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Lepra, historia, estigma: El caso de Colombia

En su libro clásico, El miedo en Occidente, Jean Delumeau[1] advirtió que el miedo es una emoción siempre presente tanto en los individuos como en las colectividades. La historia de la lepra en Colombia a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX es un buen ejemplo de una sociedad traumatizada por la pesadilla del contagio, con grupos sociales que explotaron el miedo para sus propios fines.

Durante las décadas de 1860 y 1870, el gobierno colombiano creó los lazaretos de Agua de Dios y Contratación para albergar a una población creciente de personas afectadas por una enfermedad que se llamaba elefantiasis. Este era el nombre que la medicina griega había dado a esta dolencia por la deformación característica que produce en las piernas. (Luego volveré sobre este asunto de los nombres; como se sabe, nombrar es crear realidades). Los dos lazaretos en cuestión se sumaron a uno que ya existía en la costa Caribe desde el siglo XVIII.  Los lazaretos eran aldeas donde los enfermos y sus familias llegaban voluntariamente, a menudo huyendo de persecuciones y de la estigmatización causada por la desfiguración que ocurre en ciertos tipos de lepra. Los lazaretos eran también respuestas parciales a la pobreza en un período de intensa recesión económica. En 1867, el Estado colombiano definió a los leprosos como “seres desgraciados” dignos de “especial conmiseración de las almas cristianas”.[2]

No olvidemos la connotación de castigo al pecado que tenía la lepra. La idea de la lepra como resultado de alguna infracción moral se deriva, en parte, de una mala traducción.[3] En el Antiguo Testamento, más exactamente en el Levítico, se describe con el nombre hebreo de tsara’ath una dolencia que significa “castigado por Dios” y que podía afectar a las personas, los animales y los objetos, tales como las paredes. En este libro también se especifican los rituales de separación y de limpieza que son necesarios en estos casos. Luego, en las traducciones de la Biblia, la palabra hebrea tsara’ath se convirtió en la palabra latina “lepra”.[4] Pero la afección descrita en el Levítico no tiene un sentido médico ni higiénico, como hoy lo entenderíamos, sino que alude a sistemas de clasificación que definen lo puro y lo impuro, lo permitido y lo prohibido, todo esto orientado a evitar la profanación religiosa.[5] Por eso, una persona afectada por tsara’ath no podía entrar al tabernáculo, como tampoco podía hacerlo una mujer con la menstruación.

Posteriormente, y en contextos culturales muy diferentes, la medicina griega nombró elefantiasis a la dolencia que hoy llamamos enfermedad de Hansen y que la medicina árabe llamó al’judam.  En el siglo XI, Constantino el africano, un médico árabe convertido al cristianismo, tradujo al’judam como lepra y, con ello, la enfermedad adquirió todas las connotaciones de contaminación ritual, mancha y oprobio implícitas en el concepto bíblico de impureza.[6] Esta noción de la lepra como resultado de una profanación moral y del leproso como alguien necesitado de la caridad cristiana persistió durante toda la Edad Media y llegó hasta nosotros.[7]

