Estar pegado al papel para dibujar con lupa unos personajes pendientes; tener la vista hilada al curso de las palabras que desfilan párrafos y pasar páginas con la yema del dedo, ya en pantalla o papel; depender de los audífonos para alcanzar el volumen adecuado en sinfonías y rocanrolas inmortales… pues, todo eso es cotidiana costumbre desde hace años. El confinamiento cerró la vida de afuera, pero la costumbre diaria que se ancló desde la infancia en los días sigue intacta; si acaso, han variado los horarios y los desvelos, la soledad y el silencio.
La veda cerró cafés y paseos, los parques y las horas de oficina con corbata. Por ende, aumentó el trabajo en pijama y la confirmación de no saber cocinar. La veda cerró las librerías, mas no la entrega a domicilio; por ende, aumentó el consumo de pizza y los libritos envueltos en papel de estraza, las latas de atún y la relectura de los entrañables que ocupaban estantes supuestamente intocables.
Sobre todo, aumentó la ansiedad y el miedo. El lastre de todo el humo que nos hemos fumado, el descubrimiento del jabón para lavarse las manos, las distancias de toda saliva ajena y la inquietud por la salud de los cercanos amigos y familiares; la admiración por todos los que trabajan con enfermos: enfermeros, camilleros, enfermeras, cirujanas, anestesistas, afanadoras, sanitarios todos.
Aumentó la propensión al ocio y al conspiracionismo; el escepticismo ante la pandemia y politiquerías; los mitos de la micropartícula y el odio a los que siempre se imponen. Aumentó el desesperado desdén con el que se ha maltratado al planeta y se confirma la confusión exagerada entre lo humano y lo animal, sobre todo en el fanatismo animalista que celebra que las calles sean ahora habitadas por jabalíes o venados.
Volvió la barba que solo florecía en invierno y el pelo que llevaba de joven. Se multiplicaron las canas y volvió un agrio sabor de miedo a quiénsabequé, edulcorado desde hace tiempo con valiosas distracciones e ilusiones.
Volvieron muchos sueños del pretérito e insomnios que parecen de tercera edad. Volvieron los ciclos del lavado de platos y ropa, la sabana inmortal y la primavera que se esfumó; volvió el tedio de las esperas sin propósito y los recuerdos hilados de todos los viajes posibles. Se abrieron entonces los museos virtuales y las cátedras se instalaron en pantallas: las universidades reabrirán como museos y los museos taparán todos los óleos con mamparas para que no se contagie La Gioconda.
No es ajeno al oficio de escribir la obligación de anclarse precisamente en un escritorio. Si acaso, debido a que de un tiempo a esta peste las pantallas se volvieron portátiles, habíamos vuelto a la añorada época cuando cargábamos la Olivetti Lettera 25, aunque su percusión impedía sacarla en cafés de prestigio y fondas de reposo. El confinamiento moduló los ruidos del pretérito y cesó la sobremesa, el paseo diario a las cafeterías y bares con terraza para ver pasar los párrafos: el hombre que medía la vida con un bastón y la correa del perrito necio, la rubia que desfilaba como si la calle entera fuese una pasarela de la moda en Cibeles y el mar de turistas que encorsetaron la Gran Vía.
El raro Madrid vacío. Decían hace siglos de un mendigo que fue expulsado de la Villa y Cortes por quiénsabequé diabluras o fechorías. Cuentan que los alabarderos reales lo llevaron en andas a la Puerta de Toledo, le dieron una patada en el culo y lo dejaron rodar por el arrabal… pero el tío se alzó con gran dignidad, se sacudió los harapos y les mentó la madre con la célebre frase “¡Adiós Madrid, que te quedas sin gente!”. Parece entonces una condena premonitoria de lo que ahora parece futuro: Madrid sin gente y con muy pocas personas, fantasmas casi impalpables que salen a por el pan o a pasear al caniche, ancianos de pantuflas que se alivian al saber que no están recluidos en los asilos donde la pandemia llegó para matarlos, pero no se veían niños salvo en los balcones, los palcos de los aplausos puntuales a las 20.00 para no olvidar a los médicos y las enfermeras, los camilleros y anestesistas. Espectros del pasado, la Guardia Civil buscando a Lorca en las avenidas y parques vaciados con unas agallas de plomo escondido, empeño compartido por la recelosa Policía Municipal que se puso más estricta que nunca con la movilidad de las personas, la obligación del cubrebocas y el kilometraje permitido para paseos caninos… aunque hubo un orate que intentó convencerlos que su pececito de color naranja era mascota y por ende, merecía paseo vespertino.
Al salir, veo el vacío de por lo menos una librería que se hundió con todo y los libros que tenía en consigna, el viejo café de rancia tradición decimonónica que ha reabierto con mamparas de plástico para parecer transbordador espacial, los nombres y apellidos de conocidos fallecidos, las historias de la morgue en la antigua pista de hielo donde jugaban los niños y la desaparición —temporal— de todo turista. Al salir, ha quedado una noción de la limpieza en las nubes, la claridad de las fuentes y la jubilación de las bufandas del frío. Predomina con el olvido del horario de invierno la manga corta y el desvestido desparpajo de no pocas bellezas, la calma en el andar contra las prisas por correr que se instalaron al filo del confinamiento y hay un notable porcentaje de personas que presumen lo que leyeron, lo que vieron y lo que lograron en el encierro… a contrapelo de las ánimas en pena que solo se quejan, que duelen de tragedia y que ahora despiertan con afán de protestas y rendimiento de cuentas y acomodos legales y desahucio económico.
Lo que llegó fue imprevisible aunque ya era guión cinematográfico desde hace años, lo que llegó ya lo habíamos leído en Camus o en el mensajero que se retrasa en entregar una carta para el tercer acto de Romeo y Julieta de Shakespeare o en las fotografías en sepia de los tiempos del cólera o de la fiebre española que han vuelto a vaciar Madrid para volver a llenarlo con el maquillaje de una ciudad que no puede ser, simplemente no puede ser sin sombras, sin páginas al vuelo y música hasta en los callejones. Madrid que vive de los tejados con golondrinas y los miles de árboles que aplauden al anónimo paseante en el parque del Retiro o los óleos y sus espejos en el Museo del Prado y tanta vida… que confirma un irrefrenable antojo por lo que aparentemente ha quedado vedado en la nueva normalidad, esta realidad aumentada que apenas intentamos conocer sin poder ocultar las ganas de abrazar.
Madrid, España
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa