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Bifurcar

A principios del mes de abril del 2020, divisamos unos rorcuales al lado de mi casa, en las calas de Marsella. El rorcual común es el segundo animal vivo más grande de todos. Puede medir hasta veinticinco metros y pesar cincuenta toneladas. Hasta donde sé, es la primera vez que dichos animales se aventuran tan cerca de las costas, al menos de estas costas. La causa de esa feliz reaparición fue, desde luego, la desaceleración, incluso la casi eliminación, del tráfico marítimo. Había algo verdaderamente encantador, si es que no conmovedor, al ver a esos colosos frágiles y tiernos honrarnos con su magnífica presencia en esos lugares que nos son habituales y que erróneamente, claro está, consideramos un poco como propios. De la misma forma, todo el mundo ha visto esos videos de delfines en los puertos de Cerdeña, o de animales salvajes (jabalíes, venados, pumas, canguros) deambulando furtivamente en las ciudades norteamericanas, australianas o asiáticas, buscando comida que de pronto se volvió más fácil de encontrar sin peligros, pero como desconcertados de estar ahí, en esas calles desprovistas de humanos y de máquinas, deteniéndose a veces, echando alrededor de ellos unos vistazos nerviosos, luego reanudando su caminata furtiva. O, en otro orden, finalmente se pueden ver las altas cimas del Himalaya desde ciertas ciudades de Cachemira o del Punyab, donde nadie, desde hace treinta años había podido contemplarlas debido a la contaminación atmosférica que las recubría con su manto opaco y gris. O, incluso, esas fotos satelitales del noreste industrial de China y del norte de Italia que ahora parecen limpias, fotos que le dieron la vuelta a la red, presentadas bajo un principio lúdico de «el antes y el después», como otrora con las lociones para el crecimiento del cabello. Durante meses ya no se veían aviones en el cielo (no fue sino más o menos a mediados de agosto cuando parece que el tráfico se reanudó progresivamente, en especial aquí, en el pueblo desde donde escribo estas líneas, que se encuentra debajo del corredor aéreo Alemania-España y las Baleares, un corredor que con frecuencia está muy congestionado, y del cual se arrojó el avión suicida de la German Airwings en 2015, a pocos kilómetros de mi casa); en las ciudades ya no se escuchaban los ruiditos de motores, sino que en su lugar se escuchaba el canto de las aves. Todo esto era esperanzador, podríamos decir. Sí, puede ser. Aunque un poco deprimente, también, como cuando sólo vemos, detrás del azul del cielo, el negro del que sabemos se esconde: la certeza efímera nos preocupaba por dentro.

Este periodo estuvo loco, y cuando todo terminó, miramos atrás, lo consideramos, y, algunos, quedamos estupefactos. ¿Cómo es que esto, durante un tiempo, un ínfimo lapso de tiempo, fue simplemente factible? Antes teníamos la certeza de que no había ninguna vuelta atrás; no obstante, pudimos constatar que en realidad bastó con que el ser humano se apartara durante algunas semanitas para que todo pareciera recobrar su lugar tranquilamente. No era una proyección del espíritu, no eran sueños idealistas ingenuos: pudimos verlo con nuestros propios ojos, se puso en marcha, pudimos verificar que otro destino, por poco que hayamos decidido escogerlo, tal vez hubiera sido posible. Pero no lo será, porque mientras reconsideremos, un poco atónitos, el periodo que hemos vivido, el funcionamiento habitual del mundo ya se reanudó, al principio lentamente, y todo hace pensar que reanudará pronto todavía con más fuerza, todavía más rápido como para recuperar ese tiempo perdido que no estaba perdido —al contrario—.

Lo que se ha hablado en los últimos meses sobre la desaceleración de la actividad humana, de alguna forma es una certeza perjudicial, y que ha empeorado, en cuanto al funcionamiento del mundo —la certeza de lo efímero de la que hablaba más arriba—. Imaginábamos en todas partes lo peor al decirnos que no podíamos hacer nada, salvo transformar todo radicalmente, salvo bifurcar, como lo escribió el arrepentido Bernard Stiegler, porque cada uno sabe que la pendiente es un suicidio; luego los acontecimientos demostraron que en realidad tal vez era posible hacer algo, e incluso bastante rápido. Pero la carrera desenfrenada se reanudó y de nuevo nos conformaremos con imaginar lo peor, diciéndonos que, definitivamente, no había nada que hacer, que los paréntesis felices no duran, y que las cosas serias tenían que reanudarse, desde luego, ¿de qué otro modo podía ser?

Sé bien que desvarío. Que hay aspectos cuya importancia me rehúso a considerar aquí —aspectos económicos, industriales, nacionales, globalizados, qué sé yo—. Que ningún país puede aguantar el inmovilismo, y que razonablemente no podemos esperar una suspensión de la actividad humana, que, por cierto, sin duda no es deseable.

Pero he aquí que, durante un tiempo, nos habríamos dicho que esto hubiera sido posible. Eso ya es algo. Una certeza, al menos, tendrá un momento vacilante. Una semilla, tal vez, estará germinando en algún lugar.

En lo que a mí respecta, viví este periodo como la continuación de los días comunes y corrientes: regresaba después de un mes en Argentina, Chile y la Patagonia cuando se declaró el confinamiento en Francia, y me quedé en mi casa, como lo hago entre dos viajes, para leer, escribir, traducir. Estaba con mi hijo —que es un adulto desde hace mucho tiempo—. No tenía nada que compartir sobre esa experiencia, la cual realmente no me desviaba del curso habitual de mis días si no es porque a veces ya no almorzaba ni cenaba con mis amigos en Marsella o en algún otro lugar. Me decía que el confinamiento, en el fondo, era el propio del escritor, en todo caso del escritor que soy. Nada o casi nada cambiaba. Me sentía culpable por que casi nada me afectaba, mientras que otros, lo sabía, vivían en la inusual promiscuidad de departamentos abarrotados con niños pequeños, o experimentaban, algunos, una dolorosa cohabitación que exacerbaba tensiones y agresividad, sin la posibilidad de repliegue, silencio, aislamiento. No habría estado lejos de que me pareciera obsceno escribir lo que fuera, en vivo y en directo, sobre esa experiencia.

Me desviaba del mundo frío de las certezas y me orientaba hacia las cálidas y vivificantes incertidumbres de la ficción —y también hacia las de la ciencia, porque la ciencia es un conjunto de “ficciones propias al genio de cada uno”, como decía Séneca, y dado que el principio de la ciencia es conformar ficciones, que se llaman hipótesis, y que ellas mismas acaban por conformar nuestra realidad—.

Porque de hecho, sólo hay incertidumbres. La ciencia lo sabe bien, y nosotros también deberíamos saberlo. Por cierto, lo sabemos, pero sin saberlo realmente ya que es difícil imaginárselas. Sospechamos que hay algo verdadero en el hecho de que el tiempo no existe, por ejemplo, algo nos sienta bien en el hecho de que, como decía Faulkner, el pasado no es pasado, de que no se es al mismo tiempo, en permanencia y con igual validez, el niño, el adolescente, el adulto y el anciano que se fue, se es y se será; pero, la mayoría de las veces, nos recuperamos, constatamos la ineluctable linealidad del tiempo en la cual estamos como sumidos, y pensamos, sonriendo, que sólo son palabras. O no. Es una realidad. El tiempo no existe, y el pasado, el presente y el futuro son lo mismo. El tiempo y el espacio también son lo mismo. El Universo observable sólo es una porción del Universo en su totalidad, que entonces es para siempre incognoscible, y que él mismo sólo es probablemente un universo entre millones. La tela del espacio está hecha de una materia negra, invisible y desconocida —los sueños shakesperianos sin duda—, la materia que nos constituye no es estable sino aleatoria, incierta y probabilista, no hay tres sino diez dimensiones de las cuales, una está replegada sobre ella misma, y nosotros tal vez sólo somos hologramas en tres dimensiones de una realidad de dos dimensiones que permanece en la frontera de un agujero negro. La realidad, cualquiera que ésta sea, se nos escapa.

La pregunta, por tanto, es: ¿cómo sería posible la más mínima certeza? Esto nunca ha sido el caso, y, sin embargo, continuamos actuando como si lo fuera. “Casi todos los antiguos dijeron que no podíamos conocer nada, comprender nada, saber nada, que nuestros sentidos están limitados, nuestro espíritu es débil y el transcurso de la existencia es breve”, escribía Cicerón y, después de él, Montaigne. Lo que equivale a preguntarse de nuevo: para escapar a las certezas mortíferas de este mundo, ¿hay que refugiarse entonces en las bellas incertidumbres de la ficción —de todos los tipos de ficciones—? El mundo vislumbrado estos meses algodonosos e inciertos era una de ellas. Habría que, o habría sido necesario, poder mantenerla.

Sí, nos decimos, e incluso seguido, e incluso constantemente, que habría de poder cultivar esas incertidumbres, hacerlas fructificar, y finalmente poder verlas eclosionar. Que habría que basarse en ellas para poder bifurcar, porque las certezas aparentemente sólo sirven para perseguir una única y misma vía que nos lleva —¿hacia dónde nos lleva?—. Porque sin esto, en todas partes, en el mundo de las certezas, miren: esto se derrumba en silencio, y no podemos hacer nada al respecto.

 

 

Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa