En el campo de las Humanidades y las Ciencias Sociales, el espacio es considerado una construcción relevante para la comprensión de las historias de los sujetos y su producción cultural. El interés por el espacio está ligado al cuestionamiento en torno a las explicaciones esencialistas y universales, a las narrativas monológicas, así como al reconocimiento de que posición y contexto son un tejido inseparable para la cimentación del conocimiento.
La literatura, entre otros medios artísticos, tiene la capacidad de producir espacio; escenarios donde ocurren encuentros heterogéneos, transitan sujetos diversos y se desarrollan percepciones subjetivas y colectivas. El problema del espacio artístico puede ser abordado desde diversas perspectivas.[1] La fenomenológica, por ejemplo, registra las modalidades de las relaciones espaciales manifestadas a través de las actitudes subjetivas del narrador y los personajes, deduciendo el espacio como producto de la percepción humana y sus valores sociales y culturales. La perspectiva cartográfica procede de relaciones y referencias identificables que se desplazan de adentro hacia fuera de la realidad literaria para registrar las diversas rutas críticas dentro de un sistema de orientación. La perspectiva topográfica percibe el espacio literario como una geografía imaginaria que remite al carácter constitutivo de la práctica social y detecta el significado de las relaciones espaciales para la distribución del conocimiento, el poder, el prejuicio. La perspectiva topológica hace uso de la tradición semiótica y retórica para exponer la estructura de las relaciones espaciales y su significado en la literatura y la cultura; en otras palabras, explora el espacio como un sistema de signos desde el cual la realidad social se constituye.
Desde esta última perspectiva me aproximo a dos obras literarias que utilizan el mapa y la fotografía como medios de expansión del sentido y la experiencia del espacio narrado: Austerlitz, de W.G. Sebald;[2] y Ramal, de Cynthia Rimsky;[3] publicadas en fechas y latitudes disímiles, pero que convergen en el uso de medios artísticos diversos: el visual y el verbal. La transmedialidad —donde el orden de lo secuencial, producido por la escritura, establece una tensión con el poder de lo visual o lo simultáneo— es empleada en ambas obras como el recurso que permite trazar una cartografía con dimensiones subjetivas e implicaciones históricas, sociales y geopolíticas.
Además de la inclusión de imágenes, ambos relatos se valen del viaje en tren como elemento narrativo que organiza la mirada y percepción de un espacio devastado: las ruinas de una civilización. En ambas narraciones el relato es contado por una tercera persona cuya perspectiva es cercana a la del personaje, pero que siempre marca la distancia que hay entre ambos. Se trata de una retórica que asume la experiencia del otro como algo que no se puede terminar de conocer, aunque apuesta a hacerla visible. A partir de esta responsabilidad y sus limitaciones se constituye una dimensión ética en el relato.
W.G. Sebald creció en un pueblo en la Alemania de la posguerra en el contexto de la llamada “conspiración del silencio”, o la amnesia colectiva en torno a los crímenes perpetrados en los campos de concentración nazi. Fue hasta los 16 años que Sebald escuchó la historia que precedía a 1945;[4] en este sentido, vivió un vacío moral y ético que más adelante habría de llenar con un sentido de verdad. Su novela Austerlitz se ubica dentro del marco de estas exploraciones a partir del peregrinaje del personaje Jacques Austerlitz, un hombre enigmático y solitario en busca de los recuerdos de su pasado. A través de una serie de encuentros con el narrador en distintos países de Europa, Austerlitz —un historiador del arte obsesionado con las estructuras arquitectónicas de la modernidad capitalista: la estación de tren, el zoológico, los tribunales de justicia, la sede de la bolsa, la fortaleza, la cárcel— reconstruye los vestigios de las construcciones europeas para develar su utilidad defensiva, su pasado imperial y sus mecanismos modernos de control y violencia.
A la par del revelamiento de las entrañas de la organización espacial y las relaciones de control y poder de una cultura, el personaje hace un proceso de anamnesis que inicia con la muerte de los padres adoptivos (un pastor de una pequeña parroquia en Gales y su mujer), y que culmina con el retorno a Praga para investigar la muerte de sus verdaderos padres durante la ocupación alemana. La lucha contra la amnesia personal (y colectiva) para recuperar el pasado y la identidad es siempre conflictiva: al resurgir la memoria reprimida se producen nuevas formas de pérdida y dolor.
La novela, sin párrafos ni divisiones (salvo para insertar un mapa, una fotografía o un documento), emula el largo fluir de consciencia de un narrador que siempre está escuchando a alguien más, es decir, a la voz de Austerlitz. El primer espacio que la narración aborda es el Nocturama de Amberes, un recinto dentro del zoológico acondicionado con semioscuridad artificial para proporcionar las condiciones de vida de los animales crepusculares:
La verdad es que solo persiste en mi recuerdo el mapache, al que observé largo rato mientras él estaba con rostro serio junto a un riachuelo, lavando una y otra vez el mismo trozo de manzana, como si confiase en poder escapar mediante esos lavados, que iban mucho más allá de toda meticulosidad razonable, a aquel mundo falso al que, en cierto modo sin comerlo ni beberlo, había ido a parar.[5]
El recuerdo de Austerlitz alude de manera indirecta a la conocida historia colonial de los zoológicos, construidos para exhibir los botines de la conquista (gente, plantas, animales) y que, pese a su institucionalización y conversión en espacios públicos, mantienen la narrativa de la dominación del ser humano sobre la naturaleza, así como la pretensión de reflejar la acumulación de conocimiento a través de la lente Occidental. Mediante la escena en el Nocturama, donde un mapache lava una y otra vez su manzana para poder escapar del medio artificial impuesto, Sebald inicia la construcción del pathos de los animales que, víctimas del cautiverio impuesto por los hombres, no pueden vivir una vida plena.[6]
A través de la metonimia, es decir, la relación de contigüidad espacial, temporal o causal, Sebald desplaza el sufrimiento de los humanos a los animales. La primera relación que se establece entre animales nocturnos y personas se logra a través de una secuencia de fotos horizontales (Fig. 1) que enmarcan los ojos asustados de un lémur y los ojos desconfiados de un búho. La siguiente serie de fotografías (Fig. 2) retrata la mirada analítica del artista Jan Peter Tripp y la mirada aguda de Ludwig Wittgenstein. Entre una serie y la otra interfiere el siguiente texto: “de los animales que albergaban el Nocturama solo recuerdo que varios de ellos tenían unos ojos sorprendentemente grandes y esa mirada fijamente penetrante que se encuentra en algunos pintores y filósofos que, por medio de la contemplación o del pensamiento puros, tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea”.[7]
El significado de las fotos se activa mediante la comprensión de un sistema de oposiciones en relación con lo escrito. Los animales que pueden ver de noche expresan miedo o desconfianza; en cambio, aquellos que no tienen ojos aptos para el crepúsculo, como el filósofo o el artista, pueden descifrar las tinieblas a través del intelecto y la intuición. La importancia del lenguaje para facultar la posibilidad de “ver” en la oscuridad opera en otros momentos de la novela donde se expresa el sufrimiento de los animales; quizás el ejemplo más potente sea el de la polilla en casa del tío Alphonse, en el sitio vacacional Andromeda Lodge:
Cuando me levanto a la mañana temprano, lo veo [insecto volador/polilla] todavía inmóvil en algún lugar de la pared. Saben, creo yo, dijo Austerlitz, que ha equivocado su camino, porque, si no se los pone otra vez fuera cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último aliento, efectivamente, se quedan, sujetos por sus garras diminutas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferrados al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire los suelta y los echa a un rincón polvoriento.[8]
Este fragmento melancólico y desesperanzador sobre la muerte de la polilla, que en realidad habla del mismo Austerlitz y su vida truncada, recuerda la advertencia de Kenneth Burke[9] sobre el hombre como un ser hacedor de acciones simbólicas que, a diferencia de los animales que solo ejecutan movimientos instintivos —como un ave atrapada en el interior de un edificio o las polillas a las que refiere el narrador—, puede elaborar, a través del lenguaje, mapas de significación para aprehender el mundo y escapar de él. Sin embargo, advierte Burke, la incorporación de una orientación ideológica dentro del sistema de signos puede establecer el control sobre los más débiles para retener el poder. De aquí la presencia de Wittgenstein en la obra, quien dedicó su vida filosófica a demostrar que los signos designan algo que no está presente, que las proposiciones, y por ende el lenguaje, tienen límites y que lo que no puede ser expresado por el lenguaje debe ser mostrado. Según David Schalkwyk: “There is an affinity with Wittgenstein in Sebald’s suspicion of the image, especially its tendency to cut itself lose from its enabling relations and its imperious claims to self-sufficiency. Returning the image to ‘discursive thinking’ means bringing it back into relation with things that militate against our seeing it in only one way, or seeing it with a lazy, complacent eye. Such complacency is what immobilizes our moral capacity”. [10]
La afinidad de Sebald por el pensamiento de Wittgenstein se conecta a través de la exploración sobre las dificultades del hombre moderno para percibir y presentar la realidad en su totalidad. Ambos advierten la necesidad de producir un lenguaje distinto, uno donde imagen y texto se pongan en tensión para informar sus limitaciones y perspectivas. Mientras Wittgenstein lo hace mediante juegos visuales llenos de paradojas, Sebald utiliza un lenguaje transmedial, generador de signos complejos, que requiere de un receptor dispuesto a decodificar ambas formas de expresión. Aproximarse a la verdad o a los vericuetos de la memoria de Austerlitz, quien confunde las imágenes del Nocturama con las imágenes de la Sala de espera de la Estación Central de Amberes, es complicado:
Como los animales del Nocturama, entre los que, llamativamente, había habido muchas razas enanas, diminutos fenecs, liebres saltadoras y hamsters, también aquellos viajeros me parecían de algún modo empequeñecidos, ya fuera por la insólita altura del techo de la sala, ya por la oscuridad que se iba haciendo más densa, y supongo que por eso me rozó el pensamiento, en sí absurdo, de que se trataba de los últimos miembros de un pueblo reducido, expulsado de su país o en extinción, y de aquellos, por ser los únicos supervivientes, tenían la misma expresión apesadumbrada de los animales del zoo.[11]
A través de las asociaciones de Austerlitz, estos pasajeros o seres errantes, quizá migrantes, establecen una relación con los animales ansiosos del Nocturama o con la muerte de las polillas desorientadas de la casa del naturalista. El trauma de los animales refiere a una metáfora sin la exposición de sus motivos, solo de su vehículo. El desplazamiento sirve de estrategia para reelaborar de manera indirecta la historia de la vilificación de las minorías en Europa.
Los pasajeros no son lo único que inquieta a Austerlitz, sino la estación como estructura, un espacio sobre el que discurre constantemente. La creación de la Estación Central en Amberes, explica el personaje, está vinculada al mandato del rey Leopoldo y el dinero producido por las colonias belgas. Fue diseñada bajo la influencia del art nouveau y toma elementos de la estación de Lucerna, como la cúpula. Aparece una nota al pie donde el narrador incluye una foto de la cúpula retratada durante un viaje que hizo a Lucerna antes y después del incendio que acabó con ella (Fig. 3). El narrador menciona en el pie de nota que se sentía culpable, al menos parcialmente, del incendio de Lucerna. El juego borgiano fortalece la construcción del narrador, quien se siente irracionalmente responsable por la violencia que refiere, y desestabiliza la relación entre realidad y ficción al producir un falso sentido de verosimilitud en la novela.
La inclusión de las fotografías revela el poder de la imagen para reconstruir el pasado y da cuenta de su supuesto valor testimonial; sin embargo, no olvidemos que el autor está creando una ilusión, la ficción de un relato autobiográfico narrado a dos voces a través de imágenes de personas y objetos aleatorios (relojes, insectos, mapas, estructuras arquitectónicas, texturas, paisajes industriales, cementerios) que descienden y entran en una peculiar libertad de azar de significados o movimientos de superposición. Esta ambivalencia o doble función de las fotografías raídas y en blanco y negro forma parte de una retórica que, por un lado, concede materialidad y verosimilitud al relato y, por el otro, dispara en el receptor asociaciones y memorias involuntarias. Sebald revela la poética de su novela, soporte y yuxtaposición del libro, mediante la escena de las fotos “de comarcas belgas, estaciones de ferrocarriles, viaductos del metro de París, del invernadero del Jardin des Plantes, de diversas mariposas y polillas”,[12] sobre la mesa de estudio de Austerlitz. Autor y personaje parecieran fundirse en los mismos divertimentos: “A veces se sentaba allí durante horas y colocaba aquellas fotografías, u otras que sacaba de sus reservas, con el reverso hacia arriba, como en un juego de paciencia, y que, asombrándose siempre de nuevo de lo que veía, les iba dando la vuelta una a una, movía las fotos de un lado a otro y las superponía en un orden basado en parecidos de familia, o las iba eliminando del juego”.[13]
El juego metaficcional construye y deconstruye el valor testimonial de la fotografía, doble movimiento que advierte lo que será narrado hacia el final: las campañas de embellecimiento efectuadas por los nazis en los campos de concentración para disimular las condiciones de hacinamiento y cuya vileza culmina con el falso documental Der Führer schenkt den Juden eine Stadt[14] sobre el gueto de Praga.
