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Autoaislamiento

“El problema de estar solo” fue una de las últimas canciones que escribí antes de dejar de lado mi guitarra y viajar a Londres.

Busqué “autoaislamiento” en el diccionario en línea Merriam-Webster porque me pregunto cuál podría ser el origen de un término tan feo. Los diccionarios físicos ahora son redundantes, pero yo todavía tengo mi Oxford English Dictionary en dos volúmenes. No me molesto en consultarlo, porque seguramente “autoaislamiento” es una invención demasiado reciente como para figurar en un libro de hace treinta años. Además, el Oxford English Dictionary es pesado. Sin embargo, la página de internet del Merriam-Webster dice que el término se usó por primera vez en 1834. No dice cómo ni dónde. “Usado por primera vez”, y, quizá porque es tan burocrático, sin una pizca de la grandeza o de la simpleza humana que tiene “aislamiento”, desechado por casi dos siglos, hasta ahora.

Internet también especifica que la diferencia entre “cuarentena” y “autoaislamiento” es que la primera corresponde a quienes están infectados o expuestos a infección. Deben secuestrarse a sí mismos, de otra manera serán secuestrados. El autoaislamiento es profiláctico: es para quienes se alejan de los demás para prevenir la posibilidad de la enfermedad.

Lo que diferencia al “aislamiento” del “autoaislamiento” es que el primero es una condición que puede llegarle a uno en cualquier momento, mientras que el segundo es un acto de la voluntad, es voluntario. El “autoaislamiento” es una medida, entonces, que se aconseja tomen tanto el aislado como el sociable. En cierto sentido, los aislados se ven forzados a estar menos puramente aislados, pues toman parte (de manera voluntaria, por supuesto) de una medida comunal: el autoaislamiento.

Ahora no logro recordar si comencé a estar cada vez más aislado cuando tenía diecisiete, o si opté yo mismo por el autoaislamiento, o si fue un poco de ambas cosas. A los quince salí de la escuela, en Bombay, con calificaciones mediocres en los exámenes de mi Certificado Indio de Educación Secundaria, con la opción de continuar por otros dos años en la misma escuela para obtener el Certificado Escolar Indio o de cambiarme a un colegio de verdad para hacer lo mismo. Las clases del Certificado Escolar Indio en los colegios de Bombay se llamaban “estudios preuniversitarios”, y tenían la irresistible ventaja de permitir que el uniforme escolar, junto con lo último de la infancia, quedaran para la historia; y de ponerse pantalón de mezclilla y camisetas, o la que fuera la preferencia adolescente de uno; y de transformarse en un ser sexualizado y político: el estudiante. Por supuesto, los alumnos de estudios preuniversitarios no tenían edad para votar, pero por otros caminos podíamos tomar, prematuramente, los modos y las excentricidades de la vida estudiantil. Mi ropa preferida era una kurta rasgada, un pantalón raído, y, por supuesto, un par de sandalias chappals de Kolhapuri. Sin limitación hice lo que se me había penalizado en la escuela: me dejé crecer el pelo.

La escuela, desde mis días de jardín de niños, había sido una miseria indescriptible: había planeado escapes y fingido enfermedades, y me sentía agradecido por tener una enfermedad cardiaca congénita en la que me escudaba para librarme de los deportes. Sólo en los dos últimos años, conforme mis calificaciones y mi conducta caían más hondo, me volví gregario. Llevé conmigo algo de ese gregarismo cuando entré al Colegio Elphinstone, en 1978, a los dieciséis años. También comencé a llevar conmigo mi guitarra acústica, que había empezado a tocar cuando tenía doce. A los quince, comencé a escribir canciones, la primera fue un himno llamado “La hora del armisticio”, la que —como no sabía yo nada de política— fue en protesta contra todo. Envalentonado por los alrededores de mi colegio, hice algo que jamás había hecho: me anoté para la competencia colegial de talentos, quizá porque sería juzgada por un cantante al que admiraba: Nandu Bhende, quien había interpretado a Judas en la producción de Alyque Padamsee de Jesucristo Superestrella. Sin pensarlo, escogí cantar una canción que había escrito recientemente, llamada “Grito”. Sin pensarlo, porque la multitud de doscientas personas esperaba versiones de canciones conocidas. De hecho, la palabra “versión” difícilmente existía en ese medio: la idea de una composición original era tan sacrílega que “canción” y “versión” se habían combinado en una sola idea sagrada. Cuando anuncié el nombre de la canción fui interrumpido con la exclamación: “¡Grito! ¡Grito!”. Pero después, la multitud, que era veleidosa, explotó en aprobación. Nandu Bhende me dio el primer lugar. En el Colegio Elphinstone me convertí, como dice el viejo dicho, en una estrella de la noche a la mañana.

Yo no era apto para el estrellato y el viejo hábito escolar de autoaislamiento, y de querer estar en mi casa, permanecía debajo de mis interpretaciones con guitarra y de mi reciente sociabilidad. Pero el concurso de talento tuvo una consecuencia. Alguien, creo que fue Sanjoy Ghose, un estudiante al pie de la letra y con afiliaciones políticas, un hombre pequeño pero vistoso, me metió a All India Radio, lo que me dio un horario regular para cantar mis propias canciones. All India Radio era un gigante que, para entonces, estaba entrando en hibernación. La primera canción que transmitieron se llamaba “Sin título” y comenzaba con estas líneas que evidenciaban que las canciones de amor no eran mi fuerte:

 

Sólo el loco vino

caminando en su mente

yo sabía que estaba loco

yo sabía que era viejo

él quería morir.

 

Sólo el tiempo que pasa

en lo profundo de la mente del loco

lo hace pensar en la muerte

de morir mientras duerme

de que Dios sea ciego.

 

Algo más pasó alrededor de ese tiempo: descubrí y me obsesioné con la música clásica del norte de la India. Como con Virginia Woolf y la señora Brown, la música clásica indostánica había estado sentada frente a mí, en un imaginario compartimento de tren. Y, sin que reconociésemos nuestra mutua existencia, esa música había súbitamente llenado mi cabeza con una serie de preguntas. Woolf rechaza la idea de Arnold Bennett de construir personajes parecidos a los de la vida real, detalle a detalle, para más bien —en “El señor Bennet y la señora Brown”—, su parábola sobre el distanciamiento social, concebir al “personaje” en términos de “impacto”. Esto es: una incursión sin precedentes, incluso una invasión, a la imaginación, por parte de una persona o personalidad. Para mí, la música clásica indostánica se convirtió en un “personaje” woolfiano en 1978, pues, de manera inadvertida, comenzó a hacer incursiones en mi existencia. Después me consumió. El principal catalizador fue el nuevo profesor de música de mi madre, Govind Prasad Jairpurwale, un extraordinario cantante de las más puras formas clásicas, así como de cantos devocionales y de gazal. Titubeante, comencé a aprender ragas de él y me sumergí en un régimen de ensayos.

Hubo otros dos acontecimientos aquel año. Mi padre se convirtió en director ejecutivo de la empresa para la que trabajaba. Nos mudamos del departamento en el que yo había crecido a un inmenso edificio de departamentos, de veinticinco pisos, en un complejo de reciente construcción en Paseo Cuffe. Sin que fuera culpa de mis padres, me sobrepasó el sentimiento de futilidad. Yo detestaba esa parte de Paseo Cuffe, que abarcaba varios conjuntos de altos edificios en un área de regeneración urbana: el primer contagio del auge de bienes raíces que dominaría la ciudad y sus alrededores en los años ochenta. Como un himno de alabanza a ese auge, nuestro edificio, Torres Maker B, había sido nombrado así por su constructor que, tautológicamente, se llamaba Maker. A pesar de odiar el nuevo departamento, tanto como odiaba la escuela —aunque de manera distinta—, comencé a pasar mucho tiempo en él. La razón aparente era para ensayar. Pero era también para alejarme de Bombay, una ciudad que me había formado, pero de cuya “occidentalización” cosmética siempre había desconfiado críticamente. También me avergonzaba el privilegio. Empecé a esconderme en mi casa. Me liberé de la educación preuniversitaria sin marcar un final definitivo. Convencí a mi pobre padre de dejarme presentar los exámenes optativos británicos para ver la posibilidad de, eventualmente, ir a Inglaterra a estudiar literatura y de estudiar literatura meramente con vistas a, en algún momento, publicar mi propia poesía. No estaba al tanto de extrañar a mis amigos. Creé un nuevo grupo de amigos, entre ellos mi nana. Me di cuenta de que ella era mucho más que su mal genio. Bai, la sirvienta que había estado con nosotros por más de una década, que llegaba tarde por las mañanas, que se iba a Mahalaxmi por las tardes, había sido por mucho tiempo una amiga cercana, pero entonces ella, junto con otras personas que eran parte de la fuerza de trabajo de aquellos días en casa, se volvieron muy cercanos, transformándose, finalmente, en escuchas y comentaristas de mi régimen musical. Nunca pude ser amigo del profesor de música de mi madre, que pronto se convirtió en mi profesor de música: él estaba demasiado ocupado y él, a mí, me intimidaba. Pero su hermano, el intérprete de tabla Giridhar Prasad Jairpurawale, y particularmente su cuñado, el errante, fumador de bidis, profesor de danza e intérprete del armonio y el tabla, Hazarilalji, se convirtieron en guías y cómplices.

Entre 1979 y 1983, año en que me fui a Inglaterra, holgazaneé respecto a mis exámenes optativos, ensayé por horas, leí y escribí poemas sin entender por completo los poemas que escribía o leía, tenía —más predeciblemente— fantasías románticas y sexuales y compuse diez o más canciones para una de mis pocas citas con mi viejo mundo: las transmisiones de All India Radio. No vi a Sanjoy Ghose después de 1980. En 1997 él regresaría a mi conciencia cuando (para entonces él era un importante activista del desarrollo rural) fue secuestrado en Assam por el Frente Unido de Liberación de Assam y asesinado mientras estaba cautivo.

A pesar de sumergirme en la música clásica indostánica, no abandoné mi guitarra Yamaha de inmediato. Seguí escribiendo y cantando canciones en el piso veinticinco, sin un público en mente, a pesar de All India Radio. Al mismo tiempo veía mi infelicidad y mi aislamiento —no estoy seguro cuál sucedió primero—, como una maldición y como una cura. Mi emoción de estar en mi fase naciente como intérprete de música clásica indostana debe haber estado iluminada, al menos ligeramente, por la premonición de que entraba en mis últimos días de cantautor canadiense (que, por la importancia que Neil Young y Joni Mitchell tenían para mí, era como me habría visto a mí mismo), y que este final estaba relacionado con otras cosas que terminaban en ese mundo. Mientras que el raga me llevaba hacia la alegría, o el estado de ananda, en mis canciones regresaba a la tristeza, al duelo, al amor no correspondido; a todas las cosas que nunca había experimentado realmente. Había una pureza en la ficcionalización de la emoción al final de la adolescencia de uno, cuya intensidad nunca sería sustituida por las experiencias reales por venir. Es ese mundo ficticio —aparte del departamento en Paseo Cuffe— el que habitaban las canciones.

“El problema de estar solo” fue una de las últimas canciones que escribí antes de dejar de lado mi guitarra y viajar a Londres. Mantuve simple la melodía porque, a través de los bhayans de Meera, recientemente me había sentido atraído por la simplicidad. Es el resultado de —y el tema es— el autoaislamiento de alrededor de cuatro años. Mi interés en los bhayanes, o cantos devocionales, hizo que deslizara en ella la palabra “Señor” en mi llamamiento casi devocional, pero secular; en cierto sentido también sancionado por quienes se parecían a James Taylor. Creo que se transmitió en 1981, en tiempos antes de la FM en Bombay, para que se pueda oír la estática. Todas esas transmisiones de All India Radio fueron grabadas en una Panasonic dos en uno. Poco después, el productor me preguntó, como si súbitamente se hubiera dado cuenta de lo que estaba yo haciendo, si en el futuro cantaría algunas canciones muy conocidas. Me había vuelto arrogante y dije: “No, yo sólo canto mis propias canciones”. Después de eso, no me invitaron de nuevo a grabar.

 

Aquí están las palabras.

 

El problema de estar solo

es que, a veces, crees ser el único

que vive en el universo.

Y si la lluvia moja el vidrio

crees que la lluvia nunca pasará

que nada mejorará, o peor.

 

Oh, hay oscuridad en mi mente

cuando me siento triste

oh, Señor, en esos momentos

a quién tengo sino a ti.

 

El problema, a veces, de despertar

es que sientes que te rompes

y, sin embargo, la luz del nuevo día brilla hacia adentro.

Y, sin embargo, la mañana parece noche

y, sin embargo, sientes que nada está bien

excepto el deseo de irte lejos.

 

Oh, hay oscuridad en mi mente

cuando me siento triste

oh, Señor, en esos momentos

a quién tengo sino a ti.

 

Pues, aunque mi mundo lleno esté de amigos

a veces quisiera que terminara su amor

a veces quisiera que nunca ahí estuvieran.

Pero los amigos que de nuevo quiero ver

son amigos que sólo me provocaron dolor

son ellos los amigos que me importan de verdad.

 

 

Calcuta, India 

Traducción del inglés de Germán Martínez Martínez

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa