*Comentario sobre la película “La peste” de Luís Puenzo, 1991, basada en la novela de Albert Camus, 1947
Quiero empezar diciendo que esta es una película extraña. Como sabemos, la novela de Camus[1] se desarrolla en los años cuarenta del siglo XX, en la ciudad argelina de Orán, mientras que la cinta tiene lugar en Buenos Aires, en la década de los noventa. Sin embargo, todo en la película evoca los años cuarenta: la arquitectura, los coches, las ambulancias, las mascarillas, los modales, el fonógrafo. La tecnología médica más avanzada disponible para tratar la peste, tal como se muestra en el filme, son los sueros, que datan del siglo XIX. Como nota de pie de página de historia de la medicina, resulta llamativo que Camus no hiciera ninguna mención de los antibióticos que se empezaron a usar desde 1938 para el tratamiento de la enfermedad.[2]
El tema central, tanto de la película como de la novela, es la muerte. La peste es una metáfora de lo incierto, de lo desconocido, de lo otro, en una palabra, de la muerte. Pero es también una reflexión sobre la Modernidad. “La peste no es la forma más moderna de morir”, observa el doctor Rieux al comienzo de la cinta.
Orán es descrita como una ciudad donde lo importante es el trabajo, y donde el ocio está debidamente regulado en el tiempo y en el espacio. Sus habitantes tienen vidas ordenadas, predecibles y tranquilas, en donde no cabe la incertidumbre. No hay lugar para la muerte en la Modernidad. De ahí el desconcierto, la angustia y el miedo que provoca la presencia de las ratas muertas, que no son otra cosa que mensajeras de la inminencia del fin.
Las ratas que salen de las alcantarillas revelan un mundo oculto que usualmente preferimos no ver, muestran lo que circula por cauces subterráneos, en las cloacas, bajo la vida que consideramos normal. Las ratas son una metáfora de nuestra sombra, de nuestra opacidad, de nuestros desechos; son una alegoría de ese lugar oscuro a donde también hemos confinado la enfermedad y la muerte, la aflicción y el desasosiego. Como dice Byung-Chul Han, la sociedad del rendimiento está obsesionada con la salud. La Modernidad, tanto la temprana como la tardía, está dominada por el miedo a la muerte. En contraste, “las sociedades arcaicas no conocen una separación tajante entre vida y muerte”. La muerte es un aspecto de la vida y la vida solo es posible en un “intercambio simbólico con la muerte”.[3]
De manera semejante, nuestro confinamiento por el COVID-19 ha puesto ante nuestros ojos lo que no queremos ver, las perversas estructuras de poder, la rapacidad del neoliberalismo y su destrucción de la vida, de la biodiversidad, de la dignidad humana. Hemos visto la inequidad social, la desigualdad sanitaria y las atroces consecuencias del desmantelamiento de los sistemas de salud y de una división mundial del trabajo, según la cual dependemos de países lejanos para alimentarnos y para los insumos médicos de primera necesidad. Vemos también a quienes pueden elegir y a quienes no, a quienes viven de actividades precarias y prescindibles, a quienes por fuerza tienen que salir a trabajar y a arriesgarse, y a quienes podemos tomarnos el tiempo del confinamiento para reflexionar, escribir o meditar. Se dice que la muerte no distingue entre pobres y ricos, pero no es verdad, en la ficción tanto como en la realidad primero mueren los más desvalidos. Recordemos al portero. Cuando la plaga alcanza a todos es cuando surge la reflexión, el miedo.
Los trapos rojos, asomándose por las ventanas de los edificios donde habitan familias pobres en Bogotá, en la etapa más dura de la cuarentena, como una señal de “aquí estamos pasando hambre”, son un indicador estremecedor de hasta dónde nos ha llevado este brutal neoliberalismo global. Desde luego, Camus escribe en la posguerra, no en el mundo neoliberal de hoy, pero su aguda reflexión sobre la condición humana sigue teniendo toda la pertinencia.
Para Camus, la ignorancia es la fuente del sufrimiento humano, con frecuencia las víctimas son también verdugos, y el deseo de hacer el bien sin reflexión “puede ocasionar tantos desastres como la maldad”.[4] La ignorancia tiene varias facetas: en primer lugar, la estupidez que se evidencia en la película con la fría despedida del doctor Rieux y de su esposa en el aeropuerto. Es la “estúpida confianza humana”,[5] dice Camus, que hace que uno crea que hay un mañana, que hay un futuro, que los amantes se volverán a encontrar y, es más, que habrá tiempo para reparar el daño, recortar la distancia y recuperar el amor desdibujado. Son las reflexiones de Camus sobre lo que se ha llamado la pérdida del eros, característica de la Modernidad, tardía o no.
La otra faceta de la ignorancia es la distracción. Cito la novela:
“Cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie (…) está indemne (…); hay que vigilarse uno mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y contagiarle la infección. (…) El hombre íntegro, el que no infecta a (…) nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones”.[6]
Este tema de la distracción me parece crucial. Estamos distraídos en dos sentidos: primero, solemos ignorar lo que ocurre, y segundo, nos involucramos en distracciones, fiestas, pasatiempos, cuyo único propósito es hacernos olvidar la aflicción, el trauma. No quiero decir con esto que la fiesta o el juego sean frivolidades que deben evitarse. Al contrario. Siguiendo a Byung-Chul Han, afirmo que nuestro mundo moderno y posmoderno ha abandonado los rituales, que han sido reemplazados por actividades banales, desprovistas de significado profundo, cuyo único propósito es reponer fuerzas para volver a la producción.[7] Tal como ya lo anotaba Camus en 1947. Estamos distraídos y por ello las plagas, las guerras y la muerte nos toman siempre desprevenidos. Cuando ocurre algo desagradable pensamos que es irreal, que es un mal sueño que pronto pasará. “Pero no (…) pasa, y de mal sueño en mal sueño” somos los humanos los que pasamos.[8]
Ahora bien, en la película se muestran las diversas reacciones de los afectados que son como arquetipos de comportamiento. El padre Paneloux, “jesuita erudito y militante”,[9] en un patético sermón evoca al ángel de la peste y se regocija por el advenimiento de la plaga como un instrumento divino, un castigo por los pecados que hará caer a los culpables de rodillas.
El doctor Rieux, por el contrario, es el hombre moderno por excelencia. Es racional, serio, ponderado, positivista, cree en los hechos, no en la retórica, está dedicado a los pacientes, cumple su deber. Rieux odia la enfermedad y la muerte, y piensa que, con conocimiento, razón, voluntad y medidas adecuadas, todo se va a solucionar.
El momento culminante de la película, el más dramático, es sin duda la muerte del niño, en una agonía demasiado larga y penosa para él y para quienes la presencian. Con su última exhalación, el niño lanza un grito muy fuerte, agudo y desgarrador, que horroriza a todos. En varios momentos de la cinta aparece, en primer plano, el rostro del niño, semanas antes, hermoso y sano, cantando el bellísimo Psalmus Ode del compositor Vanguelis, en la procesión del padre Paneloux o en la iglesia. Su boca infantil abierta, redondeada, cantando primero y luego gritando, me recuerda el famoso cuadro El grito del pintor noruego Edvard Munch. Es un grito que llena toda la sala del hospital donde hay otros enfermos que también se unen. Es el momento de mayor tensión y de mayor angustia para todos, especialmente para los doctores Rieux y Castel, quien la noche anterior había probado, sin éxito, su nuevo suero en el enfermo. Es la aflicción absoluta, es la desesperación máxima de ver sufrir a un inocente. Cuando observamos el cuadro de Munch no oímos el grito, tenemos que imaginarlo. Aquí lo oímos, es el grito de un niño que muere de peste.
Este drama enfrenta al médico con el sacerdote. Rieux confronta duramente a Paneloux, alegando que se niega a aceptar una creación divina donde los inocentes son torturados. Una postura intermedia entre las antitéticas del doctor Rieux y del padre Paneloux es la de Jean Tarrou, que en la novela es mucho más interesante que el personaje un tanto anodino y superficial de la película. Tarrou es un escéptico que cuestiona el orden social y no cree en Dios pero, sin embargo, supone que es posible la santidad. Mientras que para Rieux lo importante es la salud y para Paneloux lo fundamental es la salvación del alma, Tarrou cree que se puede alcanzar un estado de paz por medio de la simpatía hacia los otros.[10]
Un cuarto personaje es Cottard, el cínico, el que intentó suicidarse sin éxito, el que tiene problemas pendientes con la justicia, el que se encuentra cómodo en medio de la epidemia porque así todos sufren, no solo él. El dolor de los demás lo consuela y lo reconforta. Es el único de los personajes que se niega a trabajar como voluntario ayudando en los hospitales. Incluso el jesuita Paneloux lo hace y también el periodista Rambert, que en el libro es hombre y en la película es mujer, Martine.
Precisamente, la historia de la periodista Martine le sirve a Puenzo para introducir un tema que no está en el libro. Es el tema político de la represión, de las dictaduras de Sudamérica, simbolizado en el estadio, cual campo de concentración, donde el ejército custodia a los confinados. En la novela de Camus, el tema de la dominación colonial francesa en Argelia no existe. Luis Puenzo, por el contrario, quiso hacer de la cuestión política el hilo conductor del relato. Quizás tienen razón quienes afirman que Puenzo intentó repetir el éxito de su cinta magistral La historia oficial, estrenada en 1985 y ganadora de un premio Oscar a mejor película extranjera, pero quedó muy lejos de lograrlo. Tanto las imágenes de las manifestaciones políticas al comienzo del filme, como las de los encerrados en el estadio, remiten a la desaparición de opositores durante la dictadura militar argentina de 1976 a 1983. Sin embargo, a mi modo de ver, esta es una trama superpuesta que no encaja bien con la novela. La sutileza y profundidad del mensaje de Camus sobre el sentido de la existencia humana se pierde en la película de Puenzo.
Por otra parte, está la noción de biopolítica de Foucault, ese conjunto de tecnologías destinadas al gobierno y al control de la vida, por medio de la medicina, la estadística, la psiquiatría.[11] En ese sentido, la acción médica está íntimamente vinculada a la acción estatal y policial, lo cual se evidencia cuando en la cinta Rieux reclama al prefecto encargado del estadio que se ha aprovechado del diagnóstico de peste como excusa para encerrar a toda la ciudad, y aquel le responde: “con su colaboración”, poniendo así de presente la relación entre medicina y represión policial.
A raíz del COVID-19 hemos visto recrudecerse esas técnicas de control, observación, registro y vigilancia de los sujetos, ahora con tecnologías mucho más sofisticadas. Al hecho de que somos vigilados desde internet, donde todos nuestros movimientos son puntualmente registrados, se suma el monitoreo directo de nuestra temperatura corporal en lugares públicos y la búsqueda de nuestros anticuerpos para la expedición de pasaportes de inmunidad, propuesta del presidente chileno, Sebastián Piñera. Por cierto, el confinamiento ha silenciado los masivos movimientos sociales que tomaron las calles de muchas ciudades de América Latina en 2019, fortaleciendo a los respectivos gobiernos.
Sin embargo, conviene no olvidar que la biopolítica no solo es represiva, también produce bienestar, salud y seguridad, y por ello funciona con la complicidad de los sujetos vigilados. El reclamo de muchos —y me incluyo— sobre la desfinanciación y privatización de los servicios de salud pública en casi todo el mundo apunta a la necesidad de recuperar los logros pasados de la biopolítica moderna, hoy destruidos en la Modernidad tardía.
En resumen, esta pandemia de COVID-19, como la peste de la ficción, ha puesto en evidencia el vacío de la existencia en esta época, para la cual lo único importante es la producción. Es la pérdida del eros, entendido como el vínculo con el otro, que no es otra cosa que la conexión con uno mismo. Es el extravío de la naturaleza humana, es la alienación pura, como advertía Marx. Al perder el eros y abandonar nuestra naturaleza hemos perdido también la espiritualidad. Como dice Markus Gabriel, hemos hecho de las ciencias naturales nuestra espiritualidad y hemos convertido la espiritualidad en un producto más de consumo.[12] Ahora bien, al aceptar la muerte, el dolor y la incertidumbre como parte normal de la vida, podremos también aceptar la felicidad. Y con ello podremos sacralizar la vida, dignificar la acción humana, honrar la existencia, lo cual no es solamente una tarea política sino también espiritual.
[1] Albert Camus, La peste: http://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Camus,%20Albert%20-%20La%20Peste.pdf
[2] Björn P. Zietz y Hartmut Dunkelberg, “The history of the plague and the research on the causative agent Yersinia pestis”, en International Journal of Hygiene and Environmental Health 207, Ámsterdam, febrero 2004, pp. 165-178.
[3] Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales. Una topología del presente, Herder, Barcelona, 2020, pp. 51-54.
[4] Camus, ibid., p. 66.
[5] Camus, ibid., p. 35.
[6] Camus, ibid., p. 125.
[7] Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales, p. 43.
[8] Camus, ibid., p. 20.
[9] Camus, ibid., p. 9.
[10] Camus, ibid., p. 125.
[11] Michel Foucault, “Governmentality” en G. Burchell, C. Gordon, P. Miller (eds.), The Foucault Effect. Studies in Governmentality, University of Chicago Press, Chicago, 1991, pp. 87-104.
[12] Hugo Alfredo Hinojosa, “Existencialismo para el siglo XXI, más allá de las redes sociales”, en Confabulario – Suplento cultural de El Universal, México, 2020. En: https://confabulario.eluniversal.com.mx/existencialismo-para-el-siglo-xxi-mas-alla-de-las-redes-sociales/