Para un país católico como era Colombia, resultaba natural que los elefancíacos, como se les llamaba, fueran objeto de caridad cristiana. Los lazaretos eran financiados como parte de los programas de beneficencia del Estado y recibían también donaciones de los particulares. El principal objeto de los lazaretos no era médico, y la intención de la segregación no era evitar el contagio. Los pueblos vecinos de Agua de Dios y Contratación desarrollaron amplias relaciones sociales y comerciales con los lazaretos. Los enfermos publicaban periódicos en los cuales recomendaban las virtudes de la humildad y la resignación, negaban la inmoralidad de los elefancíacos y criticaban la idea de que la lepra era el resultado de una infracción moral.[8] Agua de Dios y Contratación crecieron gracias a la filantropía y pronto fueron convertidos en municipios. Leprosos de todo el país acudieron a los lazaretos y construyeron comunidades alrededor del estigma de la lepra.[9] En muchos sentidos, estas aldeas protegían a los leprosos de ser molestados, aunque la vida en ellos estaba lejos de ser ideal. En la década de 1890, las comunidades religiosas de los salesianos y las Hermanas de la Caridad se instalaron en los lazaretos. En una clara alegoría medieval, los religiosos celebraban con gran pompa los rituales religiosos y lavaban y besaban los pies deformes y llagados de los enfermos. Además, asumieron una cruzada moral a tono con el ambiente conservador del período: los religiosos estaban decididos a eliminar las bebidas alcohólicas, las festividades y otras costumbres populares de los residentes de los lazaretos.[10] Las monjas actuaban como enfermeras y muchos agradecían la ayuda proveniente de los misioneros.[11] Pero también es cierto que los religiosos usurparon la vocería de los enfermos y fueron activos difusores de una imagen patética del leproso como alguien necesitado de caridad cristiana. Entre más dramáticas las circunstancias de los leprosos, limosnas más cuantiosas se recogían, mayor la santidad y el heroísmo de los religiosos y mayor su legitimidad social. Los religiosos también jugaron un importante papel político en los lazaretos. La tradición de crítica y de defensa de sus derechos constitucionales por parte de los leprosos alarmaba a los gobiernos conservadores. Los religiosos contribuyeron a silenciar a los leprosos, quienes se convirtieron en un peligro para el nuevo orden social y político.  Los enfermos, entretanto, confiaban en la ciencia y hacían llamados a los médicos, quienes habían estado notablemente ausentes de los lazaretos.  De hecho, la profesión médica era débil y los estudios médicos estaban dispersos.

En cuanto al conocimiento médico hay que decir que, hacia 1870, el médico noruego Gerhard A. Hansen anunció que la lepra era una enfermedad específica producida por un microorganismo que hoy conocemos como el bacilo de Hansen.[12] Pero había un problema: el microorganismo era imposible de cultivar, de acuerdo con las reglas de la revolución bacteriológica en curso, por tanto no se podía establecer de manera contundente que la lepra era causada por un microorganismo específico.[13] La hipótesis de que la enfermedad era infecciosa derivaba de datos epidemiológicos y no de evidencia bacteriológica.

Por otra parte, a finales del siglo XIX se generó un gran pánico cuando se descubrió que había lepra en muchos lugares de Asia y África, en particular en los territorios colonizados por los europeos. Se creía que la enfermedad era incurable y altamente contagiosa y que podría contagiar al mundo civilizado.[14] Recordemos que se ignoraba el modo exacto de transmisión de la lepra, aunque se conocía su largo período de incubación y su lenta evolución.  A pesar de todo, en 1897, el Primer Congreso Internacional de la Lepra reunido en Berlín le dio la razón a Hansen y concluyó que la enfermedad era contagiosa, peligrosa y virtualmente incurable.[15] Ello fue suficiente para justificar las medidas más severas de segregación de leprosos que se aprobaron en prácticamente todos los países endémicos. Este pánico alcanzó también a Colombia por la vía de la literatura médica. Mientras las naciones imperialistas descubrían lepra en el mundo colonial, los médicos colombianos también descubrieron la lepra y la convirtieron en un asunto médico. Dos procesos se desarrollaron en forma paralela en la Colombia del último tercio del siglo XIX: por un lado, la profesionalización de la medicina, y por otro, la reconstrucción de la lepra como una enfermedad infecciosa. Es decir, la organización de la comunidad médica y la construcción social de la lepra como un concepto médico. Los médicos estaban interesados en erigir una medicina nacional y, en participar, en lo que llamaban el conocimiento médico “universal”. Por ello, se organizaron en sociedades y academias, comenzaron a publicar revistas, renovaron la educación médica, incrementaron sus contactos con la profesión en Europa y empezaron a asesorar al gobierno en materia de higiene pública.[16]

Los médicos colombianos pronto se familiarizaron con las nuevas teorías acerca de la etiología de la lepra. Mientras que anteriormente muchos describían la lepra como una enfermedad constitucional y hereditaria, ahora, con la organización de los estudios médicos, la lepra se convirtió en objeto de debate académico y de tesis universitarias. Mientras que antes los esfuerzos para estudiar la enfermedad y tratarla permanecían en un ámbito privado, ahora la comunidad médica era el vehículo institucional para la asimilación de las teorías médicas. La bacteriología adquirió gran prestigio en Colombia.[17] Los médicos aseguraban poseer el conocimiento técnico necesario acerca de la enfermedad, pero nada podían hacer mientras los lazaretos estuviesen en manos de instituciones filantrópicas.  En consecuencia, iniciaron una batalla para medicalizar la lepra y arrebatársela a las comunidades religiosas. Una de las principales estrategias que usaron fue incitar el miedo al contagio a través de la exageración del número de enfermos.[18] Como resultado, el gobierno colombiano aprobó hacia 1890 las primeras leyes ordenando el aislamiento obligatorio de los enfermos y se autorizó el envío de todos los leprosos a una isla remota para evitar un contagio que se presagiaba inminente.[19] De esta manera, los leprosos adquirieron una identidad ambigua: se convirtieron en una peligrosa categoría social que debía ser combatida, aunque siguieron siendo objeto de compasión y caridad.

A finales del siglo XIX había consenso entre los médicos acerca de que la lepra era infecciosa, que era un problema serio y que la única manera de prevenir su expansión era el aislamiento obligatorio. Los pacientes rechazaban la teoría del contagio. Para ellos, la lepra era una enfermedad de origen constitucional de acuerdo con viejas teorías hipocrático-galénicas.[20] Como era de esperarse, los enfermos perdieron la batalla. A través de la prensa se difundió la imagen de los lazaretos como focos de infección y algunos médicos, y también algunos religiosos, interesados en recoger fondos para llevar a todos los leprosos a una isla empezaron a reportar un número cada vez mayor de leprosos reales o ficticios sin datos provenientes de un censo. Se llegó a hablar hasta de 50,000 enfermos de lepra en Colombia, sin ninguna base real.[21] En resumen, la construcción de la lepra como enfermedad infecciosa y la consolidación de la comunidad médica a finales del siglo XIX fueron fenómenos constitutivos el uno del otro.

Sin embargo, la debilidad del Estado colombiano en el siglo XIX y la Guerra de los Mil Días hicieron que los proyectos de controlar la lepra se aplazaran. A comienzos del siglo XX, con la modernización del Estado, la formación de una burguesía nacional y la inclusión de la nación en la economía mundial, la lepra se convirtió en un obstáculo para el progreso y la civilización. Sin embargo, el impedimento parecía ser más bien simbólico. Lo que preocupaba a las élites era la cifra exagerada de enfermos de lepra que había sido difundida en años anteriores en congresos médicos y en publicaciones internacionales. Colombia rivalizaba con la India por el primer lugar en términos de prevalencia de la enfermedad, competencia que las élites colombianas se rehusaban a ganar. La comunidad médica acusaba a las órdenes religiosas de la exageración previa del número de enfermos.[22] Según el proyecto civilizador, Colombia necesitaba capital extranjero, inversiones, mercados e inmigración de raza blanca. Una nación asolada por la lepra difícilmente podía alcanzar estos objetivos.

El gobierno colombiano, con la asesoría de la comunidad médica, adoptó una estrategia doble: se dedicó a difundir en foros internacionales nuevas estadísticas, considerablemente más bajas, que sugerían una política exitosa de control de la lepra, afirmando que la inmensa mayoría de los enfermos se encontraba aislada.[23] Por otra parte, el Estado comenzó a tomar el control de los lazaretos sometiéndolos a un régimen común a través de una oficina gubernamental especializada y aplicando leyes severas de aislamiento obligatorio. El principal propósito de la nacionalización de los lazaretos era detener la expansión de la enfermedad, cortando los amplios lazos sociales y económicos que las aldeas-lazaretos tenían con el mundo exterior. Los enfermos fueron confinados en los límites de un área determinada por una cerca de alambre de púas, que se llamó “cordón sanitario”, y los colombianos añadieron a sus obligaciones ciudadanas la de denunciar a los enfermos de lepra. Dondequiera que fueran encontrados empezaron a ser detenidos como si criminales y llevados por la fuerza a los lazaretos. La estrategia también incluía expulsar de los lazaretos a una gran población en apariencia no enferma de lepra, compuesta principalmente por parientes de los leprosos.[24] De nuevo, los siguientes fenómenos estuvieron todos íntimamente relacionados: la medicalización de la enfermedad, la nacionalización de los lazaretos, la modernización del Estado con su consiguiente refinamiento de las artes de gobierno, la exclusión de un grupo social definido como “leproso” y la definición de la ciudadanía a través del establecimiento de obligaciones tales como denunciar a los enfermos de lepra.  La sociedad colombiana comenzó a reconocer la capacidad legítima de los médicos para conducir ciertos temas definidos como médicos. Esta confianza social reforzó la autoridad médica y dicha autoridad contribuyó a reforzar el orden social. El Estado colombiano asumió una actitud colonialista hacia los enfermos de lepra, en su mayoría campesinos pobres y artesanos. Antes que nacionales de un mismo país, a quienes era preciso tratar como pacientes, los enfermos de lepra fueron vistos como seres pertenecientes a razas “inferiores”, a quienes había que apartar de la vista de una sociedad que quería a toda costa parecer “civilizada”. La comunidad médica tomó el control de los lazaretos pero despreció las experiencias y el saber de los enfermos. La lepra debía ser erradicada, pero como el modo de transmisión del bacilo de Hansen era desconocido, el gobierno justificaba cualquier medio para controlar la expansión de la enfermedad. Otras dolencias llamadas “tropicales” habían sido controladas atacando a los agentes de la enfermedad. Este método aplicado a la lepra se convirtió en un ataque a los leprosos mismos, ya que eran los únicos vectores de infección conocidos.

Hacia finales de los años veinte, se hizo evidente que la estrategia adoptada para controlar la lepra era un fracaso.[25] Al mismo tiempo, en plena crisis del régimen conservador, surgieron amplios movimientos sociales que pusieron en cuestión la legitimidad de las clases dominantes. La comunidad médica, que en el pasado había defendido un estrecho reduccionismo bacteriológico, según el cual la única causa de la lepra era el bacilo de Hansen, y se había mostrado renuente a reconocer la conexión entre pobreza y enfermedades, en los años veinte sostenía que la propagación de la lepra, y demás enfermedades infecciosas, estaba asociada con la pobreza, la falta de higiene, la inadecuada nutrición y, en general, con las penosas condiciones de vida de la mayoría de la población colombiana. El argumento se invirtió por completo: mientras que en el pasado la lepra, como obstáculo a la civilización, había sido vista como causa del estado de no-civilización de la sociedad colombiana, ahora la lepra era efecto de la no-civilización, esto es, del desaseo, la penuria y la desnutrición del pueblo.

Con estas ideas en mente, la nueva administración liberal que tomó el poder en los años treinta renovó su interés en la modernización y el desarrollo económico y tomó nota de que, en el mantenimiento de los lazaretos, se gastaba alrededor del 75% del presupuesto total de la higiene. Con el argumento de aliviar el severo régimen al cual los pacientes habían estado sometidos, comenzó a sacar de los lazaretos a aquellos que resultaban negativos en las pruebas bacteriológicas.[26] Sin embargo, el principal propósito del gobierno era la racionalización del gasto público puesto que, en términos de mortalidad, la lepra estaba lejos de ser la amenaza más seria de la población colombiana. Los enfermos juzgaban que, al ser declarados como “curados sociales”, eran arrojados al mundo exterior a los lazaretos, un mundo hostil que los estigmatizaba. Muchas de estas personas, probablemente con deformidades y mutilaciones, se vieron obligados a regresar a los lazaretos no solamente por recaídas, sino por el rechazo social del que eran víctimas.[27]  Un aspecto central de la nueva estrategia de la campaña antileprosa fue la prevención, a través de la detección temprana de nuevas infecciones y de la separación de los niños sanos que vivían en los lazaretos.[28] En consecuencia, se abrieron los primeros dispensarios regionales en los departamentos donde la enfermedad era endémica, con el fin de ofrecer en ellos el tratamiento basado en los ésteres etílicos de chaulmugra y detectar nuevas infecciones a través de las visitas a las poblaciones. El objetivo a largo plazo era convertir los lazaretos únicamente en lugares de aislamiento para los enfermos incurables.[29] En el período anterior la comunidad médica estaba obsesionada con el contagio y el aislamiento; ahorala preocupación era el gasto exorbitante de los lazaretos. En vez de expandir el presupuesto para cubrir los nuevos requerimientos de higiene, la estrategia de las autoridades sanitarias fue disminuir el gasto en lepra.  En ningún caso, los intereses y necesidades de los pacientes fueron puestos en consideración ya que la comunidad médica despreciaba las ideas y experiencias de los enfermos.

En cuanto a los lazaretos, estos siguieron siendo lugares de aislamiento de enfermos donde se vivían periódicas revueltas por el incumplimiento de las mesadas que el Estado pagaba a los enfermos y que se consideraban un derecho.[30] Las autoridades médicas intentaron imponer un régimen hospitalario en los lazaretos pero, en rigor, jamás lo consiguieron en el período estudiado.  Esta es quizás una de las razones por las cuales la aplicación de un arma tecnológica tan poderosa como las sulfonas en los años cuarenta no tuvo los efectos deseados. Además de los problemas relacionados con la generación de resistencias primarias y secundarias al medicamento, la estructura social de los lazaretos impidió que su aplicación se convirtiese en una verdadera transformación de la vida de los pacientes. Los médicos intentaron disciplinarlos condicionando la entrega de la mesada a la toma del medicamento pero, aun así, muchos se resistían a aceptarlo por temor a perder sus privilegios de leprosos. En estas circunstancias, la ley de 1961 que pretendió restablecer la ciudadanía plena a los enfermos de lepra y eliminar el aislamiento obligatorio tampoco generó la revolución que el gobierno y la comunidad médica esperaban.  La lepra inició un largo camino que la conduciría formalmente a ser una enfermedad como las demás, tratada en hospitales generales y demás organismos del sistema de salud colombiano. Sin embargo, se mantuvo el sistema paternalista de mesadas para los enfermos y los municipios de Agua de Dios y Contratación seguirían siendo llamados lazaretos. Desde el comienzo del proceso de medicalización, la comunidad médica y el Estado colombiano despreciaron las ideas, saberes, impresiones y experiencias de los enfermos e intentaron de manera autoritaria imponer sus propias concepciones científicas.  Así, fracasaron de manera terminante en construir una comunidad de intereses con los pacientes, quienes debían ser los principales interesados en su curación y bienestar. En la práctica, la lepra desapareció de las representaciones colectivas de los colombianos, volviéndose invisible: aunque los enfermos estén allí, no se ven. Pero el motivo del miedo no desapareció, fue reemplazado por una nueva pesadilla: la llamada violencia que provoca ansiedades, temores y frustraciones semejantes a las que la lepra despertaba en los padres y los abuelos de los colombianos de hoy.

 

Diana Obregón

Grupo de Estudios Sociales de Ciencia, Tecnología y Medicina (GESCTM),

Universidad Nacional de Colombia (Sede Bogotá)

 

 

* En este texto se presenta, a grandes pinceladas, una versión sintética de un proceso histórico que se describe en detalle y profundidad en Diana Obregón, Batallas contra la lepra: Estado, medicina y ciencia en Colombia, Banco de la República-EAFIT, Medellín, 2002.

 

 

 

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[1] El miedo en occidente, Taurus, Madrid, 2012.

[2] Juan Bautista Montoya y Flórez, Contribución al estudio de la lepra en Colombia, Imprenta Editorial, Medellín, 1910, pp. 69-70.

[3] Peter Richards, The Medieval Leper and His Northern Heirs, D. S. Brewer, Cambridge, 1977, pp. 8-9.

[4] Véanse Robert G. Cochrane, Biblical Leprosy: A Suggested Interpretation, The Tyndale Press, Londres, 1961, p. 3; y Stanley G. Browne, “Some Aspects of the History of Leprosy: The Leprosie of Yesterday”, en Proceedings of the Royal Society of Medicine, 68 (8), 1975, p. 486.

[5] Véanse Mary Douglas, Purity and Danger: An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo, Frederick A. Praeger (ed.), Nueva York, 1983, p. 51; y R. I. Moore, The Formation of a Persecuting Society: Power and Deviance in Western Europe, 950-1250, Basil Blackwell, Oxford, 1966, p. 62.

[6] Michael W. Dols, “The Leper in Medieval Islamic Society”, Speculum, 58 (4), 1983, p. 893.

[7] Saul Nathaniel Brody, The Disease of the Soul: Leprosy in Medieval Literature, Cornell University Press, Londres, 1974, pp. 114-120.

[8] Antonio Gutiérrez Pérez, Apuntamientos para la historia de Agua de Dios, Imprenta Nacional, Bogotá, 1925, pp. 252-254.

[9] Erving Goffman, Stigma: Notes on the Management of Spoiled Identity, Prentice Hall, Englewood, 1963.

[10] José J. Ortega T., La obra salesiana en los lazaretos, tomo 1, Escuelas Gráficas Salesianas, Bogotá, 1987, pp. 129-132.

[11] María Cecilia Gaitán Cruz, “El ‘lazareto’ de Agua de Dios: Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación, 1892-1911”, en Medicina y salud en la historia de Colombia, Javier Guerrero Barón (ed.), Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 1997, pp. 137-138.

[12] Gerhard Armauer Hansen, The Memories and Reflections of Dr. G. Armauer Hansen, German Leprosy Relief Association, Wurzburgo, 1976, pp. 95-109.

[13] Dom Sauton, La Léprose, C. Naud, París, 1901, p. 131.

[14] Zachary Gussow, Leprosy, Racism, and Public Health: Social Policy in Chronic Disease Control, Westview Press, Boulder, 1989, pp. 92-95.

[15] Donald H. Currie, “The Second International Conference on Leprosy, Held in Bergen, Norway, August 16 to 19”, en Public Health Reports, 24 (38), 1909, p. 1361.

[16] Néstor Miranda Canal, “La medicina colombiana de 1867 a 1946”, en Historia Social de la Ciencia en Colombia, vol. 8, Tercer Mundo, Bogotá, 1993, pp. 58-66.

[17] Juan de Dios Carrasquilla, “Disertación sobre la etiología y el contagio de la lepra”, en Revista Médica, 13 (137), 1889, p. 441.

[18] Abraham Aparicio, “La lepra y los lazaretos”, en Revista Médica, 15 (163-164), 1891, p. 511.

[19] Juan Bautista Montoya y Flórez, op. cit., p. 113.

[20] Adriano Páez, Viaje al país del dolor, Bogotá, 1891, pp. 23-28.

[21] José J. Ortega T., op. cit., pp. 137-140.

[22] Juan Bautista Montoya y Flórez, op. cit., pp. 354-355.

[23] Pablo García Medina, “Profilaxia de la lepra en Colombia”, en Repertorio de Medicina y Cirugía, 1-1 (1), 1909, pp. 52-59.

[24] Véanse Jorge Roa, “Notas del Señor Ministro de Gobierno sobre Lazaretos”, en Revista Médica, 29 (347-348), 1911, pp. 139-141; y Adolfo León Gómez, La Ciudad del Dolor, Imprenta de Sur América, 3a ed., Bogotá, 1927, pp. 252-254 y 278-280.

[25] Carlos Esguerra, “El problema de la lepra en Colombia”, en Repertorio de Medicina y Cirugía, 13-16 (150), 1922, pp. 291-305.

[26] Enrique Enciso, “Breve historia de la campaña contra la lepra en Colombia. Nuevo plan de lucha contra esta enfermedad”, en Revista de Higiene, segunda época, 13 (8), 1932, p. 257.

[27] “Informe sobre lepra que la sección 5ª rinde al señor Director Nacional de Higiene”, en Revista de Higiene, 16 (7-10), 1935, pp. 64-66.

[28] Ricardo F. Parra, “Lepra y niños”, en Revista de Higiene, 16 (7-10), 1935, pp. 164-178.

[29] Mario Bernal Londoño, “Anotaciones alrededor de la campaña de profilaxis antileprosa”, en Revista Colombiana de Leprología, 1 (4), 1940, pp. 257-260.

[30] Adolfo León Gómez, op. cit., p. 310.