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Modelo centinela (Fragmentos)

TERMINÉ de leer El plano oblicuo (1920) de Alfonso Reyes. El libro me dejó el sinsabor de un magnífico prosista que prefiere pulir a rematar, decir mentiras piadosas a sus lectores para no perturbarlos, dar lecciones de historia antes que atreverse a contarla.

Salvo por “La cena” (1912), texto impuntualmente surrealista, el volumen podría resumirse en una soberbia veintena de aforismos, poemas atómicos en prosa y microensayos. Pero el cuento —la intensidad relampagueante de su acotada ilusión de realidad— brilla por su ausencia, como si Reyes desconfiase de la trama por irreflexiva y veleidosa; por elegir la memoria oral, sucia y atropellada, al orden alfabético de una enciclopedia recién sacudida.

En “La entrevista” (escrito el mismo año que “La cena”), una tediosa introducción a la tediosa amistad de tres tristes tediosos: Robledo, Carbonel y el narrador, se esconde un retrato y una defensa del joven artista Reyes, quien optaría prematuramente por abandonar la indisciplina de las vanguardias (que nunca lo tentaron) y por convertirse en el futuro maestro de Borges:

 

Helo ahí —pensé— adornado con todas sus prendas anticuadas. Como una combinación nueva de elementos viejos. Como una protesta o reencarnación del gusto de nuestros padres, pero atractivo aún para nosotros, más que todas nuestras novedades efímeras. Su anillo, pesado y riquísimo (esa piedra negra, ¿qué es?), es una vieja moda. Su vestido casi es una colección de supervivencias […] Está construido sobre meros gustos sancionados y ya recogidos por la Historia, y acaso por eso solamente es perfecto.

 

Y, sin embargo, la perfección no basta. En un momento como este, la “página perfecta” es una aspiración tan pobre como vestirse con esmero para recibir, a prudente distancia, un pedido a domicilio que deberemos desinfectar junto con nuestra ropa.

 

 

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EN “Tarde o temprano”, José Israel Carranza escribe un conmovedor elogio del cigarro en tiempos donde la asepsia es una ostentación, y la buena salud, una ruleta; pero, también, lanza una profecía cumplida parcialmente:

 

[…] la imaginación más chapucera me inclina a contemplar […] que siempre podrá ser “temprano” [para dejar el vicio], pues nada me garantiza que al instante siguiente de apagar mi último cigarro los chinos no estén anunciando al mundo el prodigio de haber sintetizado los remedios para la tos, la resequedad de garganta, la flema miserable de cada mañana, la apnea, la gastritis…

 

Carranza prosigue con la letanía de horrores asociados a fumar: enfisema, cáncer, aneurisma y un previsible etcétera. No deja de llamar la atención que, en un momento donde el tabaquismo es señalado como factor de riesgo entre pacientes de Covid-19, asome una noticia irresponsable, paradójica y esperanzadora: la nicotina, de acuerdo con un estudio hecho por el neurobiólogo francés Jean-Pierre Changeux, “podría tener efectos preventivos o terapéuticos —señala El Confidencial—. La posible explicación sería que la nicotina se une al receptor ACE2 de las células, […] impidiendo que el SARS-CoV-2 utilice esa entrada y nos infecte”. Los autores del hallazgo podrán no ser chinos, tan fumadores como los franceses, pero los orientales fueron los primeros en sufrir el azote y, quizás, en buscar subterfugios científicos que les permitan volver a rematar su birria de murciélago con un cigarro como digestivo.

Celebro a los amigos que han podido superar la adicción en plena Jornada Nacional de Sana Distancia; los felicito y envidio. (Han recuperado, hasta la fecha, diez minutos de vida). En honor a ambos enciendo un cigarro, definido por Oscar Wilde como “la clase perfecta de un placer perfecto. Es delicioso y nos deja insatisfechos. ¿Qué más puede pedirse?”. No pido más que un cigarro para echarle el humo a los moralistas y monaguillos de la intolerancia, quienes, al margen del hallazgo de Changeux, siguen reduciendo las drogas a su estricta composición química. Tal vez una bocanada resulte más beneficiosa y deseable que las gotículas de portadores del Covid-19. No sin ingenuidad, aplaudo la vieja perorata del apestado y apestoso cigarro frente a la del nuevo virus que, embozado de aire limpio, desea apagar nuestras colillas humanas con la furia de los renegados.

 

 

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JOHN Cowper Powys recomienda en un texto de primera necesidad, “El arte de olvidar lo insoportable”:

 

Tenemos que conservar en lo más recóndito de nuestra naturaleza, profundo y concentrado, un depósito rebosante de amnésico nepente, […] una genuina pócima del Leteo que borra todos los recuerdos.

 

El nepente o la pócima del ensayista inglés no es otro que la memoria misma. Cuando se dice que un recuerdo es vívido, no calificamos la experiencia que lo crea, sino nuestra capacidad de recrearlo. Se trata, entonces, de la imaginación y su “pantalla verde” antes que de la realidad y su cámara de fidelísimos pixeles —los cuales, por otra parte, la harían ver menos real: sobreenfocada, milimétrica—.

Más que de mala o buena memoria, habría que hablar de sobreexposición y subexposición de los recuerdos. Qué de ellos, consciente o inconscientemente, se oscurece o ilumina; cuál apertura de diafragma, por trauma o entusiasmo, resulta demasiado grande o demasiado pequeña. Y aun así, no hay una sola foto ni un recuerdo fijo que, según Roland Barthes, no parezca “falsa a nivel de la percepción”. (¿Fue así? ¿De veras? No me acuerdo de x. ¿De cuándo es esta foto? ¿Seguro de que era yo? O bien, sustituyendo las carpetas de un USB por una conversación: No me acuerdo de eso. Fue así y asado. No estaban A ni B. ¿No me estarás confundiendo con alguien más?). Dicha incredulidad se debe a que la foto más clara o, incluso, el recuerdo más fidedigno constituye una “imagen demente, barnizada de realidad”, según el crítico francés. La realidad no pasa de un barniz o filtro en un taller de fotos digitales y en el cuarto oscuro de la mente.

Yo no quiero olvidar nada de estos meses de confinamiento. Sus centenas de miles de fallecidos. Su novísima —y, lo más seguro, perdurable— inestabilidad. Su amor entre dos hombres que no habían pasado más de diez días juntos como un milagro volitivo. Sus vasos lavados una y otra vez. Sus pesadillas reparadoras. Su anteparaíso de sesenta metros cuadrados. Su purgatorio de una habitación, una sala, un baño y una cocina. Sus familiares y amigos como una imagen lúcida aunque, a veces, congelada por la lentitud de nuestras redes. Borrar todo ello constituiría un arte tan infame y colosal como imposible.

Solo el perdón puede tener por meta el olvido, así que no quiero perdonarme nada; no todavía. Algo más —no recuerdo bien qué— lo hará por mí de cualquier modo.

 

Ciudad de México, México

 

 

Los tres fragmentos anteriores, sin título, corresponden a un diario público en verso y prosa, llevado en mi muro personal de Facebook (facebook.com/hernanbravovarela) durante los casi setenta días de la “Jornada Nacional de Sana Distancia”, decretada por la Secretaría de Salud federal durante la pandemia del Covid-19.

 

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa