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¡¡¡Lepra!!!, la sociedad y sus miedos (una lectura biopolítica del caso argentino)

Como es bien sabido, la lepra ha sido históricamente la enfermedad más tematizada por metáforas que, ya desde la Edad Media, condujeron a la creencia de que por la corrupción del cuerpo emergía la enfermedad del alma, producto de herejías, lujurias y del peor de los pecados, el sexual.[1] A partir de allí, se impuso la segregación de sus portadores, primero con el fin de punirlos, y más tarde, de impedir el contagio de los sanos. Concepto este último que se amplía y resignifica en las postrimerías del siglo XIX. Desde entonces, y merced a la emergencia disciplinar de la eugenesia, la idea de contagio es extendida en términos culturales buscando legitimar la aniquilación de todo foco amenazante de una descendencia pretendidamente impoluta, estéril, limpia de amenazas disgénicas.[2] El diseño de esta sociedad “perfecta”, en cuyo sesgo ideológico puede advertirse un claro trasfondo organicista requirió, además, enfatizar respecto de otro concepto clave: el de “defensa social”; cabe señalar que el tema se puso en discurso en Argentina con la irrupción de una prolífica labor de médicos y legistas obsesionados con la gestión biopolítica de la enfermedad, pero más aún, del enfermo.[3] De esta tarea, realizada a veces en sintonía con los Congresos Internacionales de la materia —el Primer Congreso Internacional de la Lepra se reunió en Berlín (1897)— y, otras veces, generando doctrina propia, dan cuenta los numerosos proyectos legislativos presentados —el primero de ellos surgido de las conclusiones a las que arribó la Conferencia Nacional sobre la Lepra, celebrada en el país a instancias del gobierno nacional (1906)— así como la sanción en 1926 de la Ley 11.359, denominada Ley de Profilaxis de la Lepra.

Nos interesa aquí reflexionar sobre aspectos centrales de la regulación del primer impedimento matrimonial de orden eugenésico legislado en Argentina (el de lepra), el cual, allí contemplado, dio visibilidad a una latente articulación entre dos saberes normativos, como la medicina y el derecho, a partir de una estrategia biopolítica de trasfondo eugenésico sostenida en una arbitraria división binaria de la sociedad entre lo “normal” y lo “patológico”, o entre lo “digno” y lo “indigno” de reproducirse. Entre estos últimos, el leproso se convertiría en el primer sujeto a quien se le conculcó el derecho a contraer matrimonio bajo el argumento de proteger a una prole futura. Es decir, el primer sujeto que cargó con un estigma eugenésico en la Argentina del siglo XX.

Esta cuestión perduró largamente en el país y convivió con un plexo de impugnaciones al “otro” que se extendieron, al menos, hasta la última dictadura cívico-militar (1976-1983). Y ese “otro” iría adquiriendo diversos formatos; siempre, eso sí, bajo la misma piel. De manera tal que, aun en las recientes décadas y bajo patrocinio autoritario, la “monstruosidad” con la que se calificó al hanseniano compartiría un lugar común con la del “loco”, el “subversivo”, el “comunista”, el “ateo”, el “homosexual”, en definitiva, el “inadaptado”. Ellos también serían sujetos de diversos mecanismos de exclusión, en términos biopolíticos y, por lo tanto, considerados “indignos” de procrear; como el leproso, de quien, paradójicamente, mediante uno de los últimos actos del régimen se derogó en su totalidad la norma que lo marginaba.[4]

 

La lepra como argumento biopolítico

Las argumentaciones biopolíticas organizadas en torno a la lepra resultan claramente excedentarias de la mera enfermedad. Así, por ejemplo, en una temprana tesis doctoral presentada en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires en 1874 por el Dr. Eduardo Fidanza, titulada “De la reglamentación de la prostitución pública considerada como medio profiláctico de la sífilis”, surge una particular analogía: su autor define a la sífilis (vale aclarar, enfermedad por entonces indefectiblemente asociada a la prostitución) como una “lepra social”.[5]

De esta manera, si el problema era social, la solución también debía serlo. El aislamiento físico de los leprosos fue entendido como una solución solo parcial dentro de la estrategia de “defensa social” en la que el tratamiento sanitario quedó inmerso. La restricción de derechos complementó los alcances y puso particularmente de manifiesto cómo el problema era abordado desde la eugenesia.[6] La eugenesia, como disciplina cuya vocación es organizar poblaciones a partir del imperativo de controlar su reproducción —física, pero también ideológica—, focalizó particularmente su atención en la transmisibilidad hereditaria de una u otra característica física o mental concebida como disvaliosa y, en consecuencia, tipificada patológica. En esta sintonía, y recordando la significativa recepción del paradigma eugénico en Argentina —ya sea asociado al determinismo genético o al ambiental—,  las indagaciones sobre la herencia normal y la herencia mórbida constituyeron, durante las primeras décadas del siglo XX, una preocupación constante de las élites intelectuales y políticas.

Respecto de la lepra, queda expuesta en este período una clara tensión entre el conocimiento médico de que se disponía sobre esa enfermedad y las previsiones eugenésicas que, paralelamente, también formaban parte del capital científico de las mismas elites. Tensión que en el plano político se resolvió a través de la instrumentación de diversos dispositivos de aislamiento de los leprosos, más asociados a estrategias de segregación social —cuya búsqueda de legitimación científica las conducía al paradigma eugenésico— que a indicaciones terapéuticas.

En efecto, ya en la antes mencionada Conferencia sobre la Lepra de 1906, quedaron planteadas sobre este tema dos premisas directrices: por una parte, que la lepra era contagiosa; y, por otra, que la lepra dudosamente era transmisible por herencia. Transmisibilidad por contagio y heredabilidad constituían, pues, los dos aspectos que imponían una cuidadosa evaluación de potenciales desviaciones de la norma, en el marco de una estrategia biopolítica mayoritariamente aceptada. En este sentido, cabe destacar que en ese tiempo tenía fuerte consenso en el campo científico la idea de que la lepra familiar no era fruto de la herencia, sino del contagio,[7] no alcanzando, por ende, a “los hermanos que se aíslan a tiempo”,[8]  ni a los hijos de leprosos sacados de los padres al nacer, puesto que “huérfanos hijos de padres sanos, criados por leprosos, adquieren lepra”;[9]  de donde se solía afirmar que “muchos de los casos aparentemente hereditarios por tener padres leprosos, no son más que casos de contagio”.[10]

De esta manera, adquiriendo sustento científico la hipótesis del contagio, cobraba sentido el aislamiento físico del enfermo, no como medida terapéutica para sí mismo sino como estrategia profiláctica para el resto de la sociedad. De ahí que parecía “mucho más humano proteger a los hombres contra la lepra, que proporcionar al leproso el derecho y la ocasión de hacer otros leprosos”.[11] Pero la propuesta de aislamiento del leproso, seguramente influida en estos participantes de la Conferencia por “la repugnancia y el asco que inspira”,[12] resultaba una ardua tarea ya que, según se aseguraba, “el egoísmo prima en el leproso, y la familia no cree en el contagio”.[13] Para avalar estas ideas se rescataría una vieja tesis de Benjamín Solari sobre la “perversión moral del leproso”,[14] y el Estado, como gestor de una pretensa “defensa social”, debía aislar compulsivamente al enfermo, separándolo tanto de sus bienes como de sus afectos.[15]

Con este trasfondo, cabe preguntarse entonces: ¿en qué lógica científica se sustentó la prohibición del matrimonio “entre leprosos” o entre “una persona sana con una leprosa” establecida también por la Ley sancionada en 1926 que no impedía, empero, la convivencia —y consiguiente cohabitación— de un matrimonio en el cual uno o ambos cónyuges hubiesen contraído la enfermedad luego de una unión válida?[16] Y ¿por qué tanto empeño para llegar aun hasta donde se sorteaba la legalidad, esto es, hasta donde una cohabitación ilegal derivaba en hijos de leprosos?

Ahora bien, más allá de una eventual legitimación proporcionada por el estado de la ciencia epocal, el tema de la restricción de derechos promovida no dejaba de generar cierta inquietud. Así, por ejemplo, en el debate parlamentario de 1926, el senador por la provincia de Santa Fe, Ricardo Caballero, vio con preocupación las diversas restricciones a las libertades individuales en ella previstas, más aún en un país como la Argentina, donde —según él— no existían focos de lepra.[17] Además, estando por entonces bastante consolidado el argumento de la no transmisibilidad hereditaria de la lepra, aquel senador afirmaba que “ni siquiera los hijos de leprosos heredan una susceptibilidad especial para adquirirla (…) Por este proyecto, llegará un momento en que hasta a los sospechosos de padecer de lepra, se les arrancarán sus hijos, se les destruirá su familia, todo en nombre de alguna denuncia más o menos indocta”.[18]

Pero los cuestionamientos en el Congreso de la Nación a la ley en ciernes no terminaban allí, sino que también apuntaban a describir una situación por demás preocupante, como lo era la vinculada al diagnóstico efectivo de la enfermedad con las implicancias jurídicas que conllevaba. Así, se manifestaba cierta desconfianza respecto de quién haría las denuncias sobre si tal o cual persona padece lepra en los casos infinitos en que esta se presenta con caracteres no claros. Siendo, como era, una enfermedad de difícil detección, y estando altamente comprometido el cercenamiento de las libertades individuales en pos de un pretendido bien social, Caballero —quien no dudaba en afirmar “toda esta legislación es monstruosa”—[19] sostuvo la necesidad de requerirse como condición indispensable la demostración de la presencia del bacilo en la lesión. [20]

No obstante, el llamado de atención que se hace respecto del cuidado que requiere legislar con un “criterio científico aparente”, comprometiendo por ello libertades fundamentales, fue contestado por el senador Gallo, para quien únicamente era digno de la libertad individual el que era capaz de ganársela diariamente por sí solo. [21]

Más allá de estos puntos de tensión, la Ley tuvo una larga vigencia, centrándose las discusiones posteriores no en el aislamiento en sí, ya sea físico (leproserías, asilos, colonias o pabellones anexos a hospitales públicos) o simbólico (interdictando al enfermo), sino en la forma de efectivizar dicho aislamiento. Recuperando el debate sobre la heredabilidad, se afirmaba que la “lepra hereditaria” era una “forma de transmisión poco frecuente y lo comprobarían los recién nacidos que, separados de la madre enferma, es raro que tengan lepra más tarde”.[22] Continuaba, empero, sin plantearse una eventual revisión de la prohibición matrimonial.

Ahora bien, si ya hacia la década de 1930 estaba consolidada la tesis de la no heredabilidad de la lepra y el aislamiento de los hijos sanos de padres enfermos se fundaba en la posibilidad de contagio, ¿por qué se mantiene incuestionable la prohibición de contraer matrimonio? Prohibición que, como anticipáramos, constituyó el primer impedimento de orden eugénico legislado en Argentina seguido por el de enfermedad venérea.[23]

Aquí cobra sentido la vertiente eugénica-ambiental que primó en Argentina fundamentalmente desde el período de entreguerras. En efecto, para sus impulsores, el medio, infectado, poluto, corrupto, inmoral, era el principal factor disgénico, y para controlarlo no solo era menester ampliar el listado de impedimentos matrimoniales vinculados a las enfermedades hereditarias sino, además, incluir las contagiosas, sin detenerse demasiado en su eventual transmisibilidad a la descendencia.[24] Así, desde esa corriente “ambientalista” —también llamada “eugenesia integral positiva” por el abogado Carlos Bernaldo de Quirós— se consideraba que la Ley de Profilaxis de la Lepra era parte del plexo normativo eugenésico dictado en el país;[25] mientras que se sostuvo que la herencia no debía ser mirada “solo con vistas al régimen sucesorio, a la transmisión gratuita de bienes civiles y a la familia, sino como factor etiológico de ciertas anomalías fisiológicas funcionales y de incapacidades biojurídicas, que son su lógico desencadenamiento patológico”.[26]

De este enfoque se derivó, por una parte, la pretensión de fichar “la vida y la salud de los habitantes, tal cual hoy se registra la vida y haciendas del pueblo” propiciado por otro eugenista, Germinal Rodríguez, quien ya en 1927 propuso crear un Registro de Sanidad homologable al Registro de la Propiedad.[27] Y, por otra, la constatación estatal de la “aptitud nupcial mediata” antes de autorizar la celebración de un matrimonio, sostenida por Díaz de Guijarro. Desde esta perspectiva, a diferencia de la exigibilidad de la aptitud nupcial inmediata —concentrada en circunstancias coyunturales y próximas a la celebración de la unión— se debía, además, requerir la capacidad de engendrar y la posibilidad de lograr una descendencia sana.

Díaz de Guijarro planteó esta postura en la Primera Jornada Peruana de Eugenesia (Lima, 1939) donde también destacó la conveniencia del certificado médico prenupcial obligatorio como diligencia previa al matrimonio y su exigibilidad a ambos contrayentes; esta postura se completaba con la promoción del divorcio cuando se revelara o se adquiriera una enfermedad crónica, contagiosa y/o hereditaria. Principios que fueron reiterados por el jurista en la Segunda Jornada Peruana de Eugenesia (Lima, 1943) y en el Segundo Congreso Nacional de Facultades de Derecho (Potosí, 1940).[28]  La prohibición para contraer nupcias —que recaía sobre enfermos venéreos, leprosos, tuberculosos, epilépticos, alienados, oligofrénicos y sordomudos— era un obstáculo que desaparecería al haber pasado el período de contagio, pero, eso sí, siempre y cuando no hubiera riesgo para la descendencia. No obstante, las preocupaciones vinculadas a la lepra y sus potencialidades de actuar como factor disgénico, no se detendrían.

La principal institución orientada a difundir en el campo intelectual los contenidos de la ciencia de Galton, la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, invitó en 1943 al Dr. Juan Aller Atucha a comentar los nuevos aportes al tratamiento de la lepra.[29] Unos años antes, el Patronato de Leprosos también había tenido activa participación en las Jornadas sobre “La Asistencia Social”, organizadas por la Asociación de Biotipología, publicitando la labor de incentivo que realizaba, premiando a los pacientes que se atendían en el Hospital Muñiz: “Este sistema, de gran resultado práctico y estadístico, consiste en entregar al enfermo, cada vez que concurre al Dispensario de acuerdo a la indicación médica, un bono canjeable por dinero en efectivo”.[30]

La heredabilidad, fundamental preocupación eugénica, aquí tampoco surgía como problema. El contagio, sí. Pero los intercambios entre la más representativa institución eugénica argentina de la década de 1930-1940 y las organizaciones vinculadas a la asistencia y protección del leproso formaban parte de un continuum que incluye a Eduardo Bunge y su participación como representante del Patronato de Leprosos en el Primer Congreso Argentino de Sociología y Medicina del Trabajo organizado por la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social. Así como la intervención el director de esta última entidad, Arturo Rossi, en la Primera Conferencia de Asistencia Social de la Lepra, celebrada en Buenos Aires en 1939. En aquella oportunidad, Bunge destacó el “profundo sentimiento de justicia” de Monseñor de Andrea, demostrado en la afirmación: “un derecho puede renunciarse, pero el deber no se puede renunciar” para trasladar este concepto del individuo a la colectividad humana, que recluye al enfermo de lepra, privándolo de su libertad, más en beneficio de ella que del enfermo mismo”.[31]

Por entonces, el aislamiento del leproso parecía haber dado los resultados esperados: “al ser recluidos o aislados debidamente los enfermos de lepra, las posibilidades de contagio quedan reducidas en forma tal que casi podrían considerarse nulas”.[32]

No obstante, sería en la referida Primera Conferencia de Asistencia Social de la Lepra donde quedó bien expuesta la imbricada relación entre el abordaje biopolítico otorgado en Argentina a una enfermedad eminentemente contagiosa, cuya transmisibilidad a la descendencia ya estaba por entonces descartada, y una disciplina dedicada al control de la herencia: la eugenesia. En ese ámbito, el médico eugenista Arturo Rossi, aceptando la contagiosidad de la lepra, rescataba, empero, la importancia del factor hereditario y constitucional en la adquisición de esa enfermedad, puesto que no se enfermaban “médicos, practicantes, hermanas de caridad ni enfermeras” que asistían a los hansenianos. De tal manera que, retomando el anacrónico concepto de “lepra familiar”, afirmaba la existencia de “verdaderas familias de leprosos” y que, al separar a un hijo recién nacido de madre leprosa, aquél desarrollaría la enfermedad más tarde, en un lugar alejado de sus familiares enfermos. La tesis de Rossi se sostenía —según él— en las enseñanzas de los “cultores de la patología constitucional”,[33] de donde arriesgaba la “posible existencia de un terreno constitucional en la lepra”, en forma muy semejante a como se evaluaba, por entonces, el terreno constitucional en la tuberculosis, es decir, “la existencia de un estado de labilidad de aquellos biotipos humanos, en los cuales se desarrolla la enfermedad originada por el bacilo de Hansen”.[34] De ahí que este eugenista sugiriera enfocar el problema de la profilaxis antileprosa dentro de los cánones de la medicina preventiva para “dilucidar en los familiares o personas que convivan con los leprosos la existencia de predisposiciones automorbosas y paramorbosas”.[35]

Sin embargo, según el Director de la Asociación Argentina de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, el tema central convocante en la Conferencia era “la protección al hijo sano, del enfermo de lepra”, concluyendo que “la prevención médica y social de la lepra debe también ser contemplada estudiando las características físicas y psíquicas del hijo sano de padres leprosos, para dilucidar de tal suerte si es que existen en realidad taras hereditarias que puedan ser modificables con un tratamiento adecuado o aquellas otras ectipías morfológicas dinámico-humorales o neuroendócrinas, que puedan favorecer a título de constitución más apta el desarrollo del mal”. Destacaba, en definitiva, la necesidad de “practicar una higiene mental en estos niños sanos de padres leprosos; que han tenido la desgracia de llegar al mundo más que con una tara orgánica, con una terrible tara social”. Estos hijos, para Rossi, albergaban “un estado de equilibrio inestable de su propia personalidad psicológica; que su complejo de inferioridad ha abierto una profunda herida en el fondo de su alma” y esa herida obraba en desmedro de su “propio sentimiento de comunidad”. Todo lo cual se vería favorecido con el estigma ancestral que llevaban y que había generado en ellos un estado de neurosis latente por desequilibrio de la esfera subconsciente. De donde se imponía “a la par que el conocimiento y por ende el tratamiento adecuado de las taras hereditarias, el tratamiento de los desequilibrios morfológicos y glandulares y el tratamiento psíquico de ese otro no menos grave desequilibrio del espíritu; todo lo cual sintetizamos bajo el rubro de medicina preventiva aplicada a la profilaxis antileprosa”.[36]

Así, la articulación entre eugenesia y profilaxis de la lepra quedaba planteada mediante la prevención ¾y nueva estigmatización¾ de los descendientes sanos de leprosos, ahora amparada en la higiene mental y la psicoterapia.

Años más tarde, en 1945, y cuando los debates con respecto a la exclusión del enfermo parecían cerrados, el reconocido leprólogo José M. Fernández presentó una comunicación ante la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Rosario donde destacaba que, si bien “el niño hijo de padres leprosos no acusa diferencia alguna con respecto al niño de padres sanos”, la transmisión por contagio de la enfermedad de los padres al niño era un hecho indiscutible. Y, concretamente, ante el impedimento matrimonial de lepra, Fernández proponía modificar la Ley para autorizar la unión entre enfermos, destacando la “influencia moral benéfica” ejercida por aquel entre los pacientes internados en las colonias. Su interdicción ¾admitía¾ cercenaba “un derecho natural, con el agravante de que no se funda en razones de orden científico, sino más bien económico, ya que se ha aducido que los hijos de estos enfermos constituyen una carga para el Estado”.[37]

No obstante, el impedimento a contraer matrimonio que pesaba sobre el leproso continuó hasta 1968, merced a la derogación por la Ley 17.711 del Artículo 17 de la Ley 11.359, aun cuando esta (en su conjunto) continuara vigente hasta 1983. En esa instancia se oyeron críticas feroces ante tal derogación, provenientes, en general, del interior del campo eugénico argentino. Enrique Díaz de Guijarro se opuso fervientemente a la derogación del impedimento en cuestión;[38] mientras que Carlos Vidal Taquini sostuvo la conveniencia de haberlo mantenido para los enfermos contagiosos, debiéndose tan solo permitir la unión de los enfermos positivamente no contagiantes y de aquellos casos en que, siendo ambos enfermos contagiantes, la mujer fuera mayor de 45 años. Se evitaba así, según afirmaba, la descendencia enferma y la separación de los hijos de los padres por haberse permitido el matrimonio. Y el fundamento de este impedimento era “eugenésico” ya que la sociedad tenía “derecho a defenderse de la propagación de enfermedades”.[39]

En el mismo sentido, Carlos Lagomarsino se refirió a la potencialidad disgenésica del leproso recordando las expresiones del republicano español Ángel Osorio y Gallardo vertidas casi tres décadas antes:

Una persona puede querer casarse con un leproso (…) Dos leprosos pueden querer casarse entre sí. En estos casos la sociedad debe atravesarse coactivamente ante tan criminales locuras. Si alguien cree que es exagerada esta enérgica repulsa mía, le recomendaré que visite una leprosería. Por mi parte declaro que yo, que creo haberlo visto todo en el mundo, no he visto nada que produzca espanto más atroz (…) La leprosería es el exponente más horrendo y trágico del dolor humano. Cuando se piensa que dos de aquellos desventurados seres puedan contraer matrimonio y engendrar hijos, el ánimo se siente sobrecogido de espanto.[40]

 

Coda: En suma, la lepra

A partir de esta breve puesta en debate del tratamiento biopolítico de la lepra (y, fundamentalmente, del leproso) en Argentina, cabe reflexionar precisamente a partir del disparador que nos convoca: “en suma, la lepra”. Y desde esa misma propuesta, convenir que el portador de esta enfermedad no era visto sino como una eficaz demostración del alcance de la mismísima “monstruosidad humana”.[41] Una “monstruosidad” que durante el siglo XX incluiría en su seno a toda “otredad” que, en definitiva, era presentada como una amenaza latente hacia un “yo” al cual muy pocos podían pertenecer.

En este contexto, la lepra operaba, en definitiva, como un argumento más al momento de pretender legitimar la exclusión.

 

Marisa Miranda

Subdirectora del Instituto de Cultura Jurídica, Universidad Nacional de La Plata (UNLP);

Investigadora Independiente del CONICET; Profesora Titular Ordinaria de la UNLP.

*Trabajo realizado en el marco de los proyectos: “De la cultura letrada a la cultura política: intelectuales, científicos y voluntad de poder en tiempos de crisis. Argentina en la entreguerra y en la Guerra Fría” (PIP-CONICET 112-201501-00463CO); y “Ciencia y ciudad. Historia natural, biología y biopolítica en la urbe dividida. Barcelona frente a Buenos Aires” (HAR2013-48065-C2-1-P), que forma parte del Proyecto Coordinado “Ciencia en un mundo global. Historia Natural, Antropología y Biología entre el viaje científico y la ciudad”, financiado por el Ministerio de Ciencia y Competitividad (España).

 

 

Bibliografía

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[1] Sobre el particular, véase Alexander Medcalf, Mónica Saavedra, Magalí Romero Sá y Sanjoy Bhattacharya (eds.), Leprosy. A Short History, Centre for Global Health Histories, The University of York, Reino Unido, 2016 (fundamentalmente los capítulos 1 a 3).

[2] La eugenesia (del griego eu-genes, de buen linaje), fue definida por Francis Galton en Inquires into Human Faculty and its Developement (1883) como la ciencia encargada del “cultivo de la raza, aplicable al hombre, a las bestias y a las plantas” (véase Raquel Álvarez Peláez, Francis Galton: Herencia y eugenesia, Alianza, Madrid, 1988, pp. 79-130). A esta disciplina (o mejor aún, a los productos obtenidos a partir de su aplicación), se le opone el vocablo disgenesia (del griego δυσ, es decir, dificultad o anomalía y γένεσις génesis, origen o principio de algo).

[3] Para un estudio en profundidad respecto de la historia social de la lepra en Argentina, véase Irene Delfina Molinari, Vencer el miedo. Historia social de la lepra en la Argentina, Prohistoria, Rosario, 2016.

[4] Tal derogación fue realizada mediante Ley 22.964, publicada en el Boletín Oficial el 8 de noviembre de 1983.

[5] Eduardo Fidanza, “De la reglamentación de la prostitución pública considerada como medio profiláctico de la sífilis”, Imprenta especial para obras de Pablo E. Coni, Buenos Aires, 1874, p. 8.

[6] Para ampliar, véanse Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, “Formas de aislamiento físico y simbólico. La lepra, sus espacios de reclusión y el discurso médico-legal en Argentina”, en Asclepio, vol. LX, núm. 2, Madrid, 2008, pp. 19-42; y Marisa Miranda, Controlar lo incontrolable. Una historia de la sexualidad en la Argentina, Biblos, Buenos Aires, 2011.

[7] Antonio B. Pont, “Informe presentado por el Dr. Antonio B. Pont, delegado por la Provincia de Corrientes”, en Conferencia sobre la Lepra (1906), Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, 1908, p. 211.

[8] Ibidem, p. 212.

[9] Ibidem, p. 213.

[10] Ibidem, p. 209. En ese informe se refiere un solo caso aparente de herencia (véanse pp. 210-211).

[11] “El tratamiento racional entonces, es, separar por doloroso que sea, al leproso sano, hospitalizarlo, poniéndole en condiciones de asistencia, beneficiándolo y librando a los demás del germen que puede enfermarlos”, Ibidem, p. 224.

[12] Ibidem, p. 226.

[13] Ibidem, p. 228.

[14] Según esta tesis, los enfermos de lepra presentan aberraciones e instintos morbosos a propagar el contagio a sus semejantes, razón por la cual resultaba imperioso internarlo y aislarlo. Véase Benjamín T. Solari, “Perversiones morales en los leprosos”, en La Semana Médica, Año 5, Buenos Aires, 1898, p. 351.

[15] “He presenciado escenas angustiosas entre madres e hijos enfermos, que por persuasión nunca se separarán, prefiriendo el sacrificio a la separación, y tengo la convicción íntima de que por persuasión, tratando de demostrar y convencer a enfermos y parientes de la conveniencia del aislamiento, nunca ¾a no cambiar grandemente la cultura general del pueblo¾ conseguiremos la reclusión voluntaria (…) apelar a los medios coercitivos y sancionar una ley de aislamiento obligatorio”, en Antonio B. Pont, op. cit., p. 229.

[16] Más adelante veremos que desde la Sociedad Argentina de Eugenesia se propició, años después, la separación compulsiva de los cónyuges cuando uno de ellos adquiriera una enfermedad disgénica.

[17] En efecto, el legislador entendía que debía existir un límite a “esta clase de legislación respecto de la libertad individual que compromete, extraviada por las sugestiones de una ciencia que no posee ninguna verdad absoluta sobre esta materia y que carece de piedad para la desgracia”, Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, Imprenta del Congreso Nacional, Buenos Aires, 1926, p. 602.

[18] Ibidem, p. 605.

[19] Ibidem, p. 617.

[20] Ibidem, p. 614.

[21] Ibidem, p. 638.

[22] Nicolás Greco, “La profilaxis de la lepra”, en La Semana Médica, año 44, núm. 44, Buenos Aires, 1937, p. 1028.

[23] Para profundizar sobre el sustrato eugénico de este impedimento, véase Enrique Díaz de Guijarro, El impedimento matrimonial de enfermedad (matrimonio y eugenesia), Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1944.

[24] Esta postura fue insistentemente sostenida desde la Sociedad Argentina de Eugenesia, institución fundada en 1945 que resultara altamente representativa del eugenismo argentino de la segunda posguerra y de la cual Díaz de Guijarro era su vicepresidente.

[25] Carlos Bernaldo de Quirós, Eugenesia Jurídica y Social (Derecho Eugenésico Argentino), Tomo I, Editorial Ideas, Buenos Aires, 1943, p. 63.

[26] Ibidem, p. 75.

[27] Germinal Rodríguez, “Registro de sanidad de la República”, en La Semana Médica, año 34, núm. 48, Buenos Aires, 1927, p. 1538.

[28] Enrique Díaz de Guijarro, El impedimento matrimonial…, op. cit., pp.19-21.

[29] Véase Juan F. Aller Atucha, “Nuevos aportes al tratamiento de la lepra”, en Anales de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, núm. 100, Buenos Aires, 1943, pp. 17-31.

[30] Hersilia Casares de Blaquier y Julia Bunge de Uranga, “Asistencia social al enfermo de lepra”, en Anales de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, núm. 83, Buenos Aires, enero de 1939, p. 21.

[31] Eduardo Bunge, “Función del Estado y la Asistencia Social en la lucha antileprosa”, en Anales de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, núm. 91, Buenos Aires, 1940, p. 15.

[32] Ibidem, p.16.

[33] Esta disciplina, de fuerte impacto en la Italia fascista, tuvo como principales representantes en ese país a Giacinto Viola y Nicola Pende.

[34] Arturo Rossi, “Primera Conferencia de Asistencia social de la Lepra. La prevención médico social en la lepra”, en Anales de Biotipología, Eugenesia y Medicina Social, núm. 88, Buenos Aires, octubre de 1939, p. 3.

[35] Idem.

[36] Ibidem.

[37] José M. M. Fernández, “Problemas que suscita el matrimonio de los enfermos de lepra”, en Revista de la Asociación Médica Argentina, tomo LIX, núm. 566, Buenos Aires, 30 de septiembre de 1945, pp. 1113-1114.

[38] Enrique Díaz de Guijarro, “La familia en la reforma de la Ley 17.711”, en Revista del Colegio de Abogados de La Plata, año X, núm. 21, La Plata, julio-diciembre de 1968, pp. 382-383.

[39] Carlos H. Vidal Taquini, “Derogación del impedimento matrimonial de enfermedad por lepra”, en La Ley, tomo 131, Sección Doctrina, Buenos Aires, julio-septiembre de 1968, pp. 1527-1528.

[40] Ángel Osorio, “La reforma del Código Civil Argentino”, Editorial Aniceto López, Buenos Aires, 1941, p. 80, en Carlos A. R. Lagomarsino, “El matrimonio en la reciente reforma del Código Civil”, en La Ley, tomo 131, Sección Doctrina, Buenos Aires, julio-septiembre de 1968, p. 1221.

[41] Sobre el concepto cultural de “monstruo”, nos remitimos a Marisa A. Miranda, “Del otro lado, el ‘monstruo’. Aspectos del discurso dictatorial argentino (1976-1983)”, en Nora Domínguez, (coord.), Monstruos y monstruosidades. Perspectivas disciplinarias IV, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2016, pp. 253-257.