Paso la pandemia en recorridos de bicicleta. ¿Y por qué no? ¡Si soy una ciclista excelente! Soy certera, sigo las leyes, me mantengo atenta a la circulación y los peatones, y no me canso. Porque para mí andar en bicicleta no se refiere a “rodar” veinte minutos por el parque, sino a andar velozmente, durante horas, con una botella de agua en el morral azteca.
Fue precisamente en la tierra de los aztecas donde empezaron mis maratones en bici. En la Ciudad de México, cada fin de semana cerraban para los ciclistas algunas de las vías principales y el tránsito vehicular prácticamente se paralizaba. Y una vez al mes se organizaba un gran recorrido por el perímetro de la megalópolis. ¡Ah, que recuerde esto hasta el final de mis días, que no lo olvide…!
Estas actividades se realizaban con el propósito de invitar a las personas a llevar un estilo de vida sano y promocionar la bicicleta como medio de transporte ecológicamente limpio. Por eso, durante los paseos miles de ciclistas decían en coro: “¡La bicicleta es tu amigo y el coche tu enemigo!”, “¡Salte del coche, siéntate en la bici!”.
(Por cierto, en la Ciudad de México el alquiler de las bicicletas era gratuito; mis amigas de Rusia y Ucrania y yo solo usábamos esas. Así había, pues, una muy buena estación de préstamo de bicicletas en el parque México).
Y ahora que he regresado a mi patria les cuento a todos cómo a lo largo de las rutas para los ciclistas, durante muchos kilómetros, se instalaban puestos con bebidas gratuitas, bazares de artesanías y de otros productos hechos a mano, cómo por aquí y por allá se desplegaban pistas de baile y deportivas. Bajarse del asiento, tomar agüita, bailar un poco, desentumecerse ¡y adelante!
Les cuento cómo había por doquier pequeños locales de comida abiertos de par en par, hospitalariamente, y cuán agradable era pasar, tomarse un jugo de naranja y piña, comer un par de quesadillas con flor de calabaza… O simplemente comprar una ensalada mexicana de frutas: cortados, dentro de un vaso de cartón de medio litro, trozos de mango, papaya, piña, fresa, tuna, sandía, cubiertos de limón y generosamente espolvoreados con chile rojo.
Pero, para mí, lo mejor de todo era solo andar y andar, gozando de cada minuto de vida, de cada cuadro y episodio que le arrebataba a ella.
En algún lugar un joven se contrae en una máquina de baile bajo una música salvajemente estruendosa; a lo lejos te tapas los oídos, sería bueno pasarlo rápidamente. Pero te quedas en tu lugar sin quitar los ojos del inusualmente flexible bailarín, que siente la música en las piernas y en la nuca, a cada espectador. En México todos tienen algo de artistas.
En los cruceros hacen guardia cientos de policías benévolos y sonrientes, a la sombra de los árboles se encuentran músicos callejeros, y —¡ta-ra-rá!— vuela hacia el azul del cielo el jubiloso trino de la trompeta, el arpegio del acordeón acompaña alegremente esa melodía y se instilan aterciopeladamente los acordes de la guitarra española.
Brilla el sol, todo florece alrededor, en el aire flota el olor del maíz: ¡ah!, ese inolvidable olor de México… Carcajada, sonrisas, alegría, música, regocijo: la sensación de fiesta está por todos lados. Y así cada fin de semana, es más, ¡cada día! Personas despreocupadas y alegres, que viven al día y gozan como niños ese día…
¡Pero cuántas cosas, México, me regalaste: tu vuelo y tu paz, tu historia antigua y tu sangre joven, tu amistad y tu memoria secular, la cual yo siento que espera su hora como un volcán para explotar en una fuerza temible que lo barra todo! Pero lo más importante: me enseñaste a ser feliz a pesar de todo. Pero eso lo entendí solo después de irme de México y en dirección a, la igualmente desconocida, Suecia.
Los mesurados países escandinavos viven en bicicleta. Para ella han previsto pistas separadas con señalamiento, tiendas a lo largo del camino y hasta con semáforos y soportes especiales en los cruceros para que el ciclista, durante el tiempo que debe detenerse, tenga un lugar para apoyar el pie. Orden, pulcritud, puntualidad y preocupación por la persona se aprecian a cada paso, empezando por los escalones debajo del tranvía para quienes usan silla de ruedas y las bancas para niños con faroles bajos. Todo preciso, conveniente, tienen un pañuelo preparado para cada estornudo. Actividades de esparcimiento para todos los gustos. Talleres de vidrio soplado y de alfarería, pequeñas panaderías y tiendas de chocolate, tardes de arte, museos, albercas, conservatorios, pesca en lagos en los que sopla el viento por todos lados, parques de atracciones, paseos por el mar a las islas… En fin, esto es solo una pequeña parte de los pasatiempos, muchos de los cuales, por cierto, son gratuitos.
Pero he aquí que la embriaguez mexicana de la alegría de vivir y los magníficos recorridos en bicicleta no existían en Suecia. Por lo demás, eso no me impidió visitar a horcajadas todos los alrededores de Gotemburgo, e incluso más allá: otras ciudades y lagos, como el lago Delsjön, que está a casi cuarenta kilómetros de Gotemburgo, y la ciudad danesa Frederikshavn… Todavía más: hasta en los viajes a otros países reservaba únicamente hoteles en los que se pudiera rentar bicicletas.
Decenas de kilómetros por día, nuevos descubrimientos, impresiones, emociones… La movilidad se inscribió en el orden de mis días y los embelleció sanamente.
Y cuando mi sistema de navegación interno me llevó a mi patria, experimenté sentimientos complejos. Me hacían falta la pulcritud sueca y la calidad de sus caminos, sus servicios, su transporte y las actividades de recreación. Extrañaba la despreocupación mexicana, su alegría, el mango ataulfo, el café Garat y las “gracias” en todo momento.
Pero les cuento: en el extranjero perdí la capacidad de sonreír como saben hacerlo en mi patria: con todo el corazón. Durante los primeros seis meses, al encontrarme con la gente no podía borrar de mi rostro la amable, pero indiferente sonrisa que nunca había tenido en mi patria.
Otra cosa: entendí que prefiero, por sobre todas, la cocina de mi pequeña nación, que le regaló al mundo uno de los productos más sanos, ¡el kéfir! Así es, queridos míos, el kéfir es un invento completamente karachái.
Y la carne más sabrosa es la carne de las ovejas negras karacháis; es suave, jugosa y no tiene ni un gramo de colesterol. (A propósito, las ovejas karacháis se criaron como resultado de los esfuerzos de muchos años del pueblo karachái que vivía en el Cáucaso Norte, y en el proceso de crianza no se involucró a ninguna de las razas existentes).
Los karacháis son ganaderos seculares, por ello no sorprende que mi nación haya criado también una raza de caballos única. Los caballos karacháis son sencillos, con una capacidad singular para el trabajo, se distinguen por su buena coordinación motora, por ser de constitución fuerte, por su inmunidad a distintas enfermedades y su resistencia. Los caballos karacháis son capaces de hacer trayectos de larga duración en cualquier momento del día, sobre piedras o por caminos intransitables, bajo el frío feroz o el calor inclemente. Las fuertes pezuñas del caballo karachái no se desgastan ni siquiera en los lugares donde las herraduras de acero no aguantan.
Ahora, la bicicleta se ha convertido en el caballo que ha solucionado todos mis problemas y tristezas.
Porque yo, que me encuentro como todos en confinamiento voluntario, he pasado por todas sus etapas: desde dormir hasta la saciedad y arreglar todo aquello para lo que antes no había encontrado tiempo, hasta el periodo de falta de energía, de una especie de deflagración interior, letargo y apatía…
Porque la pandemia es un asunto serio, en algún lugar hay personas sufriendo y su pena es infinita, y da miedo y angustia. Las noticias parecen reportes del frente de guerra, y esta es, verdaderamente, una lucha a muerte.
Pero entonces, ¿ahora qué?, ¿hay que pasar el verano solo con cubrebocas y antisépticos en la bolsa? ¿Y cuándo vamos simplemente a vivir?
Con la bicicleta puedo permitirme estar con mayor frecuencia en la calle y respirar aire fresco, evitando al mismo tiempo cualquier contacto con la gente. Ejercito los pulmones, fortalezco mi salud y disfruto el momento, en lugar de quitarme el sabor de la tristeza-congoja con un algún pastelillo, que ya desde el mostrador ha encontrado sitio en mi talle.
A veces, muy temprano en la mañana, alrededor de las cinco, pedaleo al lago que tiene un gran parque alrededor, ¡y lo encuentro lleno de gente haciendo ejercicio! A una considerable distancia unos de otros, corren, practican caminata nórdica y se ejercitan en los aparatos. Todos vigorosos, enérgicos, sonrientes.
Sí, con esa manera de afrontar lo que está sucediendo es significativamente más fácil vivir. Sin histeria ni pánico. Alegremente, como en México; con responsabilidad, como en Suecia; con el corazón abierto, como en Karachái, mi patria.
También se me ocurrió otra analogía. Si comparamos los países con órganos del cuerpo, entonces… Entonces, en calidad del serio, racional y reflexivo cerebro concurriría Suecia. Mi alma impetuosa, amante de la vida y memoriosa la dejé para siempre en el México fogoso e inolvidable. Y mi corazón le pertenece a la tierra de la que salí y a la que regresaré en cenizas: a la montañosa Karachái, en las faldas del monte Elbrús.
En mis solitarios recorridos ciclistas recuerdo, añoro y sé que soy responsable de mí y del mundo que me rodea, de los países y las ciudades que se han quedado para siempre en mi corazón.
Y además entiendo en qué medida está la humanidad anclada a su momento. Imagínense que dentro de unos cien años —y esta es una diminuta unidad de tiempo— noventa y nueve por ciento de la gente que habita ahora la Tierra se perdiera para siempre en sus profundidades, después de haber logrado, en el curso de su corta vida, crear, curar, matar, entusiasmar, construir, destruir…
Yo soy karachái, pero la rica y hermosa lengua rusa me es igualmente materna y querida. He traducido a este idioma textos de cuatro autores suecos, el libro del francés Phillippe Ollé-Laprune, México: visitar el sueño y obra de más de veinte escritores latinoamericanos: José Emilio Pacheco, Juan Villoro, Julio Ramón Ribeiro, Jorge Ibargüengoitia, Elena Garro, Manuel Bernabé Mujica, Rubén Darío, Porfirio Díaz Machicao, Elena Poniatowska, entre otros. Algunos de estos textos fueron publicados, con permiso de los autores, en periódicos, almanaques y revistas tanto del Cáucaso como de Rusia.
Y mientras esté viva volveré a escribir más de una vez sobre México, mi país favorito. Sobre las personas honestas y responsables de la urbanizada Suecia. Y sobre el abierto, intrépido, espléndido y magnánimo Karachái. Y mis memorias de otros países y pueblos, mis traducciones de lenguas extranjeras ganarán una nueva vida en los corazones de las generaciones futuras…
Si no, ¿para qué vivir? ¿Solo para huir en bicicleta de la pandemia?
República de Karacháyevo-Cherkesia, Rusia
Traducción del ruso de María del Mar Gámiz Vidiella
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa