Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir.
J. L. Borges
“Nueva refutación del tiempo”, en Otras inquisiciones
Voy a compartir algunas notas sobre lo que me hizo pensar la película Black Death en relación con la actual pandemia: la ausencia de Dios, la figura de la mujer traidora y la asociación entre salud y pureza moral. Pero antes de ir hacia allá, quisiera hablar brevemente sobre la puerta de entrada que ha sido sugerida para este coloquio.
Me refiero al fragmento de La posesión de Loudun de Michel de Certeau, con el cual, en efecto, se abrió este encuentro;[1] tiene que ver con el problema histórico como tal y, más específicamente, con los difusos límites entre pasado y presente.
A diferencia de la película Contagio, por ejemplo, cuya trama puede ubicarse perfectamente el día de hoy, Black Death trata sobre un pasado remoto que se nos aparece como ajeno, extraño según lo dice Certeau en dicho fragmento. En la imagen de Certeau, eso extraño fluye como un caudal bajo nuestros pies, en el subterráneo, hasta que en momentos de crisis se desborda y empieza a brotar por las alcantarillas. Ahí, el suelo de la ciudad sería el límite entre lo propio —el presente— y eso ajeno o extraño que sería el pasado; curiosa asociación.
Certeau imagina, pues, un río subterráneo; Patxi Lanceros habla de “huellas, trazos y fragmentos [,] a veces ilegibles, a menudo opacos”;[2] y Rafael Mandressi hablaba sobre “restos fósiles que hoy siguen nutriéndonos”.[3] En fin… son expresiones del pensar la nunca ausencia o el resurgimiento o la actualización del pasado.
Considero que una imagen muy afortunada es la de la resonancia. “¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?”.[4] La imagen ha sido utilizada tanto, desde tantas miradas y en tantos ámbitos distintos; yo sólo quiero insistir con ella. Me parece muy relevante que la resonancia puede ocurrir incluso entre objetos que no tienen contacto entre sí o al menos no evidentemente; puede tener lugar aun ahí donde existe —o donde se ha decretado que existe— un quiebre del contacto entre las cosas, una discontinuidad.[5] Además, la resonancia no es unidireccional: una determinada cuerda que suena puede poner a vibrar otra del mismo modo que la segunda es capaz de poner a vibrar la primera. Las cuerdas del pasado son provocadas por las que se tañen en el presente y un peculiar viceversa. Lo supuestamente extinto nos atañe, nos toca. Así es que hay sonidos sonantes aun cuando no sería posible que los hubiera, y es poco lo que está extinto en realidad.
En ese sentido me parece afortunado lo que convoca este coloquio, y pensando en ello van los tres asuntos de los que voy a hablar a continuación.
1. Donde hay vida, Dios está ausente
El eje argumental de la película es que en la Inglaterra del siglo XIV, asolada por la llamada Peste Negra, existe una aldea donde las personas no se contagian, no se enferman y no mueren, para lo cual la única explicación posible es que Dios está ausente de ese lugar. Dadas las pandémicas circunstancias, el contagio y la muerte son signo de normalidad y por ello son signo a su vez de presencia divina —no al revés, como se querría o como se pensaría—. La Europa medieval devastada por la Peste Negra, en efecto, concibió que la enfermedad pandémica era un castigo por pecados igualmente pandémicos: una condena sumaria. Así nos cuenta el filme: no tenía sentido que hubiera excepciones.
Es interesante que el contagio y la muerte aparezcan como demostración de la presencia de Dios en ese determinado lugar —o quizá demostración de Dios, a secas—[6] y que tal presencia —o existencia— lo sea en tanto que castigo.
Esto nos recuerda lo que hemos escuchado desde febrero de este año hasta hoy, en diversas voces, en relación con el virus de nuestro presente.[7] En ese sentido, parece importante escuchar esas consonancias y preguntarnos qué Dios es el que se convoca hoy cuando se enuncia que la enfermedad y la muerte por covid tienen una correlación con pecados pandémicos; qué universo de intereses empujan esos enunciados para estipular qué cosas como pecado y cuáles no.
2. La mujer prototipo de traición
El segundo punto que quiero compartir tiene que ver con el personaje de Langiva, la llamada “bruja” o “hechicera”, también llamada “puta” en un determinado momento, y cómo dicho personaje se convierte en un pivote del odio y en una puerta que abre el descargo de responsabilidades.
Ella es la hechicera y autoridad de esta comunidad libre de enfermedad investigada por los agentes del Obispo. Sin embargo, va saliendo a la luz poco a poco que en realidad ella no controla espíritus, ni demonios, nada: todo es una faramalla, ella es más bien una embaucadora que incluso ha orillado al monje protagonista, Osmond, a matar a su amada por medio de engaños. Pero también es la hechicera quien le muestra a Osmond cómo es falso lo que él creía, que no existe tal cosa como la nigromancia en la comunidad: lo que hay son yerbas con las cuales la gente es intoxicada —como si un develamiento peculiar, científico, tuviera algún sentido—.
Osmond es dominado por el rencor y el odio a causa de la manipulación y el engaño, y termina como protoinquisidor él mismo, juzgando, torturando y matando mujeres. Esto, se nos cuenta, porque “él ya sólo pudo ver la culpabilidad de [la primera bruja] en los ojos de todas las demás”. El nuevo inquisidor se dedica a vengar el engaño asesinando fantasmas. La bruja primera es prototipo de la traición y así ella pasa a confirmar los prejuicios de él. En ella, Osmond encuentra que tiene razón: encuentra lo que quiere. Le da cuerpo y también justificación a su rencor.
Esta figura me parece interesante porque parece paralela a la Eva cristiana de al menos el siglo II, especialmente la de la apologética y la heresiología: la primera mujer comporta la primera mentira; ella es la —prototípica— gran traidora, la gran seductora, la gran puta, ante la cual, por lo demás, va a ser necesaria una virgen María que sea su abogada y que ponga en orden a la figura femenina.[8] Pero en sinergia, el inquisidor perseguirá a la gran traidora porque para eso ha sido llamado.
Esto implica la justificación divina del odio y también tiene que ver con el descargo de responsabilidades —o, como decía Nicolás Panotto en su intervención, con el aparataje del chivo expiatorio—. Me refiero a que, en el personaje de Langiva, aquello femenino ya descrito se engarza con la magia y con la hechicería, que fueron las condenadas y execradas tanto por la religión institucional como por la ciencia hacia el fin de la Edad Media, en ambos casos en un gesto tanto de superioridad moral como de descargo de culpas. Julián Castillo ha explicado: “La magia es la categoría a la que tanto religiosos como científicos van a desterrar todos los elementos que quieren negar en ellos mismos”.[9]
En suma, se trata de un manojo de culpas arrojadas con divina justificación hacia aquella figura, lo cual funciona como liberación de cargos, deshaciéndose de responsabilidades, para resolver en un solo gesto, por medio de juicios morales fáciles y obvios, todos los conflictos a la vez; en el caso de esta historia, el conflicto del error, el del pecado, el de la teodicea, el de la peste, el del virus.[10]
3. Salud y pureza moral
Esta aldea en donde la muerte no existe se nos presenta como una comunidad resplandeciente, un espacio natural lejos de la urbanización, un lugar lleno de vida y de luz; así nos lo cuenta la cámara. Es asimismo una comunidad de personas amables y cordiales. Sin rencillas, sin peste, sin muerte y sin cristianismo; es más, quizás todo lo primero como consecuencia de lo último.
Dice Langiva, la hechicera: “La peste es una enfermedad cristiana, enviada por su Dios para devastar a su pueblo”. De este modo queda declarado que la perversidad y la enfermedad toda —la del cuerpo y la del espíritu— solo pueden estar del lado de “estos cristianos”. Pero no, no pueden ser solo “estos cristianos”, sino que es todo el cristianismo, en sinécdoque, cuando ella misma dice más adelante, señalando al grupo de agentes del Obispo: “Trece siglos de control e intimidación nos miran detrás de esos barrotes”.
Sin embargo, cuando sale a la luz que la hechicera en realidad es una embaucadora —ese peculiar develamiento—, resulta que la comunidad prístina, sin rencillas, sin peste, sin muerte y sin cristianismo es una comunidad cuyos líderes embaucan y traicionan y asesinan —¡controlan e intimidan!—, y hay, como también decía Nicolás, fuertes disputas por la hegemonía del sentido.
Lo que quiero señalar es que se presenta una relación entre el poder y lo sagrado que no necesita ser cristiana para ser retorcida, para ser perversa. Y se hace explícito que ni la violencia ni el ímpetu de sometimiento ni la mentira son privativas de nadie, de ningún bando. Creo que esto nos habla de varias cosas, pero, por el asunto que nos convoca hoy, subrayo específicamente que nos advierte sobre los juicios redondos —rotundos— morales, arrojados sobre ciertos espacios o configuraciones de lo sensible, o sobre determinados caminos políticos, o tradiciones, etcétera, todo lo cual hoy ha quedado asociado con el covid irremediablemente y casi sin excepción. Nos advierte, pues, sobre las grandes legitimaciones y deslegitimaciones o juicios sumarios que terminan por volverse trampas cuando se convierten en cartillas morales insensibles al contexto, a los contextos diversos. Todo ello, a partir de una escena medieval que no lo es tanto.
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[1] https://17edu.org/xxix-coloquio-internacional-virus-historias-umbrales/
[2] P. Lanceros, Orden sagrado, santa violencia. Teo-tecnologías del poder, Abada, Madrid, 2014, p. 23. Se refiere Lanceros a huellas, trazos y fragmentos del orden, del principio y del fundamento, dejados en ese estado con la Modernidad.
[3] https://diecisiete.org/expediente/medicus-politicus-por-una-historia-politica-de-la-medicina/
[4] W. Benjamin, Tesis II, en Tesis sobre la Historia y otros fragmentos, B. Echeverría (intr. y trad.), Ítaca-UACM, México, 2008, p. 36.
[5] Esto implica que no forzosamente ocurrirá en modo de metonimia, como en algunas de las imágenes que menciono en el párrafo previo.
[6] Del otro lado del espejo, los de la comunidad sin peste obligan al grupo de agentes del Obispo a negar a Dios, una especie de abjuración invertida. Las palabras de renuncia deben ser “Que Dios se vaya eternamente”, no como quien sabe que ese Dios no existe sino como quien sabe que existe pero debe desplazarse y reemplazarse. El Dios cristiano es real pero es incorrecto (ver 1Cor 8).
[7] En general se trata de iglesias con un foro amplio, con bastante poder y amigas también de grupos muy poderosos política y económicamente.
[8] Ver, por ejemplo, Ireneo de Lyon, Adversus Haereses V, 19: María resarce el pecado original por medio de su obediencia y sometimiento a Dios, a su esposo y a su propio hijo, lo cual para Ireneo es signo de la gracia y del poder de recapitulación de Jesucristo.
[9] J. Castillo Salcedo, “Controversia sobre la magia ceremonial”, s/e.
[10] Si nos importa señalar la justificación divina es únicamente porque ese carácter multiplicará su peso enunciativo y normativo. El (o ese) ámbito divino, siguiendo a P. Lanceros, es el que se ha ubicado en un allá a partir de la primera gran diferenciación con el aquí (op. cit., p. 33), pero que a partir de esa primera gran distinción topológica obtendrá una capacidad desorbitada de ordenar, de decidir o de convalidar todas las futuras distinciones que existan. El allá distingue, dicta, decide, “es locuaz”, dice Lanceros (op. cit., p. 35), y, al contrario de otro tipo de distinciones, es una “distinción que distingue”. No parece, pues, que haya dejado de aparecer como problema; por eso es que insistimos.