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La cuarentena y las sillas

La llamada a resguardarse en casa durante esta pandemia tiene algo de juego de las sillas musicales. Hacíamos nuestros bailes cotidianos sabiendo muy bien que no había suficiente espacio para que todos se sentaran. La música se detuvo de pronto y salimos corriendo a tomar un lugar. Pero, a diferencia del juego, en este caso no fue el azar el que determinó quién podía posar sus asentaderas. En medio de un imperativo de quietud para salvar la vida, muchos de los migrantes que transitan por México —la mayoría de ellos centroamericanos— se vieron forzados a seguir en movimiento. En la versión de las autoridades mexicanas, la gestión de la migración durante la contingencia ha sido prácticamente intachable. No obstante, el asunto es mucho más complejo.

En un país donde la estrategia de respuesta al virus presupone que son las familias quienes se encargan de garantizar el resguardo, quedan pocas alternativas para quienes no la tienen o no pueden recurrir a ella. La retórica antiinmigrante acostumbra decirle a los extranjeros que se vayan a casa. Y con “casa” pueden referirse indistintamente a una vivienda o a cualquiera de los supuestos shithole countries del discurso trumpista. Sin embargo, incluso tratar de volver a esa “casa”, con todo y los peligros que también ahí aguardan a los retornados, se ha convertido en un camino lleno de obstáculos. En la pandemia, las rutas migratorias de norte a sur han resultado ser tan inhóspitas como la de sur a norte.

Extrañamente, en los centros de detención de la Patrulla Fronteriza en Estados Unidos, las sillas están más vacías que nunca. Al 9 de abril solo había cien personas en custodia de las autoridades migratorias fronterizas, cuando el promedio diario es de alrededor de tres mil. Y es que, desde el 21 de marzo, los estadounidenses han activando una disposición especial en materia de salud pública que permite, de manera unilateral y excepcional, regresar a los migrantes de manera inmediata por la frontera que cruzaron. No se les llama deportaciones ni retornos, sino “encuentros” (¿del tercer mundo?), con aliens ilegales. Los agentes de migración se mueven a velocidades récord y han logrado limitar a 96 minutos su tiempo promedio de “exposición” a cada migrante. “This is not about immigration. This is about public health”, dice Mark Morgan, comisionado de Customs and Border Protection, la agencia que supervisa la actividad de la Patrulla Fronteriza. Y, claro, el migrante no forma parte de ese público del que se ocupa la salud pública a la que se refiere el comisionado; es más bien una exterioridad que trata de irrumpir, desgarrando la membrana que establece los límites de una comunidad que, al mismo tiempo, se define justamente gracias a la existencia de esos límites.

Para el filósofo Roberto Espósito, la idea de comunidad es inextricable de la de inmunidad. Ambas se encuentran ligadas por la etimología común munus: don, regalo, deuda, obligación. Así, si la comunidad es una agrupación de aquellos que reconocen y comparten esta deuda —cum y munus—, la inmunidad se refiere a aquellos que están exentos de cumplir con esta obligación hacia la colectividad (pensemos en el estatus diplomático que otorga a los beneficiarios la inmunidad de recibir castigo después de violar una ley). A estos dos podemos agregar un tercer grupo, el de los desmunidos, aquellos que han quedado desprotegidos o que no son reconocidos por la comunidad. No hay origen mítico ni contrato social detrás de la constitución de una comunidad, sino el reconocimiento continuo y renovado de esta deuda compartida. Pero tampoco hay comunidad sin fronteras y estas las traza el deseo de inmunidad al operar una separación entre los cuerpos o el cuerpo colectivo —que debe protegerse— y un exterior en donde habitan aquellos a los que no se les debe nada o representan un peligro.

Pareciera que el virus le ha permitido a la administración de Trump implementar una versión piloto de la frontera de sus sueños (al menos de los retóricos), una que se piensa a sí misma como una maquinaria afinada para distinguir entre cuerpos deseables e indeseables. La frontera con México funciona una vez más como la metonimia de la amenaza a la comunidad y se convierte en el espacio predilecto para desplegar el aparato inmunitario. Bajo el signo de la excepción no solo se suspenden los pocos regímenes de protección especial que aún quedaban en pie, como las provisiones para solicitantes de asilo o para la niñez migrante no acompañada, sino que los procesos más elementales de registro, alojamiento y retorno ordenado y seguro de las personas a sus países de origen han quedado —¿temporalmente?— desarticulados. Por primera vez en décadas, la obligación básica de retornar a cada migrante a su país de origen, una vez que se ha decidido que no puede permanecer en Estados Unidos, es abandonada en nombre de la emergencia.

Para mediados de abril, la Patrulla Fronteriza había depositado a más de personas en la frontera mexicana, algunas veces en mitad de la noche. La mayoría de los retornados que no son mexicanos, han pasado a manos del Instituto Nacional de Migración (INM), que los  ha retenido por períodos de tiempo indefinidos, en espacios que llaman “estaciones” o “albergues”. Los eufemismos son comunes en el lenguaje que utiliza el INM; en este caso se usan para denominar a los espacios de detención con condiciones similares a las carcelarias. En algunos casos, la incertidumbre y el hacinamiento terminaron por desencadenar motines. En Tenosique, Tabasco, un solicitante de asilo guatemalteco murió asfixiado en uno de estos episodios. Como en el juego, algunas personas terminarán encimadas en las sillas. No obstante, en estas nadie hubiera elegido sentarse.

Alarmados por el impacto que el virus podría tener sobre sistemas de salud pública frágiles, países como El Salvador y Honduras (de donde proviene la gran mayoría de estos migrantes) impusieron cierres prácticamente totales de sus fronteras, no solo para extranjeros sino, en un movimiento bastante inusual, también para sus ciudadanos. Guatemala, por su parte, prohibió el tránsito terrestre de transmigrantes. Visualicemos este tipo de decisiones como las que toma un sistema inmunitario hipertrofiado ante una amenaza que percibe como de muerte. En nombre de salvar la vida de la comunidad, se permite prescindir de algunos de sus componentes. Curiosamente, al suspender el (inalienable) derecho a retornar al país de ciudadanía, el mecanismo hace evidente que las comunidades se definen más a partir de la constitución y reconstitución de sus fronteras que por alguna membresía irrenunciable y abstracta, definida por el derecho o una fantasía identitaria. El que se fue a la villa perdió su silla.

Sin perspectivas de poder regresarlos rápidamente a sus países, las autoridades migratorias mexicanas optaron por transportar a los migrantes en autobuses hasta la frontera con Guatemala, donde pueden tratar de autodeportarse, cruzando por algún punto ciego. En ocasiones, del otro lado del río Suchiate las fuerzas armadas guatemaltecas los han esperado para impedirles el paso. Otra estrategia ha sido liberar a las personas en las calles de varias ciudades del sur del país. Con la mayoría de los albergues cerrados y grandes dificultades para encontrar dónde resguardarse, los migrantes atrapados en México se siguen moviendo, rebotando entre las fronteras norte y sur. En un momento de ansiedades inmunitarias tan activas como una pandemia, a estos desmunidos poco se les debe. Se opta, más bien, por minimizar el tiempo de contacto, empujar, recluir, retirar de la vista. Paradójicamente, repelerlos no hace más que ponerlos nuevamente en movimiento. Sin alternativa viable, no les queda más que seguir bailando a pesar de que la música se detuvo.

Con mucha razón dice Paul Preciado que, con la restricción del movimiento, esta pandemia ha desplazado las políticas que estaban teniendo lugar en la frontera hacia las puertas de nuestras casas, hacia nuestros cuerpos y hacia el interior de nuestros tapabocas. Con su desplazamiento continuo, los migrantes, con los que ya desde hace tiempo se experimentaba con prácticas de lo que Achiles Mbembe llama la fronterización de los cuerpos, ponen en jaque esta estructura de minúsculos reinos inmunitarios que, una vez más en nombre de la emergencia, pretendemos edificar.