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El abrazo ausente

El silencio avanzó abruptamente. Un día nos besábamos al saludarnos, dos días después nos rozábamos desconcertados un codo o un pie, otros dos días después estábamos confinados.

Nunca había escuchado el silencio que se produce cuando los besos dejan de sonar, ni había reparado en el leve sonido de dos cuerpos cuando se encuentran en el abrazo. Afuera se hizo un silencio que era la amalgama de muchos silencios.

El silencio me convocaba. En un amplio sentido de la palabra. La palabra dicha es, justamente, la materia con la que trabajo. Soy contadora de historias. ¿Actriz? No, contadora de historias o narradora oral. Más de una vez me ha pasado que, cuando respondo a la pregunta de a qué me dedico, me dicen cosas como: “Qué bonito… pero ¿de qué trabajas?”. Trabajo en y con un arte escénico que ni siquiera ha sido reconocido todavía como tal. Un arte joven como expresión escénica, pero antiguo como hecho, porque trabaja con la memoria, y la relación de memoria y oralidad viene desde muy lejos. Tan falto de reconocimiento está mi buen oficio que mi epígrafe fiscal es: “Humoristas, caricatos y excéntricos”. Solo esto da para una buena historia.

El trabajo de contar historias es laborioso y solitario. Es solitario en sus procesos creativos. Sola estoy también en el escenario, sola de objetos, artilugios o escenografía (o los mínimos) y voy sola también a cada una de mis funciones en bibliotecas, teatros, teatritos, plazas, calles, centros culturales, escuelas y hasta alguna cueva. Mi oficio es solitario hasta que llega el momento de contar; entonces, en los días dichosos, se produce un abrazo colectivo. Cuando trabajo en teatros pido, para sorpresa de los técnicos, que dejen algo de luz de sala, para poder ver a la gente. La narración oral es, para mí, un arte de comunicación directa. El acto de contar no es para el público, es con el público, una cuestión de preposición que lo diferencia de otras artes escénicas. Con el con empieza la palabra contacto. Es con y es con tacto. Es de tocar y de juntarnos. Es rueda alrededor de una hoguera simbólica. Es un acto de escucha, tanto del público como del narrador o narradora, que se constituye en cada aquí y ahora, contando con las miradas, con los silencios, con las intervenciones, con el aliento de las personas que están en ese espacio que compartimos.

Me apasiona mi trabajo, me erotiza, es algo así como un amante. De golpe y porrazo, entonces, me vi privada del amor de ese amante y de los muchos placeres que me ofrece. Arrancada, exiliada, desenraizada. Perdida en la pérdida. Y entonces lloré como cuando se pierde un amor, un gran amor.

Dos días después de decretarse el confinamiento, el ruido de las redes sociales  se coló en mi duelo. Muchas cosas, muchas, para que no nos aburramos, para que soportemos, para darnos ánimos, para distraernos, para que no decaigamos, para que resistamos. Para, para, para, para… ¡Pero para, paren!, ¡paremos! ¿Paramos o no paramos?

Muchos narradores y narradoras se volcaron a las redes. Cantidad de videos de todo tipo. Abrumador. Salir antes de haber entrado. Un afán, me pareció, de callar el silencio. Porque hay silencios que hablan. El imperativo rugía. Había que hacer, “llenar” de cuentos las redes. Acabábamos de empezar el confinamiento y ya se gritaba la orden de producir. Pero, ¿cómo contar sin escuchar-se? Solo se cuenta lo que se sabe. ¿Cómo contar sin bordear el confín del propio confinamiento? ¿Cómo hablar del bosque sin adentrarse en él y encontrarse cara a cara con ese lobo que resultó llamarse Miedo Feroz? Estaba noqueada, como si un boxeador me hubiera dado un derechazo mientras yo estaba mirando mariposas en el ring. Con la mandíbula desencajada por el golpe brutal era imposible ponerse a contar.

¿Qué pasaba si no escuchaba el ruido? ¿Qué pasaba si no me hacía ver? ¿Qué pasaba si no me distraía de mí, si desafiaba el imperativo de “hay que aprovechar para…”? ¿Qué pasaba si me dejaba caer en el vacío?

Estaba desenraizada, necesitaba, pues, echar raíz para nutrirme. Y comencé a discurrir entre nutrientes. Me dejé caer. En soledad. Una vez más, las palabras fueron tierra. La poesía fue, también una vez más, “aquello que ayuda a enfrentarse a lo desconocido”, “un contacto directo” (citando a Octavio Paz y a Jorge Luis Borges), como la narración. Me agarré de todo aquello que me alimentaba en la hambruna. Y el silencio se llenó de pájaros. De pájaros y pajarracos. Días y días discurriendo entre nutrientes, llamando a Eros en medio de tanto Tánatos, permitiendo que los actos creativos surgieran desde ese transitar el vacío, el miedo, el dolor y la pérdida.

Un día llegó una propuesta de trabajo que consistía en hacer un streaming (directo) contando una historia. La propuesta era remunerada, lo cual no es un detalle menor. Pero, ¿cómo contar sin el con? ¿Era contar? Sí, pero no exactamente. La restricción abría posibilidades y cuestionamientos. Me permitía acercarme, hacer un poco posible el abrazo imposible. Me llevaba a volver a la historia, a volver a trabajarla para intentar meterla en ese cuadradito de la pantalla. ¿Cómo hacer para que traspasara esa distancia? Acepté la propuesta luego de un día entero de reflexión. Y junto a la alegría de sentir y saber que la historia atravesaba confines, sobrevino el vacío porque la pantalla no basta, deja a medias. Mi trabajo “es” con los cuerpos de los otros y acontece irrepetible en cada función. Construcción efímera y única. Contar en pantalla era, para mí, contar y no contar a la vez. Cada streaming o video que he hecho me ha puesto a caminar descalza en el filo de las contradicciones.

En los últimos días he paseado anhelante por el recuerdo de los abrazos de quienes quiero. Podría contar de cada uno de ellos, de los personales y los colectivos. He vuelto al silencio, a las lágrimas cuando aparecen, y a las palabras nutricias para sostenerme. Las narradoras y narradores tenemos la posibilidad de ser transmisores de tradición oral, relatando la memoria. Habrá cosas que contar “cuando pase el temblor”. No me refiero a los muchos dietarios del confinamiento que vendrán, sino a esa experiencia subjetiva hecha historia que se expande a lo universal. El atravesamiento del bosque, el encuentro con Miedo Feroz, son toda una aventura de la que necesitaremos hablar. Vivir para contarla con otros, en un espacio compartido real donde la historia esté viva. Confinamiento y confín también empiezan con con y remiten a uno o una misma, a ser llevados y llevadas a los propios límites. Sé que después de esto no podemos volver de la misma manera. Cuando se atraviesa el bosque se sale diferente. Sé que puedo hacer algo que es y no es mi trabajo  pero también sé que mi contar necesita del contacto. Porque ¿cuánto podemos soportar la ausencia del contacto sin secarnos?