Terezín o Theresienstadt, donde la Gestapo instaló una prisión, debía aparecer como una colonia judía modelo en el “documental” fabricado para acallar los rumores sobre los campos de exterminio nazi. Es en ese gueto amurallado, un campo de transición hacia Auschwitz y otros campos de exterminio, donde Agáta, la madre de Austerlitz, es retenida. Tras un largo proceso de anagnórisis y reconstrucción del pasado, el personaje busca a la madre en el falso documental, intenta comprobar si acaso ella aparece por unos instantes. Es en este momento cuando todas las contradicciones y tensiones entre imagen, realidad, ficción y desinformación se condensan. El video corre demasiado rápido y resulta imposible localizar el rostro de la madre; no obstante, en el archivo del teatro, Austerlitz encuentra la fotografía de una mujer con mirada triste y belleza inquietante que, según los registros, podría ser ella (Fig. 4). La identidad de la madre no es confirmada hasta que la nana la empata con el rostro. Como lo ha señalado Arturo Loyola,[15] al final no es el falso documental ni el archivo los dispositivos que permiten recuperar la identidad de Agáta, sino la confirmación de un testigo fiable. Esto nos lleva a cuestionar el valor testimonial o documental que se le ha otorgado a la fotografía: si bien las imágenes pueden servir como medio para documentar una barbarie, estas mismas pueden ser distorsionadas, manipuladas, para sostener una mentira. Es por ello que la imagen no tiene por qué tener un valor documental sin una consciencia ética que la soporte.
A partir de esta serie de tensiones, Sebald demuestra que las fotos, por sí mismas, no pueden darnos un sentido de orientación: para ello requerimos de lo que Fredric Jameson ha llamado mapa cognitivo,[16] el cual nos permite recuperar el sentido de orientación y así poder decidir qué es verdadero y qué es falso.
En esta encrucijada aparece el estudio de la arquitectura y el desarrollo urbano como herramienta de visibilización. Estas exploraciones llegan al grado de excavación arqueológica cuando Austerlitz indaga en la historia de la estación de tren Broad Street, construida en 1865 sobre el antiguo camposanto de los muertos que “los cementerios de las iglesias de Londres no podían acoger”.[17] Los esqueletos reaparecen en la estación durante los trabajos de demolición llevados a cabo en 1984. La foto de los esqueletos (Fig. 5) y el mapa aéreo de la estación que le sigue (Fig. 6) nos muestran cómo el pasado se oculta mediante una serie de capas y construcciones que, de cierta manera, han intentado borrarlo; pero los muertos regresan a reclamar su lugar en la historia.
Pese a que la amnesia de Austerlitz le impide recuperar su pasado, pese al caos de la historia (encarnado por el mapa de la estación), la anagnórisis se manifiesta justamente en la sala de espera de la estación londinense. Es ahí donde la memoria traumática regresa mediante el recuerdo de un niño al que se le acercan dos extranjeros cuyo idioma no entiende, la pareja que lo adoptara y con la que nunca hablará acerca de su origen. La centralidad de la estación de tren en la novela se ha ido construyendo mediante las observaciones de Austerlitz sobre los pasajeros errantes, el pasado colonialista, las aspiraciones de la Belle Époque, la construcción sobre el camposanto. Hacia el final se revela su lado más infame: la función que cumplió dentro de la maquinaria de muerte nazi, soporte y vehículo de la deportación para enviar a millones a la muerte.
El desarrollo histórico de los espacios nos permite pensar en la Shoah como la culminación de un proceso (que inicia mucho tiempo atrás), de una cultura de dominación y explotación sobre el enemigo, el extranjero, el Otro no Europeo. Por ejemplo, el análisis de las construcciones amuralladas, propias de la arquitectura militar europea —en el que se describe su organización, distribución y función—, visibiliza los mecanismos de control y violencia de la cultura Occidental:
La construcción de fortalezas, de la que Amberes era uno de los ejemplos más destacados, mostraba bien cómo, para tomar precauciones contra toda incursión de potencias enemigas, nos veíamos obligados a rodearnos cada vez más de defensas, en etapas sucesivas, hasta que la idea de unos centros concéntricos que se iban ampliando tropezaban con sus límites naturales.[18]
El miedo al enemigo llevó al desarrollo del modelo ideal de fortaleza, derivado de los cálculos matemáticos que se servían de la sección áurea: el dodecágono en forma de estrella con fosos delanteros (Fig. 7). Esta forma es interpretada por Austerlitz como el “emblema del poder absoluto”.[19] Se trata de estructuras que perfeccionan la defensa, pero que fracasan por su componente paranoide: el enemigo los podía atrincherar desde afuera.
Es al invertirse su uso, al atrapar adentro al enemigo, que la forma de estrella cumple con ese “poder absoluto” sobre sus prisioneros. En esta inversión de la lógica espacial aparece Breendonk, un viejo fuerte que durante la ocupación nazi fuera utilizado como campo de detención y lugar que el narrador decide visitar a partir de la conversación con Austerlitz:
Desde cualquier punto de vista que tratara de contemplar la construcción, no me permitía reconocer ningún plan, desplazaba continuamente sus convexidades y oquedades y excedía tanto de mi comprensión que, finalmente, no podía relacionarla con ninguna forma de civilización humana para mí conocida, ni siquiera con los mudos vestigios de nuestra prehistoria y protohistoria (…) la fortaleza era un singular engendro monolítico de la fealdad y la violencia ciega.[20]
El narrador no reconoce el diseño de una inteligencia humana, está ante una violencia espacial nunca antes vista. Aunque este fuerte no tiene forma de estrella, sino el esquema de “algún ser semejante a un cangrejo”, los planos (Fig. 8) y fotografías de largos pasillos y túneles oscuros y escalofriantes encontrados dentro de la fortaleza (Fig. 9), materializan la antesala de lo que aún no se ha mencionado, de lo que cobra posición a través de la ausencia.
Este espacio ausente ha quedado inscrito en el inconsciente de Austerlitz, espacio que de algún modo había logrado reprimir y que resurge en los sueños: “En ese sueño, en el que mi cuerpo se hacía el muerto mientras por mi cabeza pasaban pensamientos febriles, yo estaba en lo más recóndito de una fortaleza en forma de estrella, en una mazmorra aislada de todo el mundo desde la que tenía que intentar salir al aire libre”.[21] El sueño antecede a la visita a la ciudad amurallada checa de Terezín o Theresienstadt donde la madre fue recluida. Fundada por los Habsburgo en el siglo XVIII entre los ríos Elba y Ohre, la ciudad sirvió de cuartel militar y cárcel a los checos, y durante la Segunda Guerra Mundial fue utilizada por los nazis, primero como gueto y después como campo de concentración. Al recorrer las mismas calles que su madre, se revela la fortaleza en forma de estrella que sirvió de pequeña ciudad a los judíos. El emblema del poder totalitario reaparece para sumar aquello que se había postergado mediante las extrapolaciones de las estructuras arquitectónicas: del zoológico a la estación de tren, de la estación de tren a la fortaleza, de la fortaleza a la cárcel, de la cárcel al archivo, una serie de peregrinaciones circulares que van creando un cerco alrededor del espacio ausente hasta ese momento en la narración: el campo de concentración (Fig. 10).
El campo de concentración es el concepto central en la teoría de Giorgio Agamben sobre el estado de excepción. El filósofo retoma el periodo de doce años del Tercer Reich para pensar en el totalitarismo moderno, el cual “puede ser definido como la creación, por medio del estado de excepción, de una guerra civil legal que permite la eliminación física no solo de los adversarios políticos, sino de categorías enteras de ciudadanos que por alguna razón no se pueden integrar en el sistema político”.[22] Una de las maneras en que se empieza a instaurar el estado de excepción, según Agamben, es la imposición de la seguridad a priori, como lo establece la Patriot Act, creada por George W. Bush tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. La razón de ser de las fortalezas está vinculada a la defensa (a priori) de otros pueblos o naciones vecinas. En la actualidad vemos el retorno de gobiernos autoritarios que han logrado que ciertas personas sean ilegales, como los niños latinos inmigrantes separados de sus madres y puestos en jaulas. El campo de concentración, dice Agamben, “es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla. Así, el estado de excepción […] adquiere ahora un sustrato especial permanente que, como tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del ordenamiento jurídico normal”.[23]
El horror limita la capacidad de pensar y de discutir, paraliza nuestra moral. Sebald encuentra un modo oblicuo, tangencial, una retórica para hablar de ello por referencia y no por confrontación directa. A pesar de que Austerlitz incorpora fotos y de que hay un texto verbal que dialoga con otro visual, las imágenes esenciales del horror están ausentes. El tono sensible sobre temas de indignación no impide que el objeto dentro de esta búsqueda de la verdad sea la revelación. Seguimos, como Austerlitz, errando en círculos por las diversas coordenadas espacio-temporales sin encontrar aún la salida.
Desde otra temporalidad y otras coordenadas, pero quizá dentro del mismo cronotopo[24] (los vaivenes del fascismo, la permanencia de una economía basada en la inequidad), la escritora chilena Cynthia Rimsky trabaja la relación entre literatura e imagen en sus relatos de viaje, donde aparecen fotos, boletos de tren, mapas, documentos. En Poste restante (2001), por ejemplo, narra un viaje en busca del origen de la familia, que inicia en Santiago de Chile y se extiende por Inglaterra, Polonia, la ex-Yugoslavia e Israel. Años después escribe Ramal (2011), el relato de un recorrido por el paisaje rural abandonado de Chile. Se trata de desplazamientos que, como dice Eugenio Santangelo, recorren “comunidades quebradas y memorias heridas”.[25]
La propuesta de Rimsky es muy distinta a las obras transmedia de sus connacionales de CADA, como Diamela Eltit, o a los viajes salvajes de Roberto Bolaño. Desde el punto de vista del abordaje de la visibilidad, Rimsky tiene no solo una manera más sutil o tangencial para trazar una cartografía y aproximarse a las problemáticas espaciales, sino una más afectiva. En este sentido, su trabajo se relaciona más con la obra de W.G. Sebald y se aleja de la producción literaria de sus pares chilenos.
Ramal narra el trayecto del tren que recorre la última línea férrea secundaria existente en Chile,[26] a través del relato de un viajero comisionado por el gobierno para impulsar el turismo ecológico en el campo. El encuentro entre el protagonista —llamado por el narrador como “el que viene de afuera”— con los habitantes de los once poblados que hay entre Talca y Constitución, registra la violencia social implícita en el abandono del tren, el campo y sus habitantes, así como en los procesos de gentrificación rural. Rimsky se distancia de los relatos utópicos y también de las distopías que hay sobre el campo en América Latina para explorar de forma más cercana sus circunstancias, sus tiempos, sus lenguajes. La proximidad se logra a través de una poética que conjuga la ficción con la realidad de un narrador que, si bien está enmarcado en la tercera persona, mantiene la huella de la percepción de la autora, quien ganó una beca para escribir, por lo que dedicó un relato sobre el ramal. A través de la figura del viajero o “del que viene de afuera”, se actualizan las posibilidades y prohibiciones del orden espacial que rigen la ruta. Su mirada funciona como una segunda consciencia que recrea la experiencia y nos conduce por los intersticios y pliegues de un paisaje marginal.
El relato de viaje por los once poblados se encuentra de cierta manera encapsulado dentro de otra historia con la que inicia y termina el libro: el conflicto entre el protagonista y su hijo. Un desencuentro emocional que se traduce en distancia espacial: al hijo, que vive en Talca con la madre, no le gusta visitar al padre en la casa que fuera de sus abuelos en la calle Maruri, cerca de la ex-Estación Mapocho. El hijo tiene pavor de parecerse a él, mientras los padres saben que su hijo ha considerado el suicidio. Los Bórquez, que migraron del sur del país para establecerse en Santiago, se quedaron a vivir cerca de la estación del tren durante tres generaciones. La ubicación marginal impide a la familia la movilidad social; la esposa lo deja al no cumplirse el sueño del progreso, de cambiarse al “barrio alto”, han quedado atrapados en el lado “equivocado” dentro de la lógica centro/periferia de la ciudad. Es de esta manera que la desintegración familiar de los Bórquez establece una correspondencia con los habitantes abandonados en el campo.
El tren, que posibilita la conexión entre los pueblos de la periferia y la ciudad, se encuentra en condiciones inaceptables para su adecuado funcionamiento. Al comunicarse con los encargados del medio de transporte, “el que viene de fuera” registra las palabras del ayudante, un tal Erik: “No es que sea peligroso ser maquinista del ramal, solo sucede que en la mitad del trayecto hay un punto crítico, que precisa de una reparación urgente, ya que el estado del terreno en ese sector no cumple con estándares de seguridad ni para que circule una carreta. Además, a diferencia de la vía central, por la fisonomía del terreno, están expuestos a derrumbes durante todo el año, pero con mayor frecuencia en invierno”.[27]
Sobre el abandono del tren, señala Rimsky en entrevista: “hay intereses económicos de por medio. Pinochet desmanteló la red de trenes y le dio todo ese público cautivo a una empresa de buses que era de su yerno”.[28] La dicotomía ciudad/campo —donde el primer espacio se convierte en centro financiero de la modernidad, mientras que el segundo ocupa un lugar marginado y de rezago— responde a la lógica de las corruptelas del pinochetismo, jerarquización que bajo los programas neoliberales y posdictatoriales no solo no se ha atendido, sino que se ha exacerbado.
El abandono del tren produce el desamparo de toda la región que depende de su funcionamiento. Mediante los (des)encuentros entre los pobladores y “el que viene de fuera” se entretejen las historias de los que han quedado olvidados o rezagados sin poder comunicarse. En la llamada “Primera vuelta”, el primer viaje del protagonista, el narrador observa desde el tren:
La línea férrea deja atrás la confluencia de los ríos Maule, Claro y Loncomilla. El tren pasa del encajonamiento de la cordillera al despliegue de los valles y vuelve a pegarse a los cerros, siempre junto al Claro. Si decide bajar en una estación, tendrá que aguardar nueve horas a que venga el siguiente tren. Si de este segundo tren también quisiera bajar, deberá pasar la noche en la estación y abordar el de la mañana. No tiene sentido volver a Talca o seguir hasta Constitución, contaminada por la planta de celulosa.[29]
La belleza de la región, subutilizada como parque industrial y recientemente como paseo turístico, es recuperada en las fotos que Rimsky ha incluido en el relato. Se trata de un trabajo fotográfico que agrega una dimensión material a la experiencia y que, si bien tiene la función ampliar y reforzar el sentido de lo escrito, también desorienta, interfiere con la posibilidad de retener el paisaje en la memoria. Es a través del diálogo entre ambos medios que se comprende el territorio.
