Conocí a Shinpei Takeda en la inauguración de la expo de un artista mexicano que vive aquí, en Viena. Tuvo la amabilidad de decirme que le gustó lo que yo había escrito para abrir la exposición y estuvimos hablando sobre arte japonés —él estaba exponiendo en ese momento en el Museumsquartier de Viena una pieza increíble de su serie Antimonumento—. Shinpei tiene la sabiduría de un anciano y el desparpajo de un adolescente. Le pregunto su nombre y me dice: “Shinpei…” (seguro puse cara de mensa, cosa que me suele pasar cuando asimilo un nombre en otra lengua); y continuó, con la empatía de quien ha vivido largo tiempo en México: “Pero me puedes decir Shin, como chingada”, y soltó la carcajada, seguida de la mía.
Dos cosas. Una: voy a nombrar al artista, a Takeda, por su nombre de pila. Ya sé que las convenciones establecen que cuando se habla de la obra de alguien, ese alguien debe ser nombrado con el apellido. No sé por qué, pero francamente no me importa. Tras semejante presentación de sí mismo, no puedo más que evocarlo con su nombre de pila.
Dos: tengo que hacer un recuento de mis propias impresiones sobre la obra de Shinpei y dejarlas en papel, de la forma en que yo misma las he asimilado, leído e interpretado a través de mi contacto con el artista y sus piezas (tengo la fortuna de poseer una pequeña pieza que compré en la galería 12-14 de Viena y que es una joyita); es decir, desde la distancia. Porque así como él recrea sus interpretaciones sobre las vidas de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, yo hago lo mismo: no puedo entrar en la piel del artista, pero mi lectura de su obra puede ser la mirada que conecte con la de alguien más que identifique mis códigos.
Empecemos por el título del nuevo proyecto de Shinpei: Moral Fantasy. Esta idea proviene de una noción que articulan el piloto Claude Eatherly —uno de los encargados de tirar la bomba atómica en Hiroshima— y Günther Anders —filósofo polaco de origen judío (su nombre original era Günther Ernst), alumno de Heidegger y Cassirer, compañero de Husserl y exesposo de Hannah Arendt—. El libro de Anders consiste en el intercambio de correspondencia entre ambos hombres. Eatherly, tras haber participado en el holocausto de Hiroshima, fue uno de los pocos hombres a quien el remordimiento y la culpa persiguieron durante toda su vida tras conocer las secuelas y la magnitud de tal evento. Intentó diversas formas de lidiar con el trauma pero, aparentemente, el intercambio epistolar con Anders fue lo que logró, en cierta medida, sino eliminar sus demonios, sí mitigar y dimensionar su propia responsabilidad en las muertes y lesiones de tanta gente. En un intento de explicar a Anders —y a sí mismo, primordialmente— sus sentimientos e ideas sobre lo sucedido desde un hospital psiquiátrico, Eatherly plantea en una de sus cartas la idea de que uno debe “ampliar su fantasía moral” ante la dualidad desnivelada entre lo que hacemos y lo que imaginamos. Es decir, la imaginación y los sentimientos deben abarcar las cosas que hacemos para poder sopesarlas y rechazarlas o aceptarlas.
Es curioso cómo en estos tiempos difíciles —escribo desde la cuarentena impuesta por el pánico ya no a un ataque nuclear, sino a uno viral— estas ideas son más válidas que nunca. Shinpei Takeda recupera esta noción porque es algo que inevitablemente iba a suceder si consideramos su trabajo. Su vida ha oscilado siempre entre las fronteras, las culturales y las físicas. Shinpei nació en Osaka, pero creció entre Düsseldorf y Chicago. Ahora vive y trabaja entre Düsseldorf, San Diego y Tijuana. Platicando sobre su película Ghost Magnet Roach Motel (2016), me dice que él es una rata de frontera. Me gusta la idea: Shinpei hurga en las áreas liminares del espacio físico y del espacio cultural. Eso es lo que hace que su trabajo sea único y a la vez universal.
Creo que la inquietud de desarrollar la noción de “fantasía moral” es una suerte de resultado abierto de las exploraciones en la obra de Shinpei. Considerando, por ejemplo, Alpha Decay (2010), obra que se centra en el fenómeno de las vibraciones de las voces de los sobrevivientes de las dos bombas atómicas. Shinpei separa esas vibraciones y las convierte en experiencia corporal en el solo acto de escuchar las voces. Entonces, Shinpei devuelve esas voces a un formato físico en el que se visualizan y plasman tanto ellas como la desintegración molecular de los cuerpos a los que esas voces —afectadas por las radiaciones— pertenecían. El artista se convierte en el lienzo en blanco en el que se plasma la experiencia que reconfigura un evento del que nadie es testigo más que los mismos sobrevivientes.
El temblor, la vibración y el estremecimiento son el sustrato y el concepto clave que configura este trabajo como reconocimiento del Otro y la asunción y aceptación de un mundo inestable, no fijo y siempre estremecido.
Antimonumento Beta Decay (2015) es la continuación de la exploración de Shinpei sobre el tema de la memoria que en Alpha Decay se conforma desde las voces, para continuar en la disipación del monumento estático. Para el artista, el símbolo del recordatorio que un sistema político impone es una forma de relegar la responsabilidad de la memoria a ese objeto. Por la misma distancia de la objetualización, esta memoria ya no está capacitada para regenerarse en algo fructífero ni nuevo. La tarea del artista es entonces la urgencia de replantear la historia desde la no-conceptualización; de llevar al espectador a sumergirse en la reconstrucción de la memoria a través de la inmersión física-metafísica en el sufrimiento del Otro para apropiarlo en nuestra experiencia. Creo que es en este punto que Shinpei comienza la materialización de la fantasía moral que persigue. A través del tejido de los hilos que conforman su obra, él elabora un entramado de la memoria y la historia desde una perspectiva lábil, creando un nuevo código, un texto que podemos leer y del que podemos apropiarnos.
Dice Takeda que la transformación de la memoria no es su contaminación, sino su evolución. Ya Hayden White hablaba de la metodología para tratar la historia como una serie de textos estructurados por tropos de la retórica. Más allá de las discusiones que esta idea pueda generar, lo que sí es un hecho es que la historia siempre se escribe con un sesgo estructural-literario, y por lo tanto ideológico. Es por ello que llegamos a lugares como Tijuana, espacio fascinante para Shinpei por su condición de frontera, de lugar liminal, de espacio a-histórico, en donde la construcción de la memoria y la historia adquiere un sentido único. Es a través del arte como podemos sensibilizarnos con respecto al Otro. Shinpei lo ha hecho siempre. Él ha trabajado con esos seres que las sociedades han relegado: los migrantes, los adictos, las víctimas del desastre físico-natural y moral. Es por ello que Tijuana es su ground-zero, igual que Hiroshima y Nagasaki, en donde las víctimas derivan de la desintegración social y los intereses políticos y económicos.
Moral Fantasy podría ser, en suma, un horizonte de expectativas. Hemos constatado que las distopías pasadas se han convertido en realidades presentes. ¿Por qué no aspirar entonces a jugar con los límites y alcances de nuestra imaginación? Shinpei Takeda se ha planteado desde siempre este objetivo fundamental a través de su filmografía, su música y su obra plástica. Este recorrido, que se convierte en desafío de la propia configuración de nuestra identidad, tanto colectiva como individual, es un imperativo en los tiempos que vivimos.
Viena, marzo 2020