Actualidad

Jussara Teixeira, Beatriz Miranda Galarza, Arnaldo Kraus, Sergio Rodia (México)

 

Darse muerte por amor a la vida

 Sergio Rodia

 

«On est bien peu de chose, et mon amie la rose, me l’a dit ce matin» canta, casi susurrando, una jovencísima Françoise Hardy al inicio de Vortex, la última película de Gaspar Noé. Rebelde e iconoclasta, Noé es conocido por su estilo lisérgico, vertiginoso y desafiante: en sus películas hemos visto todo tipo de excesos, desde una interminable violación en un túnel parisino, un sórdido viaje alucinatorio por la drogodependencia a través de ciudades psicodélicas con marquesinas en tonos fluorescentes y luces neón, hasta una claustrofóbica fiesta ácida que se extiende por horas, animada por coreografías hipnóticas que, irremediablemente, termina en una catástrofe. Lo suyo es el exceso, la provocación, la pulsión de muerte. Pero Vortex está alejada de la espectacularidad del paroxismo, del efectismo de la juerga: centrada en una pareja de ancianos que viven en París, rodeados de libros y recuerdos, la película se propone mostrar lo que implica el deterioro de la vejez, la enfermedad y el modo en que las personas enfrentan, en una total vulnerabilidad, el final de la vida. Algunos críticos afirman que se trata de su película más íntima, pero creo que en realidad es, al menos por ahora, la más cruda: no hay sangre ni violencia, jóvenes alocados o destrucción orgiástica, tan solo un brutal testimonio del modo en que se consume una vida humana. La elección de Hardy para abrir la película no es casual: aquejada por un cáncer de faringe desde 2018 que le supone, de acuerdo con sus palabras, vivir literalmente un infierno, Françoise Hardy ha solicitado públicamente al presidente de Francia aprobar la eutanasia para acabar con su sufrimiento. La mujer que cantaba que la vida es tan efímera como una rosa que nace por la mañana y por la noche ya ha envejecido, ahora introducía con su melancólica voz el drama de esta pareja, al final de su vida, devorada por la fuerza regrediente de la enfermedad.

La historia es fácil de resumir: una mujer mayor, psiquiatra retirada interpretada por una soberbia Françoise Lebrun, comienza a perder la cabeza aquejada por el Alzheimer; su marido, crítico de cine -que en ese momento realiza una investigación sobre el cine y los sueños- debe lidiar con la enfermedad de su esposa y su deterioro progresivo, incapaz de hacerse cargo de ella o de sí mismo, apoyándose, por momentos, en su único hijo, un cuarentón disfuncional como un juguete roto que lucha por sobreponerse a una vida llena de adicciones y que, al igual que sus padres, parece un náufrago en medio de una tormenta. A lo largo de la película, intentan sostenerse unos al otros sin lograrlo, como niños indefensos a los que nadie puede ayudar, y con la enfermedad de la madre de fondo, destruyéndolo todo. El título de la película, Vortex, que en español significa vórtice, alude al centro de un ciclón, el punto en el que toda la turbulencia confluye, hacia donde se precipita todo lo que es irremediablemente arrastrado, y que funciona como una poderosísima metáfora de ese momento en que la enfermedad alcanza ese punto de no retorno en el que la devastación se vuelve imparable.

Esta fue la última película que Néstor, un cinéfago consumado, vio fuera de casa, en una sala de cine, en concreto en el cine Balmes de Barcelona, una película que le provocó tal conmoción que necesitó hacer acopio de fuerzas -y la llamada providencial de un buen amigo- para recuperarse de la impresión que le había provocado el drama de esa familia, ponerse de pie del banco en el que se había sentado al salir de la sala y poder volver a casa. Claramente la película le tocaba una fibra muy sensible, y cuando, unas horas más tarde, me lo contó por teléfono, aun se percibían en su voz los restos de aquella experiencia.

Unos meses después, una noche de septiembre de ese mismo año, decidió darse muerte, acompañando su gesto con una carta de despedida que al mismo tiempo era una declaración de principios, su Addio. Aunque reconozco que el contenido de la carta no me era del todo extraño -habíamos conversado varias veces sobre el tema y conocía muy bien los razonamientos que defendía-, al leerla, tras su muerte, y en el momento específico que se vivía en México, cuando en la Cámara de diputados por aquellos días se discutía la propuesta de ley sobre la eutanasia y la muerte digna, buscando reconsiderar lo que el artículo 166 Bis 21 de la Ley general de salud establece («Queda prohibida la práctica de la eutanasia, entendida como homicidio por piedad, así como el suicidio asistido conforme lo señala el Código Penal Federal, bajo el amparo de esta Ley»), caí en cuenta realmente de lo que ahí estaba en juego. Reconozco que, en lo personal, nunca había visto mayor discusión ante el tema del suicidio o el suicidio asistido, pues siempre me ha parecido tan evidente que una persona debe poder decidir su final, que no veía mucho sentido a entablar un debate para solicitar al Estado permiso para hacerlo. Sin embargo, al leer la carta, entendí que, allende de la decisión que cada persona puede tomar, de cualquier manera, era importante contar con un marco legal que no obstaculice -e incluso, que facilite- este proceso. Al inicio de la carta Néstor se refiere a sí mismo como suicida y expone que, ante el deterioro de su cuerpo y pese a no encontrarse aún en una situación calamitosa, en el momento que lo considerara -y eso significaba, en el momento en que sintiera que se acercaba a líneas rojas que él mismo había trazado como indicadores- se daría muerte. Contar con la carta de un «suicida» que ha decidido darse muerte podría no dar pie más que a una emoción de sus allegados, pero como en tantas otras cosas, las palabras de Néstor movían a la reflexión. La idea de «darse muerte» y de elegir el momento apropiado, «bajo protesta de amar la vida» como él mismo escribe, me ha hecho meditar constantemente sobre el tema.

Después de todo, ¿Qué significa darse muerte? Podríamos pensar que la expresión es un eufemismo, una forma quizá más «amigable» de nombrar al suicidio, pero creo que detrás de ese gesto, el de darse muerte, se esconde una profunda reflexión filosófica y existencial, política y cultural acerca de nuestra relación con la vida y la muerte. Si además de eso, añadimos que ese «don», el don de la muerte es algo que debe ocurrir en una negociación constante e imposible con la vida (ante el temor de ser devorado por ese «vórtice» en el que ya no es posible decidir), la situación se vuelve aún más compleja. Darse muerte, como demuestra la carta de Addio de Braunstein, es algo más que la suspensión de la vida es un testamento intelectual, dirigido a los otros, a nosotros, sobre lo que implica el fin de la existencia. Darse muerte irónicamente no acaba con la vida, dota de otro significado a la vida…para los otros.

Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre lo que significa el acto de darse muerte y lo que envuelve a una decisión que llamo imposible.

 

Darse muerte

Potlatch es una palabra del idioma Chinook, una de las lenguas de los nativos de la costa pacífica de Norteamérica, que significa «don», «regalo», y designa el nombre de una ceremonia en la que los señores más poderosos de una comunidad destruían su riqueza, la arrojaban al mar, degollaban a sus esclavos, derrochaban el fruto de su trabajo, como una forma de mostrar que eran tan poderosos que podían perderlo todo, o mejor dicho, que la verdadera riqueza no estaba en las cosas, sino en quien era capaz de desprenderse de ellas. Aunque los antropólogos señalan que este gesto aportaba prestigio a quien lo practicaba, en realidad hacía algo más: reforzaba los lazos de una comunidad humana y desplegaba una economía simbólica de la existencia. Pero probablemente lo más desconcertante era el modo en que esta economía tenía lugar: en lugar de fundar una economía de intercambio, de producción y ganancia, destruían los bienes cual si se tratara -dice Bataille- de un derroche. Unos y otros, los señores principales destruían su riqueza para afrentar al señor del pueblo vecino, con la esperanza de imponerse, pues ganaba quien entregaba un potlatch que ningún otro podía superar. Un ritual sorprendente, donde gana quien más esté dispuesto a perder-dar.

El concepto fue popularizado en los ambientes intelectuales por el famoso ensayo de Marcel Mauss sobre el don y, posteriormente, Georges Bataille retomaría sus hipótesis para proponer su concepción filosófica sobre el erotismo (que es, en sus palabras, la afirmación de la vida hasta en la muerte). La lógica que se desprende del potlatch puede parecer contraintuitiva e incluso absurda, sobre todo, por la mentalidad que prima en las sociedades capitalistas: en lugar de promover la acumulación y la reserva, propone lo que Georges Bataille llama -en una dimensión pulsional y filosófica- el gasto improductivo. Cuando Freud, apenas unos pocos años antes de la publicación del ensayo de Mauss, describió en Más allá del principio de placer el funcionamiento de la vida pulsional desde una perspectiva económica buscaba reforzar la idea de que la vida se fundamenta en una economía, no del cálculo y la acumulación, sino de la descarga pulsional y la pérdida. Esto le permitió afirmar que, en última instancia, el relajamiento de la tensión, la Befriedigung -concepto que se traduce como «satisfacción», pero tiene el matiz específico de «apaciguamiento»- tiene como modelo la descarga, y que esta remite, en su especulación metapsicológica, al grado cero de tensión en el organismo, es decir, a la muerte. Por extraño que pareciera, detrás de la descarga pulsional, el sentimiento de bienestar, e incluso de la más intensa afirmación de la vida, aparecía como lejano trasfondo ontológico, el retorno a lo inorgánico, la desaparición del sujeto, la muerte.