Los enfoques suaves, el blanco y negro, la piel resquebrajada del asiento (Fig. 11), la ventana raspada (Fig. 12) muestran el deterioro de los materiales, el paso del tiempo, su abandono. Un pasajero con sombrero nos hace pensar en otra época, asistimos a una especie de inmersión en los tiempos del campo. Por la parte superior de la ventana se alcanzan a ver fragmentos del paisaje rural.
El que viene de afuera sale del tren y explora el territorio. Se entretiene comiendo las uvas que cuelgan de las tapias y detiene a un conductor para preguntar por el pueblo. El conductor no entiende su pregunta pese a que los dos hablan español. Luego pregunta a un viticultor por el pueblo. El hombre responde que “el pueblo es lo que dejó atrás”.[30] El pueblo, o la imagen de lo que pensamos que debería de ser un pueblo, no aparece. Las fotos de una casa sobre un camino empedrado (Fig. 13) no ayudan a elaborar un mapa mental o inteligible a la percepción. En este sentido, el lector es llevado a compartir la experiencia de desorientación o el punto de vista del que viene de afuera, quien no logra encontrar el camino hacia la colina para posicionarse como ese “dios mirón” al que apela De Certeau.[31]
La ausencia de una organización social entendida en términos espaciales inquieta y obliga al que viene de fuera a penetrar en aquellos intersticios, en aquellos relatos que permitan retener una imagen de totalidad de una comunidad rural. La respuesta tardía del viticultor a la pregunta por la colina hace comprender al que viene de afuera que está ante una subjetividad distinta: “le asombra descubrir que el otro está pensando. Intenta recordar si alguna vez sorprendió a alguien en la capital, y no recuerda. Viviendo aquí todos los días, el viticultor nunca encontró a un desconocido que le preguntara por el camino a la colina”.[32] La intención del encuentro es mostrar la posibilidad de construir un lenguaje común que reactive las posibilidades afectivas entre seres polarizados por la dicotomía campo/ciudad y que el turismo o gentrificación rural parecieran exacerbar.
El encuentro cambiará a “el que viene de afuera”, quien pronto se da cuenta de que no hay nada de aquello que las guías de turismo prometen: “La generosidad de sus cultivos de tomate, pueblos llenos de tradiciones, personas que amablemente saludan a los turistas, lugareños andando a caballo, deportistas practicando canotaje”.[33] Se pregunta si no estará en la orilla equivocada del río, pero no hay señales de que alguien viva ni de un lado ni del otro. En busca del río se baja a tomar el tren con dirección a “Los Romeros”, pero este no pasará hasta el día siguiente, por lo que se decide ir a conocer el puente. Una vez ahí, uno de los lugareños le dice: “El puente carece de pasada para peatones y como no es posible cruzar al mismo tiempo que el tren, los niños entran a la escuela después de que pasa el de la mañana y salen después de que pasa el de la tarde. El pito del tren es su campana”.[34] La foto, que a primera vista interpreté como la figura de un niño que intenta cruzar el puente (Fig. 14), muestra el contraste entre la gran naturaleza y la precariedad en la que se vive.[35] La escala del mundo pareciera comerse a la pequeña figura humana, atrapada entre la vorágine natural y la del gran progreso que no contempla las necesidades básicas o vitales de las personas.
Salir del ramal, caminar entre los pueblos y su gente, conduce “al que viene de afuera” al encuentro con los pequeños relatos. Desde estas narraciones, las imágenes no otorgan un sentido de totalidad ni de orientación tranquilizadoramente cartográfico. Sin embargo, las fotos visibilizan el abandono y los ritmos del campo, sus pausas, las distancias que son más largas y que toman más tiempo en ser recorridas. El paisaje desolado, con una tercia de borregos en busca de un pastizal, completan la escala (Fig. 15).
Sin los referentes que permiten delimitar el territorio, tales como la colina, el pueblo o el río, el que viene de afuera se sumerge en las comunidades rurales y se toma el tiempo para escuchar sus historias, comprender sus ritmos, el lenguaje, entender los problemas. Para Eugenio Santangelo, estudioso de la obra de Rimsky, esta configuración híbrida compuesta por imagen, texto y mapa:
Crea una interferencia, una suspensión y un umbral a partir del cual “el que viene de afuera contempla el tiempo”, su hacerse espacio, su espaciarse en una contigüidad no identificable ni representable que, sin embargo, Rimsky cuida en todo momento que emerja, como lo que está-entre-los-hombres, transformando —y le robo otra vez a Didi-Huberman— el ojo clínico, el ojo imperial, en ojo a la escucha, ojo en auscultación del mundo, lenguaje que toca con tacto, sin herirlo, sin exponerlo a una fusión, entre proximidad y distancia.[36]
El mapa de Rimsky no construye su conocimiento mediante el gran relato visual, sino a partir de una interferencia que obliga al protagonista a escuchar las pequeñas historias escondidas entre las fisuras, los pliegues de un territorio abandonado. Contar estos microrrelatos es una forma de recuperar los afectos, de convertir a los habitantes en sujetos de enunciación en el espacio donde hablan y son escuchados. Dar un lugar a estas voces es una forma de contrarrestar el sistema que los margina y excluye.
En su conjunto, la lectura de Austerlitz y Ramal permite no solo generar una reflexión sobre los vínculos entre la violencia totalitaria de mediados del siglo xx en Europa y la violencia económica que padecen los que han quedado al margen del proyecto neoliberal en América Latina: también permite observar formas de hacer literatura desde un posicionamiento ético. Trasladar la mirada sobre el otro, escucharlo, visibilizarlo, son formas de romper con la violencia del lenguaje y la exclusión. Formas de visibilizar y resistir.
Bibliografía
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[1] Ernest W.B. Hess-Lütich, “Spatial Turn: On the Concept of Space in Cultural Geography and Literary Theory”, en Meta-Carto-Semiotics. Journal for Theoretical Cartography, vol. 5, 2012, pp. 1-11.
[2] Anagrama, Barcelona, 2002.
[3] Fondo de Cultura Económica, Chile, 2011.
[4] W.G. Sebald, “The Last Word”, en entrevista para The Guardian. Disponible en: www.theguardian.com/education/2001/dec/21/artsandhumanities.highereducation
[5] W.G. Sebald, Austerlitz, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 8.
[6] Alice Crary, “Extending the Argument: Literary Accounts of Moral Kinship between Humans and Animals”, en Inside Ethics. On the Demand of Moral Thought, Harvard University Press, Cambridge, 2016, p. 239.
[7] W.G. Sebald, op. cit., pp. 8-9.
[8] Ibid., p. 97.
[9] Kenneth Burke, “Definition of Man”, en The Hudson Review, 1963, pp. 492-494.
[10] David Schalkwyk, “Wittgenstein and Sebald: The Place of Home and the Grammar of Memory”, p. 327, disponible en: http://wittgensteinrepository.org/agora-ontos/article/viewFile/2159/2424
[11] W.G. Sebald, op. cit., p. 10.
[12] Ibid., p. 121.
[13] Ídem.
[14] El “Führer” regala una ciudad a los judíos.
[15] “Los baluartes de la Memoria. La fortificación abaluartada en Austerlitz de W. G. Sebald”, ensayo final para el seminario “La Cartografía en la literatura y el arte contemporáneos”, MUAC, UNAM, México, 2017.
[16] Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Buenos Aires, 1991, p. 113.
[17] W.G. Sebald, op. cit., p. 132.
[18] Ibid., p. 18.
[19] Ibid., p. 19.
[20] Ibid., pp. 24-25.
[21] Ibid., p. 141.
[22] Giorgio Agamben, Estado de excepción, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2010, p. 25.
[23] Ibid., pp. 124-125.
[24] A partir de conceptos de física cuántica de Einstein, Bajtín propone el cronotopo (kronos=tiempo, topos=espacio) como la relación indisoluble de tiempo y espacio asimiladas artísticamente en la novela. En un mismo relato pueden coexistir distintos cronotopos que se relacionan con la trama y que crean un ambiente, un efecto particular. Mijaíl Bajtín, “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Teoría y estética de la novela, Taurus, Buenos Aires, 1984, p. 237.
[25] Eugenio Santangelo, “Topologías de lo común e interferencias literarias”, ponencia presentada en la mesa “Zonas de contacto: literatura, arte y política”, en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, el 22 de noviembre de 2016. Disponible en: http://senalc.com/2016/12/15/topologias-de-lo-comun-e-interferencias-literarias/
[26] Los ramales son las líneas férreas secundarias que se desprenden desde una línea central.
[27] Cynthia Rimsky, op. cit., p. 20.
[28] “Un viaje al último ramal de Chile”, en Casamerica, 16 de enero 2012. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=ALuwVKK-rWM
[29] Cynthia Rimsky, op. cit., p. 30.
[30] Ibid., p. 33.
[31] Michel de Certeau, “Prácticas de espacio”, en La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana-ITESO, Ciudad de México, 2000, pp. 101-142.
[32] Cynthia Rimsky, op. cit., p. 33.
[33] Ibid., p. 55.
[34] Ibid., p. 56.
[35] Unos meses después de escribir estas líneas, me enteré de que la persona en la foto es el sobrino de Cynthia Rimsky.
[36] Eugenio Santangelo, op. cit.