los rostros, las multiplicidades, las diferencias y los intervalos su propia inquietude de humanitas. Ellos mismos se sitúan en la diferencia o el intervalo, sin perjuicio de “entrar en conflicto con el mundo de la vida pública” cuando esta se organiza en torno de la inhumanitas de una verdad única. En este punto cobra todo su sentido en el discurso de Arendt el elogio de Lessing, escritor, dramaturgo y pensador cuya “retirada fuera del mundo [fue] todavía útil al mundo, y cuya actitud, “radicalmente crítica” y hasta revolucionaria, articulaba poesía y acción en un mismo y pertinaz enfrentamiento de todos los prejuicios. (25; énfasis del autor)
Hacerse cargo, como respuesta responsable a la oscuridad de lo contemporáneo, parecería ser el aspecto fundamental de toda agenda de una gestión crítica de/desde la cultura. Es decir: “procurar que, pese a todo, aparezca una forma singular, una ‘parcela de humanidad’ por humilde que sea, en medio de las ruinas o la opresión” (25; énfasis del autor).
Eleonora Cróquer Pedrón
Universidad Simón Bolívar (Venezuela)
17, Instituto de Estudios Críticos (México)
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Referencias
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