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Fragmentos de una escritura autobiográfica 

Un pasado cercano

Recuerdo que a Linda no le gustaba que anduviera sin camisa cuando estaba en la calle. Si me descubría con el torso desnudo se molestaba y reprendía por dicha acción. Ante sus regaños, no tenía otra opción más que acatar lo que me ordenaba. En ese entonces tenía siete u ocho años y disfrutaba sentir en mi piel la brisa primaveral en los días de calor, de ahí que en ocasiones me quitara la camisa cuando jugaba en la calle. Asociaba esas llamadas de atención con la «mala imagen» que dan, para algunos sectores de la sociedad mexicana, los jóvenes que pasean con sus torsos desnudos por el espacio público. Las llamadas de atención de mi madre tenían una razón que a esa edad no comprendía del todo: quería evitar que me expusiera a las miradas inquisidoras y a las posibles burlas de quienes observaran mi torso desnudo. Desde que tengo uso de razón, sé de sus características (poseo aletas escapulares que son dos protuberancias en mi espalda, hombros caídos, pecho hundido e hiperlordosis lumbar que produce una barriga prominente), pero en ese entonces no sentía pena o vergüenza por mostrarlo. 

De esos años guardo el recuerdo de algunas miradas de interés que me escaneaban detenidamente por algunos segundos. He olvidado los rostros, sin embargo, la sensación de ser observado aún está en mis registros de memoria corporal: es el pinchazo incesante de una aguja que remarca el estigma que es mi marca de nacimiento.

 

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La pena y vergüenza sobre mi cuerpo llegó con el transcurrir de los años. Se instauró y tomó control total. Me infundió miedo.

 

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«… las miradas, el zoológico de las miradas…», Roberto Bolaño, Estrella distante.

Esas miradas de interés no han dejado de reproducirse. Son un loop intermitente que me sigue sorprendiendo cuando lo noto. Las siento en todo el cuerpo: las sensaciones se asemejan a una descarga eléctrica que me recorre desde la cabeza hasta los pies. A veces me saca de onda, la evito y me doy la vuelta; huyo. Sin embargo, hay ocasiones que la enfrento, me paro, observo, confronto e incomodo.     

 

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Heredé de Pedro, mi bisabuelo materno, dos cosas que durante muchos años me han pesado: la primera de ellas es una enfermedad degenerativa que provoca la necrosis muscular y me deja progresivamente en los puros huesos. La segunda, es la pena y vergüenza por tener un cuerpo débil, frágil, que no se apega a los estándares de la masculinidad hegemónica: cuerpo fuerte, viril, seguro y protector. Nacer hombre en una cultura patriarcal y no cumplir con este mandato te convierte en objeto de señalamientos, burlas, compasión y lástima. De ahí el sentimiento de pena y vergüenza que se puede experimentar por no encarnar con esa expectativa.

 

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Hubo una época en que travestí mi fragilidad e intenté «pasar desapercibido», ser un hombre normal. El estigma facial, que me otorga una expresión de enojo o seriedad, complementaba el maquillaje perfecto para una caracterización normativa. 

Estrategia de distracción para un autoengaño que creó una ilusoria tranquilidad para vivir los días sin tantos sobresaltos. 

 

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Linda recuerda tres cosas de su abuelo Pedro. Utilizaba dos camisas de manga larga para evitar que se notara la delgadez de sus brazos. Dormía con la ropa puesta para que Trinidad, mi bisabuela, no viera su cuerpo frágil. Al caminar ponía sus manos atrás, entre la baja espalda y las nalgas, para reforzar su centro de gravedad y dar pasos seguros que le permitieran desplazarse, acción que no evitaba que experimentara caídas cuando iba a trabajar al campo o a recoger leña al monte. 

Al conversar con Linda sobre esta historia, sale en la conversación la siguiente duda: ¿cómo le haría Pedro para levantarse cuando se caía?, por lo regular siempre estaba solo en esas faenas. La enfermedad que compartimos te deja sin fuerzas y restringe la autonomía del cuerpo conforme avanza. En ocasiones es complicado levantarse del suelo ya que no hay fuerza para hacerlo, más si no existe algo que te permita tener un ligero apoyo. Ambos lo sabemos bien, lo hemos experimentado algunas veces.

 

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Me reconozco en la pena y vergüenza que tenía mi bisabuelo. Durante gran parte de mi vida las sentí por el cuerpo en que nací y los genes que heredé.  Sin embargo, estos sentimientos poco a poco se diluyen, desaparecen conforme encarno mi cuerpo y acepto mi reflejo a través del espejo.

 

Las acciones del presente 

Hace un par de años decidí enfrentar la relación que tenía con mi cuerpo. Después de un tiempo de reflexiones y diálogos internos empecé a sentirlo por primera vez. A la par que realizaba esta acción, comencé a escarbar en mi historia familiar para comprender mejor parte de la realidad que había construido. Acceder a esa memoria viva me permitió hacer una relectura crítica de mi pasado personal y familiar. Lo anterior fue determinante para comenzar a reconstruirme desde nuevos referentes y poner a mi cuerpo e historia como piezas importantes que determinan mi identidad.    

 

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La relación que tenemos con nuestros cuerpos genera conocimientos y saberes. La mayoría de las veces son silenciados por factores externos; en otras ocasiones no les damos la importancia que merecen. 

¿Cuántos conocimientos, saberes y experiencias han sido enterrados en las arenas del olvido? 

 

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En este re-conocimiento descubrí la potencia transgresora que tienen los cuerpos que no se apegan al ideal normativo; también percibí el miedo e incomodidad que provocan cuando irrumpen en la cotidianidad. 

Antonio Centeno en el papel de Antonio Centeno en Vivir y otras ficciones genera la siguiente reflexión sobre el cuerpo tullido que habita: 

Y aquí estoy, gracias a mi cuerpo. Cuerpo que ha sido mirado, valorizado y taxonomizado como inútil, subnormal, tullido, inválido, minusválido, disminuido, discapacitado, impedido, lisiado. Un cuerpo monstruoso que es dinamita para los muros de la normalidad, del individualismo, del productivismo, del utilitarismo, del capitalismo, del patriarcado, del fútbol de los domingos. Y lo que no sea odio es miedo. Miedo a que los cuerpos abyectos sean espejo de lo que no se quiere ver: la fragilidad, la muerte, la vulnerabilidad, la imposibilidad de ser sin los demás. Sí: un cuerpo para la revolución. ¿Qué coño de revolución es ésta? La única posible: la revolución de los cuerpos, desde los cuerpos, para los cuerpos, en los cuerpos.

Estos cuerpos tienen un potencial transgresor sin igual, de ahí que se generen mecanismo de control para infundir miedo y rechazo cuando se habita un cuerpo con estas características. El diagnóstico médico que dicta un destino, el confinamiento y la marginación, los señalamientos, las miradas y las burlas, son algunos de esos mecanismos de control que se encarnan y crean un entramado de autorrepresión que deviene en pena, vergüenza, miedo, rechazo. 

 

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¿Qué hacer con esa potencia transgresora del cuerpo discapacitado? No existe otra opción más que vivirla, encarnarla y compartirla.

La creación como medio para transmitir esas experiencias infravaloradas, que no se aceptan como condiciones válidas de vida. 

Estrategia para la posteridad 

La escritura posibilita compartir una experiencia, una dimensión más de lo humano. El ensayo como género literario sin restricciones para que fluya la palabra. La escritura autobiográfica como método para encontrar nuevas formas de narrarme. Estrategia que posibilita compartir mis experiencias y dejar registros.

 

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La imagen fija o en movimiento como herramientas que posibilitan trabajar sobre aspectos de mi cuerpo que me confrontan. Medios con los cuales me exploro y descubro. Complementos perfectos para una escritura autobiográfica del cuerpo y su identidad. 

 

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Desbordar el yo para explorar los vínculos con más personas. Reconocer que hay otras experiencias encarnadas que tienen resonancias en mi. Vetas que abren posibilidades para los afectos y la creación.

 

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Cuerpo discapacitado, memoria corporal-familiar y escritura, únicas posesiones que tengo y con las cuales quiero dejar un registro para la posteridad.