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Cueva-Academia-Cueva. O de las vicisitudes de un oso en la Universidad

Escribir, para mí, siempre fue una manera de jugar y, en el proceso de ese juego, una manera de quererme, de encontrarme conmigo, de saberme yo. Un poco en contra del siglo XXI que le pone precio, código de barras y vencimiento a cada espíritu humano, escribir es y ha sido desde siempre mi forma de luchar contra eso.

Pienso que muchos de los que escribimos, a quienes realmente nos gusta escribir (amateurs o artistas de oficio) somos bastante narcisistas. Las causas pueden ser psicoanalizadas en privado, pero se pueden intuir también en un mundo de estas características. En lo personal, y hablando un poco desde mí, pongo las manos en el fuego por el niño rengo de alma que sabía ser. Creo que por ahí comienza todo.

A ese niño, un poco pato feo, un poco cisne, le gustaban muy poco los cumpleaños llenos de chicos, eso de socializar. En su corazón se sentía diferente a los otros; a veces menos, a veces simplemente distinto. Prefería los juegos reflexivos, con la posibilidad de crear y construir castillos de algodón, o ideas como pompas de agua y detergente, una manera de escribir en el aire, en soledad. Él estaba hibernando como los osos en las cuevas de Altamira. Tal vez no contento con el mundo que le habían dado sus padres, su familia, el universo loco en general. Replegarse en sus juegos era un regreso a la caverna pero para rugir desde adentro, y así decir: “Yo estoy, yo estoy acá”.

Desde muy temprana edad me costó ser un pez en el agua. No nací con la facilidad de moverme ágil entre la gente y los grupos humanos, no soy, repito, un pez en el agua. Me considero un oso que se encontró con Platón en la misma caverna mientras él le hablaba de cosas políticas. Fue Platón quien salió corriendo hacia afuera por mi culpa.

Y sigo siendo un poco ese oso. Pesado, difícil de tratar. Pero soy un oso con espejo. Espejito, espejito, ¿quién es el más bonito? Por eso es que escribo, un poco por vanagloria narcisista y otro poco para mostrar que el pato feo ya es un hombre-oso, o si se prefiere, un cisne azul.

Estudiar fue alguna vez un acto de humildad. Es difícil ponerle zapatos a un oso, camisa, pantalones, es difícil cortarle las garras, cepillarle los colmillos; es difícil hacerle cumplir consignas formales y que entienda que una carrera no es un juego. Yo que acostumbraba a patear el tablero, tuve que agachar un poquito la cabeza, salir de mi cueva, obligarme a hablar con Platón.

Pero después mi corazón me demandaba volver al bosque, a la cueva, a mis ideas locas y a mis historias privadas. Así es como me salí de la Academia y vine a parar a este lugar alumbrado por un fueguito que las musas me brindan desde ahora y para siempre.

Pero mi rebeldía insensata de oso, ¡ojo!, no es contra la disciplina. ¡Vaya si escribir no ha sido mi gran disciplina, mi trabajo, quizá también mi gran obsesión!, un hábito más de romper malos borradores que el producto de una intuición o de un rapto de éxtasis. Es cierto que hay musas, es cierto que hay creatividad e inteligencia. Pero también es verdad que llevo un camino hecho, que no me valgo de la simple casualidad o la buena suerte y que si te gusta el texto que estás leyendo es más por la disciplina de los años, las noches de insomnio y los borradores en el cesto que por una iluminación especial conseguida de un día para otro. Mi rebeldía, en cambio, es contra la formalidad, contra la institución que dictamina desde un lugar de poder, un juicio de valor, sobre la calidad de lo escrito, sobre tu carrera profesional, tu vida personal, sobre tu integridad como persona.

 

Desde lejos no-cv

Convengamos que la historia personal de cualquiera de nosotros, los mortales, es desde el comienzo un arrojo hacia una existencia entre dos terribles nadas. Planificamos y proyectamos, trabajamos de forma continua a fin de poder irnos de vacaciones a Machu Pichu, a las Islas Canarias, a cualquier lugar lejos de nosotros para conectarnos con nosotros, sabiendo que un día moriremos y que en unas cuantas generaciones nadie sabrá nada acerca de quiénes fuimos. Creo que ahí entra en escena la importancia de los relatos de vida. Son una forma pequeña, somera y humilde de inmortalizar lo que sabemos está de paso.

Hablar de mí y de mi pasar, sin embargo, es complejo. Porque para un paciente con trastorno bipolar existen dos momentos o formas críticas de ir siendo según los años, modos del mismo cariz (imaginen) que una frecuencia de sonido en el espacio. Picos altos, picos bajos, mesetas comunes en las que se fraguan otros próximos picos. La propia historia no puede escribirse lineal como una autopista; ni siquiera como una crónica o diario autobiográfico: porque la vida, de quien sufre una cosa así, está llena de baches, como pequeñas muertes súbitas, irresolubles, que van dejando huellas de lo que no. (Traten de escribir mi CV, a ver si se animan, a ver si pueden en una hoja plagada de agujeros). Si me pongo a contar una vida de estas características será como hacer una biografía manuscrita llena de negros manchones de tinta, ausencias y contradicciones que irán entorpeciendo el acontecer —temporal, normal, sereno y continuo—, entre marchas y contramarchas, momentos de éxtasis, tiempos vertiginosos y sin paz, depresiones y tristezas de quedarse en cama todo el día hasta el anochecer. No: una autobiografía de esta especie es ardua de narrar. Solo quienes pueden quitar a mano los yuyos enmarañados en un campo de sorgo, entenderían cómo sacar algo limpio de esta, mi existencia.

Es, justamente, ese el conflicto: el tiempo quebrado, caminar por un camino fragmentado y difícil donde cada acontecimiento es un poco resultado de la rueda de la fortuna. Drama y patetismo, así se vive. Porque cuando no se está en la inercia de todos los días encapotados (un dejo de baja autoestima y depresión impide ver horizonte y metas), uno cree ser dueño y señor del universo todo, surfea en la ola del mundo como un payaso, hasta trastabillar, acto seguido, sobre el ridículo y la peor condena: la risa de los otros. Entonces, ahí, se cae en el pozo más vergonzoso. La comedia y la tragedia se enlazan en el absurdo, en las manchas de la historia; y los agujeros negros vuelven a teñir las páginas de esa vida que quiso y no pudo, de esa idea que cayó en un rotundo no.

Por suerte, gracia divina o estímulos de un destino que desconozco, aparecen luces que alumbran una carretera; sinuosa, sí, difícil, pero posible en la ficción. Leer y escribir van siendo, al costado de las circunstancias, como faros en la intemperie y en el mar de las dudas y las incertezas. Es por ahí, me digo; este soy yo, me repito: el escribiente. La manera más saludable y sana de encontrarme conmigo, de hacerme respetar frente al infierno de los otros, de encontrar mi asidero, mi refugio y mi lugar en este mundo loco, empieza por olvidarme del mismo, por darle la espalda, por fijarme solo en esto que adoro: la literatura.

Como el Quijote.

 

Veo veo, qué ves

De cerca las cosas cambian de color. Javier Santos Rodríguez es un hombre libre si querés; él se queja muchas veces de su condición psíquica, social, existencial… pero ¡vamos!, que disfruta asimismo de la ruta y de placeres mundanos y espirituales que pocos conocen o se atreven a averiguar. Cosas como cazar mariposas en primavera, leer novelas inconclusas –sabiendo bien que no terminan jamás–, contar los fósforos quemados que reinan en la cocina de la señora Vita de la Rose, o buscar el terrón de azúcar de Oliveira o el paraguas roto de la Maga. Desafina cuando canta, pero canta muchísimo a la libertad y al amor mientras se está bañando solo. Después se viste, toma un café, sube a un rastrojero imaginario (sabrán que no tiene registro de conducir), sale a la autopista de los sueños y las ideas y se forja un destino entre baches de alquitrán.

La camioneta, al principio, intenta arrancar. Muchas veces hay que pasarla a gas para que empuje la fiera. Las ideas son maleducadas y quieren entrar todas juntas por la misma ventanilla. En cambio las palabras, disciplinadas como soldaditos de plomo, van una tras otra subiendo por la puerta principal. La camioneta, cargada ya de ideas y palabras, pasa a buscar los sueños entre esos baches y agujeros negros que aparecen súbitos como un iceberg titánico. Los sueños esperan sentados cada veinte o treinta kilómetros de amor. Son pacientes y ansiosos al mismo tiempo. Por lo que si se mira de cerca, uno los ve frotándose las manos como si tuvieran frío. Cuando Javier, ilícito a causa de no tener registro de conductor, ni título habilitante para adquirir ninguna cédula verde, ninguna VTV, encuentra de pronto y porrazo el primer sueño, todos aplauden cariñosamente a sus palabras, sus ideas, su sueño cumplido.

Javier es un tipo bueno, solo le cuesta no entrar en ciénagas y pantanos donde puede sentir la tristeza como un bicho que lo come crudo. Pero aprendió a sobrevivirse, a entenderse, a conocer sus banquinas y sus posibilidades. Sabe que la ruta es a veces difícil, que más que una autopista se trata de una carretera sinuosa de ripio de una sola mano. Pero la idea es mirar adelante, poner el rastrojero en dirección al sueño siguiente y avanzar en medio de la vida.