La destrucción absoluta a la que apuntan el Potlatch y la descarga pulsional descrita por Freud, incluso en su constante fallar y relanzarse, o, mejor aún, debido justamente a esa imposibilidad para alcanzar su objetivo, fundan una economía pulsional del intercambio que da sostén a la vida humana.

Me parece que algo similar puede ocurrir con el acto de «Darse muerte». En un texto titulado Donner la mort, Derrida retoma un debate de ética y filosofía de la religión, que parte del modo en que Kierkegaard interpretó el pasaje bíblico en el que Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac. De acuerdo con Kierkegaard, ahí tiene lugar una suspensión de la ética porque no hay razonamiento que justifique semejante sacrificio salvo el salto al vacío de la fe, y eso dio lugar a encendidas lecturas (Levinas y Bubber hicieron suyo este debate, entre otros). Sin embargo, Derrida ve en ese gesto «ilógico», «irracional», «en esa fe ciega» la posibilidad de una ética más allá de la ética, una ética aún más exigente. El problema que plantea Derrida es el de un acto que va más allá de los límites de la ética y en el que estamos obligados más que nunca a responder por nuestros actos.

Ahora bien, ¿Qué diríamos de un don que consiste en la supresión de aquel que lo recibe? ¿Qué pasa si hablamos, no de dar la muerte, sino de darse muerte? ¿Puede haber algo más aparentemente absurdo que, por amor a la vida, en ciertas condiciones, darse muerte? ¿Qué te das cuando te das muerte? La primera respuesta que se me ocurre es que con ese don acabas con tu vida, pero en realidad, analizando con más detenimiento, resulta que el regalo de darse muerte tiene otra temporalidad pues, como tantas otras cosas en la vida,  nos da algo antes incluso de que el «don» tenga lugar, nos hace un regalo antes de tiempo. Después de muchas charlas con Néstor y, de lo que él mismo consigna en su carta, me queda claro que el primer «regalo» que le dio la posibilidad de darse muerte fue «paz»- saber que podía darse el regalo de la muerte, que esa simple posibilidad existía, le infundía paz y tranquilidad -y, me atrevo a decir, hasta le insuflaba vida-. Su mayor temor no era morir, sino verse imposibilitado para, llegado el caso, darse la muerte, bordear el vórtice, acercarse al punto de no retorno en el que se vería incapacitado para actuar como quería: para un hombre desprovisto de cualquier inclinación religiosa, un ateo resuelto, acabar con su vida por amor a ella no tenía nada de contradictorio, del mismo modo que para los participantes del potlatch no había nada absurdo en destruir su riqueza. En ambos casos, por raro que suene, el don, que en el potlatch es la destrucción de la riqueza y en el suicidio la muerte, nos orilla a pensar lo que significa entregar algo que no puede ser devuelto. Darse muerte es similar a un potlatch. Se trata de un regalo que sería imposible, y por eso mismo, en algunas condiciones, absolutamente necesario. ¿En qué consiste su imposibilidad? En que el don de la muerte es un regalo, una ofrenda que suprime tanto al que lo da como al que lo recibe, al ser la misma persona.

La idea de concebir la muerte como un posible don choca directamente con las formas religiosas y culturales que determinan nuestra manera de entender la muerte. Durante los años que duró la pandemia, Néstor con frecuencia hablaba de dos tipos de muerte: la judeocristiana, en la que debemos vivir hasta el final, hasta agotarnos en el sufrimiento (pathos) y la muerte socrática, serena, digna en la aceptación de la muerte. De esta manera, recuperaba las dos más grandes tradiciones culturales del mundo occidental, la griega y la judeocristiana.

En la muerte cristiana estamos obligados a vivir hasta el último momento porque, se cree, nuestra vida en realidad no es nuestra, sino de Dios, y los tormentos que preludian el final se ven como una forma de expiación. Al cielo se asciende aceptando pasivamente todos los tormentos que Dios nos ha deparado, pues para quien piensa que nuestra vida en realidad pertenece a un creador, el tormento y la agonía tienen la intensidad de una purificación. Seamos o no cristianos, esta concepción de la muerte -y de la vida-, como eso que debemos soportar con resignación hasta el final, se ha impuesto en las sociedades occidentales de manera casi unánime como si se tratara de algo natural, como si lo más natural (¿y qué significa aquí lo «natural»?) en estos casos fuera esperar a que llegue la muerte, sin apurar, acelerar o facilitar ese proceso.

Pero, por otro lado, escondida detrás de la gruesa liturgia judeocristiana, del cuerpo agonizante y atormentado del moribundo, del grotesco espectáculo del sufrimiento al final de la vida, late como un corazón oculto, la perspectiva griega de la muerte, encarnada en el más universal de los griegos, Sócrates. Conocemos la historia: Sócrates es condenado a muerte por supuestamente pervertir a la juventud ateniense y promover el ateísmo; la condena: beber cicuta, una planta que utilizaban antiguamente los griegos para ejecutar las sentencias a muerte y para los casos de muerte indolora (eutanasia). La actitud de Sócrates ante la muerte es ejemplar: decide que no huirá y afrontará su destino (a Néstor le gustaba recalcar que Sócrates no murió por sus ideas, sino conforme a ellas, y que no era un mártir, sino un pensador en toda regla). Aunque algunos de sus discípulos tratan de convencerlo para que huya y escape de una condena tan injusta, en un alarde ético de hondas consecuencias, Sócrates permanece en prisión a la espera de ejecutar la sentencia, bebe la cicuta y muere ante ellos, sereno, despojando a la muerte de tormentos, suplicios y dramatismos. El hombre que pensaba que toda indagación intelectual debía convertirse en un proceso de autotransformación y que su trabajo como filósofo consistía en actuar como partero del alma, ahora añadía con aplomo y en un momento de gran tensión emocional, una gran enseñanza: que en última instancia la filosofía no es otra cosa que «aprender a morir».

Y entre estas dos visiones de la muerte, la cristiana y la socrática, la que exige morir en la agonía del pathos y la que lo hace desapasionadamente, la que hace del sufrimiento una expiación y la que ve en la muerte una manera de resignificar la existencia, Néstor eligió la segunda. Esperaba que su muerte fuera un don, no un sacrificio, pues antes que dejarse morir, prefería darse muerte.

 

Escribir el adiós

Nadie debería poder robarnos el derecho al suicidio: ni Dios, ni el Estado, ni la moral. Sin embargo, lo que sí puede ocurrir -y en efecto ocurre- es que la sociedad, a causa de paradigmas culturales, jurídicos y religiosos, despoje de dignidad al suicidio, reduciéndolo en términos morales a un mero acto de desesperación, a un pasaje al acto como consecuencia de la depresión y el hartazgo existencial, o, en términos jurídicos, a un crimen. Es evidente que una persona puede suicidarse impulsada por la depresión, la desesperación o la tristeza (algo que tampoco es en sí mismo cuestionable), pero el punto aquí es que el suicidio también puede ser un acto de libertad personal, un don radical, el resultado de una decisión razonada y plenamente asumida en la que una persona se da a sí misma algo que nadie tendría derecho a arrebatarle: el don de la muerte. A un suicida podría importarle poco si los otros -salvo sus allegados- ven su acto como mera desesperación, pues al consumarse el suicidio, no habría vuelta atrás. Sin embargo, saber que una persona se ha dado muerte, no por desesperación sino «por amor a la vida», que en su gesto hay una serena determinación y no una aborrecible despedida, nos impacta en lo más íntimo, porque, al final, el modo en que nos relacionamos con la muerte irremediablemente condiciona la manera en que vivimos nuestra vida. Una muerte siempre dota de otro sentido a nuestra existencia.

He hablado deliberadamente en plural porque creo que el acto de darse muerte del suicida, en un nivel muy personal, nos interpela. Desde esta perspectiva, testimonios como el Addio de Néstor o el mensaje público de Hardy dirigido al presidente de Francia nos aportan otra visión sobre la vida y la muerte. Aquí hay otra dimensión del don que, supongo, Néstor no pudo prever: pese a que «darse muerte» es una condición absolutamente personal, ese auto don, al haber pasado por la escritura en su caso, o por la demanda pública al Estado de Françoise Hardy, es, a su vez, un don hacia los otros. Eso significa que algo tan personal como el hecho de darse muerte, puede ser, también, un gran regalo para los demás.

La carta escrita por Néstor, su Addio,  inesperadamente, resignifica su muerte como un don para los otros.  De otro modo, ¿por qué no morir sin más? ¿Por qué escribir una carta de Addio si no es porque esa muerte es un mensaje de despedida hacia los otros que, al mismo tiempo, reafirma una concepción más amplia y profunda de la vida? ¿Por qué Françoise Hardy, que confesó haber ayudado a morir a su madre enferma con la ayuda de un médico varias décadas atrás, no ha hecho simplemente lo mismo y, en su lugar, ha elegido dirigir una carta abierta al presidente de Francia solicitando, no su muerte digna, sino la aprobación de una Ley de eutanasia para todos? Porque el potlatch de la muerte, pese a ser un don individual, reitero, dota de otro sentido, no sólo a una vida concreta, sino a la existencia en su conjunto: funda una economía de la vida, desde el don de la muerte. Una lección insospechada, un replanteamiento de la existencia ahí donde, aparentemente, todo se acababa.

Estoy convencido de que el Addio de Néstor, el paso por la escritura de su darse muerte, representa algo más que una despedida: es un regalo, el potlatch máximo, ese que no admite retribución pero que, al efectuarse, transforma radicalmente la forma en que los demás encaramos nuestra existencia. Porque la carta de despedida es el último acto de un hombre que, en la vida y la muerte, siempre fue «a todo dar».

 

El «derecho» a morir a su manera

Para terminar, quiero aludir brevemente a un pasaje del Addio que, como la música que sigue sonando en nuestras cabezas cuando el concierto ya ha acabado, me ha mantenido inquieto. Néstor escribe, en la parte final de la carta: «me he ganado el derecho a morir a mi modo» … ¿Cómo se gana uno ese derecho? ¿Puede uno realmente ganarse el derecho a morir a su modo? ¿Eso qué significa? ¿Qué habría que hacer? ¿Alguien no se lo habría ganado? ¿Es equivalente a haberse ganado el derecho a un don que uno se da a sí mismo? ¿A darse la muerte? ¿Hay que hacer méritos para ello? ¿Qué hizo Néstor Braunstein para ganarse el derecho de morir a su modo, si no bastaba sólo con desearlo y actuar en consecuencia? La ambigüedad que encierra esa frase me resulta incómoda. Me resisto a la idea de que uno deba ganarse el derecho a morir a su modo, pues debe ser en realidad, una posibilidad con la que debería poder contar, llegado el caso, cualquiera de nosotros. ¿Qué habrían hecho Néstor o Talila, o tantos otros para ganarse el derecho de morir a su modo que no hicieron otros más? ¿No debería ser un derecho para todos, el poder elegir, bajo circunstancias concretas, darse muerte? Me rebelo contra la idea de que uno deba ganarse ese derecho, cuando un derecho, para serlo, debe ganarse para todos, no a través de méritos, sino de una legislación que lo respalde. Esperamos que el derecho sea para todos, no dependiendo de sus méritos y sus obras, de su talento y singularidad, sino exclusivamente de su razonada voluntad.

Esta extraña frase viene inmediatamente después de la descripción que hace Néstor de las dos formas de muerte. En dicho pasaje, recupera unas palabras de José Enrique Rodó, escritor y político uruguayo, sobre Sócrates…sin embargo, esas palabras que, según Néstor, Rodó atribuyó a Sócrates son en realidad atribuidas a Gorgias, uno de los grandes sofistas de la antigüedad griega. Este ligero desliz está preñado de significado. No estamos ante la condena a muerte de Sócrates, sino ante la muerte buena (eutanasia) elegida por Gorgias «parecida a la de Sócrates». En el parágrafo 128 titulado «La despedida de Gorgias» de su libro «Motivos de Proteo», Rodó, presenta la última noche de Gorgias, rodeado de sus discípulos, a punto de darse a sí mismo la cicuta. Se trata de una escena que no tiene la tensión dramática del diálogo platónico, pero que le sirve para esclarecer su relación con la muerte. Los discípulos de Gorgias prometen «ser fieles a cada una de sus palabras […] siempre e invariablemente fieles». En este punto, Lucio añade: «no dudo que debamos consolar tu última hora con la promesa que más dulce puede ser a tu alma». Gorgias, sereno, responde: «Oh Lucio, olvidaría la moral de mi parábola, que va contra todo absolutismo del dogma revelado de una vez para siempre […] yo he procurado daros el amor de la verdad, no la verdad, que es infinita […] las ideas llegan a ser cárceles también, como la letra». Entonces Gorgias pregunta a Leucipo, su discípulo más aventajado, viendo que la hora de la muerte se acerca al abrirse paso la mañana, por quién habrán de hacer el último brindis, y, habiendo dicho Leucipo que corregir al maestro en un error era una forma de vencerlo, responde: «por quien te venza, con honor, en nosotros», a lo que Gorgias, complacido y levantando la copa, remata: «Por quien me venza, con honor, en vosotros».

Nada más que agregar.