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Desde el confín: los pájaros ganaron

Los pájaros son comunicadores de exterioridad. No saben lo que comunican. Ni siquiera saben que comunican. Aunque, en realidad, ¿por qué comunican los pájaros? ¿Por qué mejor, no contactan? Así escapamos de una vez de esa maldita necesidad de “comunicación” que nos llevó a hiperhablarnos, a estar todo el tiempo enredados con el otro, sabiendo qué hace, qué no hace, por qué no hace si debería hacerlo y por qué hace si no debería. Después viene la red. Después viene Facebook.

Y ahora viene la temible e irreversible, parece, estrategia de las 5G. Para alterar, de una buena vez por todas, el equilibrio electromagnético de la biosfera. Porque resulta difícil negar la relación entre la agresión viral que padecemos y el resultado de un desequilibrio electromagnético[1].

Es cierto que T.S. Eliot escribió en 1922 La tierra baldía, uno de los grandes poemas del siglo XX y, por qué no, de la poesía occidental. Eliot denuncia allí —denuncia es un decir, en realidad no denuncia nada: consigna—, de manera totalmente coloquial muy de un poeta (todavía) norteamericano y, por lo tanto, maestro del lenguaje coloquial, el mal de la época: la incomunicación. Eliot la atribuye a la modernidad y deja pasar, por debajo de un texto fragmentado y poco “comprensible”, una nostalgia inequívoca del mito. Al final del poema hay una serie de notas aclaratorias y el lector respira. Del mismo año son Ulises de James Joyce y Trilce de César Vallejo. A diferencia de La tierra baldía, el texto de Joyce no se aclara por el autor. Muy por el contrario, en su obra significativa siguiente, Finnegans Wake, Joyce clausura las posibilidades de entendimiento con el lector y se encomienda al futuro, un futuro que no tiene visos de llegar. Joyce clausura el futuro con una obra de clausura. La literatura es contingencia. O no es absolutamente nada. Lo mismo podría decirse de Trilce. La guerra civil española le pegó de lleno en la culpa a Vallejo y, lo mismo que su compañero de letras, Neruda, reniega de la oscuridad significante de aquella obra y empieza la escritura que lo llevaría a ser el Vallejo reconocido: la de Poemas humanos, de 1939. Neruda haría lo mismo en su Canto general en relación a su obra anterior, Residencia en la tierra.

 

 

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“El lugar del poeta es el afuera”, dice Blanchot. Lo que llevó a Foucaullt a escribir uno de sus grandes textos (el confinamiento, si no nos ilumina, nos permite decir cualquier cosa: ¿cómo elegir un Foucault que esté por encima de otro Foucault? Yo no puedo): El pensamiento del afuera. Y luego en el tiempo viene este otro gran texto de Giorgio Agamben: Lo abierto. El hombre y el animal.

