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Confinamiento

Un pinchazo en el pezón derecho. Dura un instante. Un dolor sorpresa, de los que te sacan un grito y una lágrima. Pienso en cuando sin querer te arrancas un pelito de la nariz. Y no, este es más agudo. No es un pellizco. No es como si los dedos índice y pulgar torcieran la punta del pezón. Es más bien un tirón interior que atraviesa como una aguja el seno. Una descarga eléctrica. A veces viaja tan lejos que alcanza un nervio en el codo. ¿Cuánto dura un instante adolorido? Después de unos segundos que en su momento parecen eternos, el dolor se desvanece y ante su ausencia el resto de mi cuerpo relaja la tensión. Las manos, sin embargo, firmes, con una voluntad independiente no cedieron al dolor: la derecha sostiene el seno y la izquierda carga la espalda y la cabeza de Nico, que no ha dejado de mamar. El movimiento instintivo de sus labios. La mirada de sus ojos grises perdida hacia la piel morena de mi brazo. Me seco las lágrimas con un movimiento del hombro.

Cuando puedo, cuando Nico duerme, pido ayuda por WhatsApp. “Algo estás haciendo mal”. “No debería de doler”. Mis amigas y las asesoras de lactancia mandan imágenes, diagramas e infográficos que no me sirven de mucho. Me hacen sentir una madre que se estrena inútil. Lo que necesito es que me enseñen, lo que quiero es sentarme frente a otras mujeres, ver otras chichis, otros agarres, otras posiciones; pero nadie puede entrar a esta casa. Nadie puede salir de su casa. Termino aprendiendo a amamantar sin dolor con tutoriales de YouTube.

A la mañana siguiente de la madrugada en que se me rompió la fuente, mi novio y yo caminamos tranquilamente, tal y como lo había fantaseado, al Sanatorio Durango. En zapatos y ropa deportiva, como quien se aproxima a la línea de salida de un maratón, jalando una maletita, recorrimos una Avenida Mazatlán desierta: todos los negocios cerrados, sin autos, sin gente, sin ruido. Hacía dos meses que estábamos encerrados y por mucho que miráramos por la ventana no terminábamos de imaginar cómo se veían las calles y los parques durante el confinamiento. Esa mañana yo estaba tan emocionada que apenas podía concentrarme en el paisaje de una ciudad abandonada por sus habitantes. Pero recuerdo, al día siguiente, haberme asomado por la ventana de la habitación del hospital y estremecerme ante una Avenida Sonora sin peatones. Había olvidado el virus. Había olvidado ese miedo específico, el miedo al contagio. Recuerdo no saber qué hacer con ese shock. Recuerdo no saber cómo asimilar el contraste: ahí adentro llorábamos de alegría por una nueva vida mientras en otras habitaciones iguales a la nuestra, en el piso de arriba o en el edificio contiguo, la pandemia devoraba cuerpos.

Durante la transformación que es el embarazo, el cuerpo de la madre va cediendo ante el cuerpo del feto, pero el parto es la máxima rendición para ese otro: todo en una se dispone al servicio del nacimiento. Nunca antes yo había sido tanto mi cuerpo. Tan cuerpo y tan poca mente. Era contracciones volcánicas. Era dolores ardientes. Era respiraciones profundas. Era sudores incómodos. Era dos frecuencias cardiacas. Era apertura. Era borramiento. Era dilatación. El dolor es tan brutal que no hay más que entregarse a él. “Siento, luego puedo ser libre” dice La madre negra que evoca Audre Lorde. Nunca antes estuve tan presente. El tiempo latía en las olas de dolor. El parto es una experiencia tan liminal que por los días siguientes se tienen flashbacks, típicos del síndrome de estrés postraumático, como también los tiene quien regresó de la guerra. Esa mañana siguiente, recuerdo haber pensado en quienes, en otro encierro al mismo tiempo, eran tan sus cuerpos como yo. Eran punzadas en los ojos. Eran articulaciones entumecidas. Eran ausencia de olfato. Eran cuerpos que cargaban un demoledor peso fantasma. Eran gargantas hinchadas. Eran ardor de piel. Eran calenturas. Eran tos.

Parí en el primer pico de la pandemia, cuando creíamos que solo habría uno. Tuvimos que cambiar de hospital un par de veces porque los que habíamos elegido recibían a cada vez más pacientes de coronavirus. Como embarazada fui población vulnerable y ahora lo era mi hija recién nacida. De haberme contagiado antes, probablemente hubiera tenido que ser cesárea programada, nos habrían separado inmediatamente y no hubiera podido amamantarla hasta “curarme”. De contagiarme ahora tendría que encerrarme de preferencia en otra casa sin ella y sacarme leche para que alguien más la alimente. Así que radicalizamos el aislamiento.

 

Al principio de la pandemia, nos preguntábamos qué nos dice de nosotros la vida no planeada en aislamiento. ¿Quiénes somos realmente? Buscábamos pruebas de que somos las personas que creemos. Después de Nico apenas se asoman las preguntas existenciales. Nos concentramos en lo concreto: la fragilidad y la fuerza de su cuerpo, su materialidad suave y ligera en nuestras manos, su piel nueva, el peso de su cabeza sobre mi pecho. Hacemos contacto con la pureza. Sus pestañas son tan largas que sus párpados aletean. Nos hemos acostumbrado a vivir susurrando para no despertarla; cuando lo hace tarda un largo rato: se estira como si hubiera estado congelada por miles de años y despertara en esta otra dimensión, con nosotros. ¿Ella nos eligió? Nos hemos enchuecado de tanto inclinarnos hacia ella para verla de cerca. La observamos hipnotizados. Rectificamos que es nuestra. Siento una versión tan pura de la felicidad que me parece nueva. No nos falta el mundo exterior. Nos satisface esa incompletud.

Lloro de amor. Lloro de dolor. Lloro cuando envían flores o pan dulce. Nuestros amigos vienen a dejar regalos, sopas, guisados; saben que nos las apañamos solos. Lloro cuando llegan playlists. No podemos vernos, pero nos queremos a través de las canciones que nos mandamos. Lloro cada día cuando los músicos callejeros, la marimba que toca Coldplay o el clarinetista que toca grandes éxitos de Luis Miguel, se instalan en la esquina.

Hay momentos perfectos en los que Nico come y duerme y no duele y estoy en el cielo maternal. Y hay momentos donde come y come y come, me agota, me agoto. Es alienante: soy una chichi que nunca duerme. Mi posparto es una aventura por la inestabilidad radical. Aprendo a cambiar los “pero” por las “y”. Es hermoso y esclavizante, al mismo tiempo.

Todas las mañanas pasamos del cuarto a la sala. Ese arribo a la sala como nuestro destino final es la primera tristeza del día.

Todas las mañanas leemos en voz alta la cifra de “los muertos nuestros de cada día”, diría Sándor Márai. No sé por qué la grabo en mi diario, ahora compuesto de notas de voz porque solo tengo libre una mano. No sé por qué quiero tenerla al lado de los sentimientos, en el registro de la transformación, entre las contradicciones. Todas las mañanas leemos en voz alta las noticias sobre la competencia por la vacuna. Rituales nuevos.

Pasamos el tiempo en la sala, en plan mamífero. Cuando mis senos la escuchan siento cómo se llenan de leche. La lactancia, esa secuela de la continuidad de los cuerpos del embarazo, nos mantiene de otra manera conectadas. Una intimidad diferente.

Cada una continúa su transformación, ahora por separado. Pero solo nosotros somos testigos.

Nadie conoce a Nico. No está registrada, las oficinas están cerradas. Esto parece un sueño o una realidad paralela. A ratos siento que la pandemia es una realidad desdoblada y en el otro mundo sigo embarazada.

Cuando le explico a Nico que su padre y yo no somos las únicas personas que existimos, ella apenas puede vernos. Nos huele, nos escucha, pero no somos más que un par de borraduras en su nublado campo visual. Le informo que, como nosotros, hay muchos otros seres humanos en este planeta. Le cuento de mis padres (con quienes si tuviera energía estaría enfurecida porque a sus setenta y tantos llevan casi una vida normal, porque ellos “no tienen miedo”), le cuento de mi hermana (que al contrario de mis padres se ha encerrado para no exponerse y para pronto poder cargarla), le cuento de mis primos en otro continente (una breve explicación entre paréntesis de qué es un continente), le cuento de mis amigas y amigos, de otros bebés que, como ella, han nacido en un mundo extraño.

El día del temblor, una vez abajo, le digo, Mira: otras personas.

Nos acomodamos en la pausa y la espera se vuelve una forma de vida.  La espera parece ser la verdadera dictadura, no encuentro cómo desobedecerla. Esperaba el nacimiento. Esperaba a que pasaran las oleadas de dolores infernales durante la labor de parto. Esperaba a que me bajara la leche. Ahora espero a que termine de comer, a que se duerma, a que se despierte. Espero a que desaparezca el pinchazo en el pezón derecho. Espero para ser algo más que una chichi. Espero para que mi cuerpo vuelva a ser mío. Mientras esperamos la vacuna, la cura, lo que sea para poder salir seguras de aquí. Esperamos un futuro mejor, que cuando todo este intermedio acabe seamos personas que habrán aprendido del castigo. No confundamos la espera con la esperanza, dice Andrea Köhler.

Espero los reencuentros. Algunos amigos vienen con cubre bocas a la puerta de mi departamento para conocer de lejos a Nico. Algunos no se atreven a subir y se las enseño por la ventana.

A veces me parece que estamos suspendidos en un bucle de tiempo, como dentro de un vagón de tren que viaja y viaja y viaja. Se nos olvida que a algún lugar tenemos que llegar. O no. Quizás el viaje es el destino. Vaya destino… Esto sigue pasando, intentamos explicarnos esta forma de la distopía con una amiga por teléfono. Me cuenta que una amiga suya lo ha descrito como si lloviera en todo el mundo al mismo tiempo. Es terriblemente triste. Recuerdo una frase lapidaria de Gabriela Wiener: “La vida es una buena historia porque no tiene un final feliz” y me retuerzo de la culpa frente a Nico.

 

Lo que más extraño de la vida anterior es la lentitud del tiempo. Los días se han vuelto indistinguibles durante el encierro. Los adultos cumplimos años casi sin enterarnos. Después de Nico, a los días y a las noches se las traga el ritmo de su hambre. Medimos el paso del tiempo con otros criterios. Constantemente la mido contra mi panza, para saber si todavía podría caber dentro de mí. Reconozco muchos de sus retorcimientos de cuando vivía en mi cuerpo. Crece como con prisa. Cuando se duerme vemos, incrédulos, las fotos que le hemos tomado desde que nació. Su metamorfosis es más rápida que nuestra capacidad de comprensión.

Su cuerpo engorda y se deshincha, las manchas desaparecen y comienza a revelarse el principio de una personalidad que nos permite creer que ya sabemos más o menos quién es. Empezamos a esbozar un glosario privado de ruidos, gestos y movimientos con significado. Y nos comunicamos. Además de comer, dormir y cagar, su actividad principal es mirarme. Como si ella también pensara, “Así que eres tú”. Al principio sonreía dormida después de comer, satisfecha, como en una fiesta privada a la que todavía no estábamos invitados. Ahora sonríe despierta y decidimos creer que sonríe voluntariamente; que nos sonríe.

Nico empieza a distinguirnos. Nos presentamos una y otra vez. Le prometemos que no la trajimos al mundo para esto, para vivir entre la sala y la habitación. Le contamos sobre la playa, los caballos, los tomblings. De pronto me cuesta recordar el más allá de estas paredes y recurro a la lista de las mejores cosas de la vida que hicieron mis amigos para animar a Nico a nacer, después de que mi doula me dijera que muchos partos se estaban retrasando por el estrés de parir y de nacer en plena pandemia.

Con Nico en brazos veo estrenos cinematográficos en la televisión y pienso en que no hubiera podido ir al cine. Veo charlas con panelistas internacionales que si no fuera por el confinamiento mundial quién sabe si se hubieran llevado acabo. Veo conciertos en vivo de Nick Cave, de Julieta Venegas, mientras cambio pañales. Veo festivales de música y, a pesar de la comodidad de verlo acostada y no de pie, de usar mi baño en lugar de un sanirent, de ahorrarme la chela caliente y poder mutear a las bandas malas, realmente extraño cantar junto a miles de desconocidos. Me pregunto cómo serán las misas y otras obras de teatro. Me pregunto si este es un mal momento para los sistemas de creencias, que ahora tienen que entretejer la fe de manera coherente con una pandemia.

Todavía no hay vacuna, los decesos y los contagios no han parado, no hemos encontrado mejores estrategias de prevención que el distanciamiento social y, sin embargo, volvemos a encontrarnos con la familia y los amigos. Con culpa, con miedo, con paranoia, pero aun así nos arriesgamos. Poco a poco vemos a otras personas en los parques, donde circula el aire. Todos se aguantan las ganas de cargarla. Yo me aguanto las ganas de abrazarlos. Necesito con urgencia abrazar y descargar algunas lágrimas sobre los hombros de mis amigas. Andrea Köhler también dice que la espera es cuando el tiempo contiene el aliento y yo me pregunto cuándo podremos volver a respirar.

 

 

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa