La publicación en Estados Unidos en 1996 del libro editado por Michael Hardt y Paolo Virno, Radical Thought in Italy, marca quizá el momento de irrupción en el panorama internacional del pensamiento italiano contemporáneo como pensamiento radical de izquierdas, postoperaísta, derivable de la situación política italiana en los años setenta pero también derivable de la crisis aparentemente terminal de los partidos comunistas de Occidente. En ese libro gente de la universidad norteamericana como yo, en aquella época un assistant professor o quizás ya recién promovido a associate en la universidad de Duke, interesados en la teoría y también en la política pero no particularmente comprometidos con la acción política directa, empezamos a familiarizarnos con nombres como el de Paolo Virno o el de Maurizio Lazzarato y registramos cierta perplejidad ante ensayos como el de Rossana Rosanda, incluido en ese libro, y titulado “Two Hundred Questions for Anyone Who Wants to Be Communist in the 1990s”. Conocíamos ya el libro The Coming Community, de Giorgio Agamben, publicado en inglés en 1993, que había tenido un éxito considerable–Agamben es otro de los pensadores incluidos en la antología de Hardt y Virno, pero fue la publicación de Homo Sacer, de 2000 en inglés, la que entronizó a Agamben como un nuevo maestro de pensamiento. Mi universidad estaba interesada en reclutar a Michael Hardt y por lo tanto conocíamos también el primer libro que Hardt publicó con Antonio Negri, Labor of Dyonisus, de 1994.
Esos años, digamos entre 1993 y 2000 o 2001, para mí todavía años formativos, se caracterizaban en el mundo académico norteamericano por una cierta decadencia de–al menos, ciertamente en Duke, animosidad contra–la deconstrucción (en la que yo incluiría la teoría feminista que a mí me interesaba y me interesa, la de Sarah Kofman y Nelly Richard y Luce Irigaray), sobre todo hacia finales de la década, que coincidió con un crecimiento de la demanda política en la universidad–el libro de Jacques Derrida, Specters of Marx, fue bien recibido por los derrideanos pero directamente ignorado, hablando en general, por marxistas y postmarxistas, en todo caso poco influyente. Fueron años muy marcados por la ascendencia paradójica de los llamados “estudios culturales,” cuya debilidad se hacía tanto más obvia a medida que crecía su popularidad y diseminación.
Fue en 2000 cuando se publicó Empire, que tuvo un gran éxito. Desde el punto de vista teórico muchos saludaron en él lo que equivalía por un lado a una liquidación del derrideanismo, la bestia negra de aquellos años en ambientes politizados al modo académico norteamericano, y por otro a una expansión y una politización efectiva del pensamiento de Deleuze y Guattari y de Foucault. Empire y el segundo libro de esa serie, Multitude, se hicieron libros muy influyentes para cierto sector del público, receptivo o productor de la demanda política pero también hasta cierto punto cansado de los identitarismos y cansinas apelaciones al reconocimiento hegemónico que caracterizaba el gramscianismo caído de los estudios culturales. Por supuesto fueron también los años de auge en la academia norteamericana de Slavoj Zizek y Alain Badiou, gente fuera de la constelación de los maitre a penser franceses que parecían destinados a ser sus herederos. Pero Empire parecía haberles ganado la mano en cuanto a popularidad, quizás porque podía enlazar directamente con el movimiento alterglobalización y el Foro de Portoalegre y otros desarrollos del activismo político generacional de aquellos momentos. Es en ese ambiente donde Hardt y Negri dominan y establecen alianza con el auge de la llamada decolonialidad, que le iba bien a la noción de multitud que impulsaban Hardt y Negri.
Perdón por esta demasiado apresurada y reducida historia. Yo tenía mis razones, incluso mis demasiado personales razones, para sentirme incómodo tanto en el ambiente de Empire como en el de la decolonialidad–no solo Hardt, también Mignolo era mi colega. Pero ya he escrito mis críticas al trabajo de ambos y de sus corrientes, y no quiero ni tengo tiempo para repetirme. Lo que me interesa es decir que para mí era mucho más importante encontrar aire para respirar fuera del que ellos proporcionaban.
En los márgenes de todo aquello estaba por supuesto la obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, vinculada a los destinos de los estudios culturales pero más dura y más sintonizada con procedimientos deconstructivos y analíticos. El problema de Laclau, para algunos de nosotros, era su cierre político, que nos parecía otra forma de absorber el aire y dejarnos sin respiración. Cito de la última página de su libro Emancipation(s): “The metaphysical discourse of the West is coming to an end, and philosophy in its twilight has performed, through the great names of the century, a last service for us: the deconstruction of its own terrain and the creation of the conditions for its own impossibility. . . the realm of philosophy comes to an end and the realm of politics begins” (1996, página 123). Con todos mis respetos para mi amigo Ernesto, me parece invivible un mundo donde todo pensamiento deba quedar reducido a su valorización política o deba ser emprendido solo en esa referencia.
La demanda política parecía consumirlo todo y no dejaba espacio–o dejaba solo el espacio de la marginación y de la irrelevancia.
Esas eran las condiciones del pensamiento en el ambiente enrarecido de la universidad norteamericana a finales del siglo pasado y comienzos del presente. No creo exagerar. Tampoco creo que hayan cambiado demasiado las cosas, aunque tanto el hardt-negrismo como la decolonialidad empiecen ya a ser cosa del pasado inmemorial. Pero la eticización política de la vida universitaria está más viva, y produce más muerte, que nunca. Eso es obvio para cualquier observador que entienda que la demanda de pensamiento no se agota en posicionamiento político biempensante.
Bajo esos parámetros, mi propia tarea parecía ser la de, por una parte, entender de la mejor manera posible las condiciones profundas de esa demanda política totalizante que, por otra parte, y al margen del mundo del activismo de izquierdas, no dejaba de ser abrumadora solo en el terreno académico, donde acababa por constituir un ethos directamente opresivo. Por otra, pero directamente ligada, me resultaba necesario dar un paso atrás, incluso existencialmente, y tratar de encontrar otras posibilidades de pensamiento en libertad. Era importante para mí hacerlo sin ceder terreno, esto es, sin conceder que esa demanda política o político-ética totalizante ocupara por sí misma el terreno político general, que era también el mío por la simple razón de que era y es el de todos. Me parecía políticamente decisivo mantener que ni la política ni la politización ética de la existencia podían constituir el horizonte único del pensamiento.
Fue entonces o incluso por esos motivos que empecé a leer a pensadores italianos donde yo vislumbraba o reconocía un estilo de pensamiento que, sin abandonar el interés político general, abría otras perspectivas en las que la respiración se hacía posible. Hablo de Carlo Galli y Roberto Esposito y Giacomo Marramao y Simona Forti y Adriana Cavarero y Laura Bazzicalupo y Vincenzo Vitiello y Davide Tarizzo y Emanuele Severino y desde luego también de Giorgio Agamben y de Massimo Cacciari, incluso de Mario Tronti. Es claro que el pensamiento de Agamben a lo largo de los años está muy lejos de agotarse en la demanda política, y lo mismo puede decirse, en realidad, y contra ciertas tendencias recientes de su pensamiento, del mismo Esposito. Pero no hablo de Negri ni de los negrianos y su legión de marxistas o postmarxistas sui generis, que me interesaban mucho menos, no por ser marxistas ni postmarxistas, sino porque su estilo y su proyección vital acababan por dejarme indiferente o en clara posición de antipatía.
Por eso a mí me resulta imposible aceptar las premisas mismas del libro de Portinaro, que empieza por abrir un cajón de sastre donde, sin distinción alguna, caben Negri y todos los demás, y todos acaban sometidos a la misma crítica que el autor le dedica fundamentalmente a Negri. Como si todos ellos dijeran lo mismo o pensaran en el terreno de lo mismo. Pero no es el caso. ¿De dónde esa reducción?
En su lado positivo el libro de Portinaro, Le mani su Machiavelli, tiene yo diría tres virtudes: primero, da a conocer una amplia literatura académica italiana poco conocida internacionalmente; segundo, aboga por un tipo de reflexión política comprometida con la reforma de la democracia liberal y sus regímenes, que son todo lo que tenemos desde luego; y, tercero, produce reflexiones, aunque a mi juicio excesivamente formulaicas y sumarias, sobre algunos de los pensadores que han efectivamente inspirado parcial pero significativamente a los italianos contemporáneos que el mismo Portinaro incluye en la llamada Italian Theory: Maquiavelo en primer lugar, Gramsci en segundo lugar, y luego Carl Schmitt, Hannah Arendt, Michel Foucault. Todo eso es útil y bienvenido, pero no alcanza a configurar, precisamente por su carácter formulaico y demasiado sintético, lo que yo consideraría un gran libro.
Y en parte es porque el libro incorpora una maniobra política que yo tendería a descalificar como inaceptable: utiliza el prestigio internacional de la llamada Italian Theory para propulsar su propio libro, en el que, en realidad, fuera de las críticas a Antonio Negri y a su acólito Michael Hardt, que yo considero merecidas, hay un entendimiento mínimo de la llamada Italian Theory o de las razones de su relativa popularidad o prestigio. En ningún momento el autor entra con resolución mínima en la obra de Esposito o Agamben, por ejemplo, aunque los cite de forma a veces un tanto aviesa, fundamentalmente en las notas, y lo mismo ocurre con Tronti. Resulta demasiado fácil criticar la noción de lo impolítico sin entrar de ninguna manera en ella y resulta también demasiado fácil olvidarse de las contribuciones genuinas del pensamiento de las formas-de-vida en la tradición occidental. Resulta demasiado fácil ningunear las meditaciones sobre el nihilismo o la analítica del poder de Marramao que excede lo que de ella dijo Foucault. Resulta demasiado fácil obviar el pensamiento de Carlo Galli sobre la guerra global y el colapso de la arquitectura política de la modernidad. Y resulta demasiado fácil decir que Esposito se limita a repensar la noción de comunidad/contracomunidad después de Marx sin hacerse cargo de todo lo que hay en esos análisis, que le deben muy poco o nada al pensamiento de Negri o a la tradición marxista. Entre otros ejemplos.
No tengo mucho tiempo para estas palabras, así que me veo obligado a ser muy conciso: yo no veo en esto mucho más que la expresión de un académico bien informado en la tradición liberal y buen conocedor del pensamiento político italiano tradicional que lleva años irritado por la izquierda intelectual italiana, y efectivamente sobre todo por Negri, al que no soporta. Pero a Negri todavía lo entiende—al fin y al cabo, Negri es solo un pensador político. Sin embargo, los demás de la llamada Italian Theory le exceden absolutamente, y no alcanza a entender lo que lee o no le interesa—le exceden Agamben y Esposito, a los que cita, y le exceden otros como Cacciari, Vitiello, Severino, a los que no cita o apenas cita. Pero cree que todo lo que cuenta en el pensamiento es su efectividad política, de la que él prefiere que sea dirigida hacia un realismo reformista prudente y constructivo. Yo no tengo problemas con esto último, pero sí con lo primero. Mis problemas están más bien orientados a la lobotomía dogmática de pretender que no hay más pensamiento que el pensamiento de la efectividad política, y que por lo tanto cualquier otra modulación es fascista o criptofascista o le hace el juego al fascismo (o al populismo reaccionario, que es lo que el libro presenta como enemigo directo).
Su relación con Gramsci es extraña y yo creo que la presenta falsamente. Parece tenerle un profundo respeto, lo cual quizá sea condición de legitimidad de habla en Italia, pero no es posible que se lo tenga realmente en la medida en que Portinaro está lejos de ser marxista o es más bien claramente antimarxista. Y además insiste en que Gramsci está en el corazón de la Italian Theory, lo cual es más que discutible—no para el grupo negriano, es posible que para ellos sí haya Gramsci en algún lugar de su genealogía, aunque en general busquen distanciarse de él, pero para ¿Agamben, Vitiello, Cacciari? Como dicen ustedes en México, ni modo.
En definitiva, hubo y hay Italian Theory como fenómeno internacional, plural, con muy diversas modulaciones políticas, no todas ellas ni de lejos consistentes con el radicalismo revolucionario de Antonio Negri, de características múltiples y diferenciadas, desde luego mucho más nítidamente reconocible en cuanto tal que entelequias como la de Pensamiento Norteamericano o Crítica China, y efectivamente, mal que nos pese, en su producción y expansión están Michael Hardt y Antonio Negri. Pero la Italian Theory, en su proyección internacional, ni es mero negocio académico ni es una invención nacionalista de Roberto Esposito y su pensiero vivente. Por mi parte no puedo sino expresar agradecimiento a esa formación plural de pensamiento, de la que he aprendido mucho, y me alegro de haber contribuido modestamente a su formación por ejemplo con la conferencia que organicé en la Universidad de Buffalo en 2008, con la asistencia de Carlo Galli, Roberto Esposito y Giuseppe Duso, a la que también asistió José Luis Villacañas, y de algunas publicaciones subsiguientes.
La Italian Theory está muy lejos de poder reducirse a la teoría de la multitud o del poder constituyente de Negri, o de Hardt y Negri. De hecho el libro de Portinaro hubiera ganado en calidad y seriedad si se hubiera conformado como análisis crítico de la doctrina de poder constituyente, de la que dice, pienso que correctamente, que forma el núcleo más importante de la contribución de pensamiento de Antonio Negri. Esa doctrina viene de Schmitt, tenga o no raíces en Spinoza, y a ella se refieren de formas diversas por ejemplo Agamben o Esposito o Marramao en sus obras, y puede ser abismalmente problemática en cuanto receta de práctica política, pero no es en absoluto algo identificable sin más con la Italian Theory; o al revés, la Italian Theory no puede idenificarse con ella. Por eso el libro de Portinaro falla, y falla desde el inicio, desde su misma constitución, desde un antagonismo quizá sentido pero en esa misma medida también inventado, como máquina publicitaria de una tradición de pensamiento, todo lo respetable que se quiera, pero que ha sido históricamente incapaz de trascender barreras nacionales o lingüísticas y que permanece encerrada en los circuitos de los departamentos universitarios italianos de teoría política. Y que es por sí misma incapaz tanto de operar la denuncia descalificadora del trabajo teórico de tantos otros pensadores influyentes como por supuesto de establecer que ese trabajo teórico de los pensadores reconocibles como parte de la Italian Theory haya contribuido directa o indirectamente al fracaso de la política democrática italiana o mundial, o de su reforma, en los últimos tiempos.
Para concluir con más referencias al libro de Portinaro, que es lo que nos convoca: es solo en las últimas páginas del libro donde Portinaro entra finalmente en materia y presenta, siempre someramente, las concepciones de la biopolítica que a él le parecen resonantes: la versión “nocturna y vampiresca” de Agamben y la versión supongo que risueña y afirmativa, “diurna y vitalista,” dice, de Hardt y Negri. Si en Agamben su concepción parte de “la obsesiva tematización del pasado totalitario, a partir del que se proyecta, retrospectivamente, una luz siniestra sobre la totalidad del proceso de constitución del Estado moderno” (173), en Negri “la fase biopolítica se presenta como la fase del operaismo derrotado y replegado sobre sí mismo, en la que la izquierda antagonista advierte la necesidad de tomar partido reinventándose” (174). Hace explicaciones sumarias del concepto en Esposito y Tronti para decir, sorprendentemente, que la biopolítica acaba revelándose “como el terreno ideal para un ajuste de cuentas entre operaistas” (177). Esto no es ya reductivo, sino mera reductio ad absurdum. Y concluye de forma general, es decir, de vuelta al cajón de sastre, e implicando que esta es la posición común a toda la patulea de los comprometidos con la Italian Theory, que “la política o es revolucionaria o no es, porque aquello que no es revolucionario únicamente puede ser o apolítico o impolítico o antipolítico” (177).
Esa es la verdadera conclusión del libro, con respecto de la cual el último capítulo, que discute posiciones ante la Unión Europea, es mero apéndice. Yo me atrevería a llamarla conclusión de brocha gorda en relación con la Italian Theory–además de decir que, con ella, Portinaro se descalifica como intérprete: colocar lo impolítico entre lo apolítico y lo antipolítico es en verdad no haber entendido mucho de lo que, en última instancia, resulta no solo fundacional sino la contribución más decisiva, en mi opinión, de la Italian Theory: la noción de que la política no agota el horizonte de la existencia humana, de que la esencia de la política no es en sí política, y de que por lo tanto una crítica y un paso atrás con respecto de lo que se llama política en los departamentos de filosofía política es hoy condición ineludible de pensamiento. Pensar que la impolítica, en su formulación en Cacciari o Esposito, tiene algo que ver con apoliticidad buscada o antipoliticidad es cabalmente no solo no haber entendido nada (conviene leer, claro), sino pura y simplemente denegación de lo obvio–es una posición abiertamente política cuyo alcance crítico para las concepciones habituales de la política, esa que Portinaro vincularía con la gran tradición académica de Occidente, parece que muerde con más fuerza de lo que es tolerable. Por eso conviene más bien ningunearla u olvidarla, en ningún caso hacerse cargo de ella.
Publicación original en el blog Infraphilosophy. A new avatar of thought on infrapolitics, now focused on infraphilosophy
Imagen de esta publicación: obra de Perla Ramos