Si no hubiera una cantidad de gente afuera, afuera de toda protección, ganándose la vida al día —y, lo que es peor, pero parece más higiénico, más sanitario, siempre en la lógica cínica de un sistema cínico: creando “inmunidad de manada”— se diría que se nos arrebató el afuera, lo abierto, la exterioridad. Si no existiera la vulnerabilidad a la que obliga un sistema implacable. O sea: el secuestro de la vida tocada más parece algo que le pasa a una cierta parte de la población, la que puede guardarse. Aunque guardarse no suena como una palabra consciente —como aquellos Días de guardar de Monsiváis—, políticamente consciente, sino como una palabra sistémicamente consciente: las generaciones no informales deberán guardarse porque son la posibilidad de rehabilitar el aparato productivo social formal. Los guardados son el tesoro de la productividad. Y finalmente, guardar la vida —cuidarla, eso quiere decir— cuando está amenazada es instintivo, animal, incluso. Muy poco místico. Pero el guardarse-en-cuidado oficia como un repliegue. En cualquier blog político más o menos serio cada tres párrafos aparece la palabra “suspensión”. El poema era una suspensión —al menos yo lo pensaba así, y lo dije así—. Uno va entrando en el singular y saliendo del plural. Como si recayera en el momento de la individuación: esto me está pasando a mí. Porque el plural se espectralizó. Entre el afuera informal y el guardado formal, los otros, todos los demás, se espectralizaron. Pueden aparecer en una imagen y aparecen, sin duda, en la voz. El repliegue obliga a verse. Pero el verse a mí me lleva al verso y, finalmente, a lo que escribo —en ciertos sectores populares en Uruguay, una cultura irónica si las hay, te dicen cuando sospechan de la veracidad de lo que dices, o decís: “no me hagás verso”—. El verso es una mentira para el pueblo. ¿Pero hoy qué es el pueblo? El verso es una articulación del lenguaje, una vuelta metafórica cuya realidad de origen es agropecuaria: cuando ara el buey, al terminar el surco, da la vuelta. Esa vuelta es una medida. Y las medidas constituyen una formalización. Esa formalización productiva puede explicar que una cierta parte del pueblo vea como mentira al verso, esa parte del pueblo adicta (es decir, sin alternativa) a la informalidad. Viendo plano, sin perspectiva, el proceso de arar la tierra constituye un entramado formal que luego, en otra metáfora, llamaríamos el cuerpo del poema. El cuerpo del poema sería eso que se ve aplanado, escrito de “izquierda a derecha y para abajo”. Este entrecomillado sería el proceso posible de la mundialización si no ocurre lo imprevisible como continuidad y que a la pandemia suceda, como quieren algunos —y yo también—, un arrinconamiento del sistema y el paso a una humanidad real, ecológica y solidaria. Difícil.

 

 

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“El lugar del poeta es el afuera” sigue siendo la frase donde me reconozco mejor. Le dé a ese afuera un lugar en el afuera de la realidad, al descampado amenazante de hoy, o adentro de la poesía, en ese afuera paradójico que es el lugar del poeta. Prefiero hablar del no-lugar de la poesía en la medida en que constituye ese espacio que está en la materialidad de los sentidos —en La educación de los cinco sentidos, como dice el texto de Haroldo de Campos, siguiendo, precisamente, a Marx— y del pensamiento pero no en la realidad física. Phisis, verdadero nombre de la naturaleza, es el lugar donde alguien que tiene que ver con la poesía se puede percibir un mayor sentido de pertenencia. Es raro que después de la modernidad que urbanizó los lugares y abandonó, primero, y —ahora lo vemos— alteró la lógica natural en todos los niveles que pudo, después de la posmodernidad que dio el salto definitivo e irreversible de técnica a tecnología, la phisis mantenga su disponibilidad de contacto para un poeta. Sin que signifique ningún paraíso. Hay peligro ahí también. La naturaleza ahí hace de otro-el mismo, como le gustaría a Borges. Esa dualidad con-fundida es el afuera, lugar del poeta, lugar donde encuentra amparo. Me pregunto si el lugar mental del poeta no sigue siendo el lugar panteísta que le otorgó un cierto romanticismo; el alemán sin duda. Pero también el inglés y su prolongación norteamericana en Whitman, Emerson y el entrañable Thoreau. Es difícil pensar en un panteísmo digital. Qué diría Shelley, el compañero de Mary, la que empezó a decirlo todo con Frankenstein. Pero el confinamiento es, también, el lugar del confín, en el sentido de límite-lejano. El tiempo, el pasado, lo hecho, lo imaginado: todo junto se agolpa en un plano cerrado. Pero la base es la suspensión, el paro. Y el recuerdo de lo accesible que en el presente no lo es. Se puede mirar todo eso como irrealidad en el sentido de reconocimiento de algo que a uno le pertenecía —eso es lo que uno cree— le era familiar —eso también uno se lo cree— y de repente se le imposibilita. Lo difícil para un viejo es verlo como transitorio. Para un joven, que en general vive con intensidad el presente, verlo como transitorio es también difícil. Pero la diferencia es que para un joven, si tiene suerte y puede tenerla, lo más probable es que lo sea. A mí me queda vivir lo que estoy viviendo como si no hubiera más, con la incertidumbre real, es decir, aumentada, puesta en ese verse a sí mismo que ya no es general.

 

Ciudad de México, México

 

[1] Ver: Oliva, Ana María (Doctora en biomedicina): https://www.youtube.com/watch?v=232-I3qg73M

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa