En estos tiempos de confinamiento prolongado y de diluvio mediático de noticias sobre la pandemia, el cansancio nos abruma. ¡Basta es basta! Regados de la mañana a la noche por malas noticias, por recuentos de muertos y de hospitalizados que nos interpelan tan pronto como la televisión se enciende; convocados a obedecer las consignas políticas conminatorias y los llamados a “asumir nuestra responsabilidad”; asaltados por reportajes lúgubres repetidos una y otra vez en los canales de noticias y redes sociales. Tenemos el deseo —locamente imprudente— de huir hacia los bosques canadienses de Klondike, a la isla Vaadhoo o a las islas Tuamotu.
Este es el caso, también, cuando se nos exhorta a aceptar el “cambio”, sin decirnos realmente cuál será: ¡nadie lo sabe! Se nos repite que después de esta pandemia nada volverá a ser lo mismo. Es cierto, nos consta que la globalización ha convertido a nuestro país en un vasallo objetivo de China, donde se fabrican incluso nuestros medicamentos, y que nos tiene a su merced. El “mundialismo” es a la vez una realidad tangible (fronteras abiertas, libre circulación de capitales, competencia económica mundial, etcétera) y una ideología que sirve para justificar regresiones y desigualdades sociales.
Lo mismo para la palabra “cambio”. No encontraremos ningún político, ningún redactor, ningún observador que no nos hable del “cambio necesario”. Esta palabra se ha convertido en una palabra insistente, una citación inapelable. ¿Quién osaría estar en contra del cambio? ¿Quién podría negar la necesidad —e incluso la urgencia— de reformas en un mundo tan metamorfoseado? Y no solo por esta crisis pandémica.
Cada ciudadano sabe perfectamente que la mutación/revolución que atravesaron nuestras sociedades durante los últimos cuarenta años implicaron ajustes, transformaciones. La tormenta antropológica que ha caído sobre nosotros durante las últimas décadas representa una ruptura histórica tan considerable como, por ejemplo, el Renacimiento, la Ilustración o la Revolución Industrial. Todo se transforma en nuestra relación con el mundo, la materia, el espacio, el conocimiento; todo se modifica en nuestras sociedades. El ascenso conquistador de la mutación digital da una idea de la magnitud inimaginable de este cambio. La pandemia es una metáfora de esta impresionante metamorfosis.
Tenemos que abrir los ojos, cambiar nuestros hábitos, abrirnos hacia el futuro y en el mar abierto, excluir toda nostalgia… En cambio, nada es más horrible que aquello que podríamos llamar “la ideología del cambio”. Me refiero a esa musiquita persistente, a ese ruido de fondo político-mediático que —en nombre del libre mercado, la tecnociencia, la moda— nos ordena cambiar sin hacer la más mínima pregunta. Esta loca carrera es temible. Olvida ciertas necesidades humanas como la lentitud, la estabilidad, la rumiación, la calma, el silencio. Rechacemos correr hacia el vacío.
Centro de Estudios Avanzados en Pensamiento Crítico (Barcelona)
Palafrugell, 20 d’abril de 2020