Estas anotaciones están basadas en el poema de mi autoría “Poema de amor a mi silla de ruedas motorizada”. Más que ser una exposición del poema mismo apunta al espacio que el poema pretende abrir: la experiencia mutante, gozosa, dura y vital de usar una silla de ruedas motorizada. En el poema juego con la noción de contemplar mi silla como una amante con la que he contraído un longevo acuerdo de matrimonio no monogámico. Mi silla de ruedas no es ni será mi única amante, pero “ella” es una amante celosa. Y cualquier mujer que se sienta atraída por mí (si la atracción es compartida) tendrá que enfrentar junto conmigo el peso de sus demandas y caprichos, pero también sus inesperados dones como juguete erótico cuya extrañeza puede intensificar el compromiso y la pasión.
En todas las relaciones íntimas habrá subidas y bajadas, tiempos memorables y tiempos insoportables. Habrá apego, amor, miedo y en algunos momentos total indiferencia. Mi relación con mi silla de ruedas motorizada no es en ese sentido ninguna excepción. ¿La considero o no parte de mí? Eso también se transfigura con el tiempo, como la distancia que a veces aumenta o disminuye entre dos cuerpos que se aman, se usan, se oponen o se liberan mutuamente.
El poema es un vehículo para el juego donde la complejidad de la condición de discapacidad se reivindica a través del doble sentido y el humor. Llamarle a una silla de ruedas motorizada “gordita” o “dama eléctrica con nervios de acero” ayuda a quitarle su carga de excesivo melodrama y solemnidad. Carga falsa, producto de un imaginario superficial. La escritura de la poesía en mi libro Amor sobre ruedas, donde aparece “Poema de amor a mi silla de ruedas motorizada”, me ha abierto la posibilidad de re-significar mi silla de ruedas desde la experiencia propia y vivida más allá de los clichés del heroísmo, la superación personal y la victimización.
Ni la superación personal, ni los momentos agudos del sufrimiento son en sí mismos malvados. Tampoco lo son las iniciativas de salud o rehabilitación en torno a la discapacidad. Son parte de la experiencia humana. Pero cuando tales discursos o esfuerzos se vuelven una masa genérica e insostenible para etiquetar una vivencia sin mirar sus matices estamos ante un grave problema de percepción. Un problema que en ocasiones la sutileza de las palabras, el testimonio cotidiano de artistas con discapacidad y la poesía pueden reivindicar. A veces, mi silla de ruedas motorizada sólo es como un objeto utilitario que cumple su función: me desplaza de un lugar a otro. Pero en el mundo de mis sueños mi silla de ruedas motorizada tiene alas negras y plateadas de ganso salvaje.
De pronto despierto y tengo ganas de vagar entre las calles y los altares del Día de Muertos de mi pueblo natal de Amatlán con mi silla de ruedas y no me atrevo. Es tarde. Es de noche. Hay coches y frío. En estos momentos odio mi silla de ruedas motorizada. Quisiera destruirla como la guitarra de Jimi Hendrix en llamas. O la quisiera meter en un taxi pero es demasiado gorda, demasiado pesada. Al día siguiente cuando Lucio, mi hijo de 6 años, se sube atrás de ella, de nuevo amo mi silla de ruedas motorizada. Se transforma en un heroico coche de carreras donde un joven mago príncipe ha de cumplir su misión imposible mientras su padre lo acompaña. Cuando una amante se enreda alrededor de ella, nos enredamos vestidos y desnudos, desnudos y vestidos. Se vuelve un juguete erótico para nuestro amor ferviente y juguetón. Despegamos, rodamos, chocamos. Se vuelve una noble dragona de metal y plata que nos lleva hasta las estrellas de nuestros cuerpos. La ida y la vuelta.
La vida me ha bendecido con esta delirante forma de girar en torno al fuego, y de amar y sentirme amado. Mi silla de ruedas motorizada es entonces una enorme abeja portando la miel de la amistad cada vez que poetas, bardos, místicos y payasos se reúnen a cielo abierto donde despuntan las chispas. No se sabe de dónde vienen estas chispas. Si de la tormenta o de la tierra. Que así sea.
Cuando me siento particularmente severo digo: Pobrecitos son algunos sociólogos, psicólogos, críticos y fisioterapeutas que buscan catalogar la discapacidad como si se tratara de una cosa fija, material, inalterable. Buscan términos políticamente correctos, como si hubiera una sola forma de hablar del deseo, el dolor, o los amores. Peor aun los médicos (que increíblemente todavía existen aunque parezca ciencia ficción) que buscan métodos para erradicar los cuerpos asimétricos o funcionalmente diversos como si de algún mal que debería ser quirúrgicamente eliminado.
En 2008 viajé desde Tepoztlán a Hampshire College, colegio liberal de artes donde obtuve mi licenciatura. Desplazarme solo en las instalaciones de la universidad ya en sí mismo fue impresionante para mí. Me movía entre el filo del gozo y la desorientación. En México nunca había podido cruzar una calle sin que alguien más empujara mi silla. Esa libertad me hizo ver arcoíris en los cafés, arcoíris en los baños, arcoíris en los semáforos. Nunca he tomado hongos psicotrópicos, pero me imagino que la experiencia que me provocó tanta movilidad se parece a los viajes que ofrecen sus visiones. Fui a antros, museos y teatros. Vagué por calles llenas de tráfico. Allá un autobús bajaba por mí con una rampa integrada. Me permitía entrar y bajar. Las calles peatonales estaban claramente señaladas. Sin embargo, la libertad también es aterradora, sobre todo cuando llega de golpe. Al tener mayor libertad de cruzar la calle en una silla de ruedas motorizada también experimenté una desorientación mayor, la posibilidad de chocar contra los coches, de caerme en una subida empinada, de perder el sentido de la dirección y distancia de las cosas por falta de práctica y por mis visión divergente que no logra ver del todo en tercera dimensión.
Todo estaba listo para que me quedara en Estados Unidos en alguna maestría, pero me interrumpió un sueño. Las montañas de Amatlán con sus largas barbas de lodo, piedra y musgo me convocaron. Las escuché decirme “tu pueblo te necesita”, “tú necesitas a tu pueblo”. Ahora he vivido de nuevo por años en mi pueblo natal. Claramente es casi imposible usar una silla de ruedas motorizada en las calles de Amatlán de Quetzalcóatl, pero su espíritu de libertad me acompaña. Hace unos meses fui a visitar una milpa de maíz nativo. Me llevó mi amigo Lalo cuesta arriba por la montaña, sin mi silla de ruedas motorizada, sino con la otra, mi «tortuga de metal». Iba cargándome en las partes más sinuosas del camino con sus ágiles brazos, llenando el camino de chistes y de albures. La milpa era una marea verde donde nadé gozoso entre el maíz rojo y el amarillo.
¿Qué se construye primero, la accesibilidad externa o el acceso al mundo de la imaginación más allá de los clichés? Es una pregunta como la del huevo o la gallina, pero opino que una no termina de ser verídica sin la otra cuando hablamos de soñar con un país accesible. La accesibilidad necesita de la imaginación para concretarse y por otra parte la imaginación misma puede verse disminuida en algunos casos si el acceso a las calles de nuestro propio mundo se bloquea por infraestructuras inadecuadas para nuestra movilidad. Si la amistad y los vínculos afectivos de una comunidad entera no se fortalecen en relación a los que tenemos discapacidad, entonces las rampas o los accesos no serán suficientes.
Anhelo ser cada vez más autónomo en mi movilidad, mi economía, mi trabajo e incluso las tareas domésticas de mi espacio en relación con mi condición de discapacidad. Pero mi experiencia viviendo por un tiempo en un departamento adaptado de Estados Unidos también me llevó a cuestionar en qué medida esa aspiración de libertad es ilusoria, práctica, necesaria o posible. No hay una sola respuesta. Se descubre como el cuerpo va cambiando. Entendí que siempre necesitaré el apoyo de otros seres que realmente me quieren. Un cuerpo con límites necesita ayuda para moverse a través del mundo aunque esos límites sean menos obvios y tajantes de lo que parecen ser a primera vista. Luché y seguiré luchando por la accesibilidad, pero considero de vital urgencia el acceso a la exuberancia del corazón, las manos, los brazos, las palabras y los corazones que se disponen a avanzar con nosotros donde no pueden ir nuestros pasos.