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Economía y coronavirus

¿Cuál es el impacto económico de la pandemia del coronavirus? Algunas consecuencias ya se han hecho notar, otras están por llegar. Quedan las más profundas, me parece, pero quizá no las más duraderas: las de naturaleza cultural, incluso espiritual; las que pueden tener una incidencia favorable, no en la economía, sino en nuestra sociedad en su relación con el mundo.

A diferencia de la crisis de 2008, en la que los errores de las finanzas globalizadas repercutieron primero en el comercio, después en la producción y, finalmente, dejaron fuera del trabajo a millones de trabajadores en todo el mundo, la crisis del coronavirus ha golpeado en primer lugar a los sirvientes de la máquina económica.

 

Parada brutal de la máquina económica

Primero, los trabajadores de Wuhan, esta gran ciudad industrial china con once millones de habitantes, subcontratista de miles de empresas industriales. Estas empresas, empezando por las más cercanas económica y geográficamente —Corea del Sur, Japón, Australia y Taiwán—, y progresivamente las de Europa y de Estados Unidos, tuvieron que restringir o detener su producción. Pensamos en el caso de Renault en Corea, y de Michelin en Alemania, Francia y España, incluso antes de que se hayan visto obligados al paro técnico debido a la ausencia de material o —en las situaciones más radicales— de confinamiento de sus empleados.

Con el transporte afectado por las restricciones, todo el sector turístico mundial también se ha derrumbado. Es cierto que incluso antes de las restricciones en los desplazamientos y del confinamiento de países enteros (primero China, después Italia, Francia y, finalmente, toda Europa), la afluencia de turistas chinos, que representaban el 18% del total en 2019, se detuvo. Las compañías aéreas fueron las primeras en gritar por ayuda. A esto se añaden los efectos indirectos del derrumbe de los mercados financieros aterrorizados por la incertidumbre de la economía real.

Las empresas más frágiles, entre ellas las más pequeñas amenazadas de quiebra, son rescatadas mal que bien por las autoridades públicas. De manera indirecta, mediante una política monetaria flexible para hacer bajar los tipos de interés y así facilitar los préstamos —cosa que no ha impedido que los bancos, cargados por un aumento significativo de deuda incobrable, restringiesen los créditos que conceden a las empresas y a los hogares—; de manera directa, la ayuda del Estado se refleja en los plazos de pago de los impuestos y en las contribuciones pagadas por las empresas, mediante créditos fiscales y subvenciones específicas.

Por tanto, el virus ha precipitado la tendencia a la desaceleración de la economía mundial, una tendencia ya perceptible desde hace dos años, marcada por un estancamiento de la producción industrial mundial y una fuerte desaceleración del ritmo de crecimiento de las inversiones.

 

Cuestionamiento de la división internacional del trabajo

A diferencia del horizonte de esperanza de febrero de 2020, cuando la crisis del coronavirus parecía ser solo un episodio económico-biológico localizado en China, es poco probable que la economía mundial se comporte de igual forma después de la crisis. El motivo es que la división internacional del trabajo ha demostrado aquí una de sus fallas, doce años después de que la globalización financiera exponga sus propios efectos peligrosos. Ciertamente, nadie pone en duda el interés económico por producir bienes o servicios para los países que, por sus recursos naturales, por sus reglamentaciones sanitarias o sociales o por su entorno cultural, son los mejor dispuestos. Pero la lógica económica del “stock cero” y del flujo ajustado —el rendimiento financiero obliga— deviene dramática en caso de ruptura de la cadena internacional de producción.

Lejos de las diatribas estériles sobre la responsabilidad de las autoridades sanitarias chinas, se puede acusar, y con razón, al capitalismo, a las finanzas internacionales o incluso a la política de los Estados que ayudan, por todos los medios posibles —monetarios, presupuestarios y reguladores— a sus productores nacionales frente a la competencia extranjera. En realidad, se manifiesta un efecto perverso de un sistema económico que ha devenido complejo.

 

 

Un sistema demasiado complejo

En este sistema se entrecruzan lógicas divergentes tanto para el individuo como para el país o conjunto de países: lógicas a corto y largo plazo, de interés local y nacional, que afectan a familias, profesionales, consumidores, asalariados, etcétera. Este lío de contradicciones conduce a los sistemas complejos hacia una especie de autonomía que escapa a la voluntad de los subsistemas por separado. De ahí la impresión de un barco loco sin comandante, errante y a merced de las corrientes y los vientos.

Las teorías de la conspiración nacen fácilmente en un contexto así, pero también los ideólogos en busca de gobiernos autocráticos. China es una caricatura cuando pretende ser el modelo que, por decisiones rigurosas brutalmente aplicadas, ha conseguido, mejor que los países occidentales, gestionar la crisis. Tal como relatan las noticias que vemos por televisión, se mide la temperatura mediante un termómetro láser a la entrada del aeropuerto, en la entrada del avión, a la salida del avión, en la entrada de los hoteles, en todo los lugares públicos, incluyendo las entradas de edificios, con traslado inmediato al hospital para todos aquellos que desafortunadamente tienen una temperatura por encima de los 37,5°. Se utiliza el aparato de seguridad ultra sofisticado del gobierno para asegurar el cumplimiento adecuado de las normas impuestas por las autoridades, incluido el uso de drones para supervisar las acciones y gestos de todos, para llamar al orden por altavoces, para señalar a quienes incumplen las reglas y verificar de forma remota la temperatura de cada uno. Se usa, a su vez, el desarrollo de nuevas aplicaciones vía teléfono inteligente para permitir geolocalizar a las personas contaminadas o para evaluar los riesgos aportados por su propietario, eventualmente contaminado, según los lugares que visitó durante las últimas semanas.

 

Efectos del repliegue sobre uno mismo

La crisis del coronavirus solo puede reforzar la tendencia al repliegue nacionalista ya perceptible en muchos países de Europa y de América. Las políticas de Estados Unidos, Brasil y Gran Bretaña son los aspectos más espectaculares. De hecho, desde hace mucho tiempo cada país ha intentado imitar a los Estados Unidos, abandonando los acuerdos multilaterales —en perjuicio de la Unión Europea— para focalizarse en acuerdos bilaterales donde el más fuerte impone su diktat.

La teoría económica nos enseña que este repliegue en los espacios nacionales tendrá un efecto negativo —más o menos sensible según el tamaño de los países— en la productividad económica global del planeta. Una disminución de la división internacional del trabajo solo puede frenar el crecimiento económico mundial, para deleite de los ecologistas. El coste de la vida aumentará en todos los países pero un poco menos que la media en los grandes países que, como Estados Unidos, disponen de los recursos naturales más diversificados. Esto exigirá una cooperación regional entre países modestos que no pueden permitirse, como los otros, una autosuficiencia casi completa.

 

Una nueva relación con el mundo

¿Es algo malo? ¡No lo creo! Entre todas las consecuencias posibles, la lucha ecológica será más fácil. No todos los problemas sociales serán resueltos, pero se establecerá una nueva relación con el mundo que ya no considerará el crecimiento económico como la clave de la felicidad. La crisis actual también ha mostrado el interés práctico de las relaciones electrónicas. Sin duda habrá algunos hábitos que cambiarán el estilo de nuestras relaciones humanas. De manera más fundamental, la guerra contra el coronavirus, como todas las guerras, pondrá a todos ante cuestiones fundamentales e inéditas sobre el sentido de su vida.

¿Qué hacer en un entorno como este? ¿Seremos capaces de extraer un aprendizaje?

 

Palafrugell, 22 de marzo de 2020

Centro de Estudios Avanzados en Pensamiento Crítico (Barcelona)