Afuera: peligro, incertidumbre. ¿Aún? ¿Cuánto más? El encierro se hace infinito. ¿Ya son 150 días? ¿180? Difícil calcularlo cuando el tiempo se ha vuelto una suerte de sustancia chiclosa, pegajosa, que parece no correr sino enroscarse alrededor de la piel para inmovilizarnos, para mostrar, a quien intente palpar el devenir, su verdadera naturaleza de espiral en torno de un vacío perfecto, su condición de eterno retorno. Un día, otro, uno más: casi idénticos, apenas distinguibles por algún aspecto mínimo que en otras condiciones hubiera pasado desapercibido. Y sin embargo, el calendario continúa su curso.
Desde que el “afuera” se canceló, reduciendo el escenario de la existencia a un estrecho “adentro”, es decir, desde que las posibilidades de habitar en el espacio se redujeron hasta prácticamente abolirse, comenzamos a habitar en el tiempo de un modo distinto al que solíamos hacerlo. El reloj y la agenda dejaron de ser los instrumentos que nos dirigían para ir, acudir, desplazarnos, llegar; y se volvieron tan sólo una referencia para ser y estar. Estamos en el tiempo. Somos en el tiempo. En el tiempo cotidiano, resbaloso, ese que parece derretirse como si fuera una imagen en un cuadro de Dalí. También en el que es pura conjetura: el futuro. Y decimos: “Cuando esto pase, podremos ir a…”. “Ya nos reuniremos cuando el encierro acabe”. “Qué te parece si lo dejamos para el fin de la pandemia”. El tiempo nos engaña, juega con nosotros, se nos echa encima y enseguida se aleja hasta difuminarse. No es concreto ni seguro, como solía serlo el espacio.
Y al girar sobre sí mismo, de pronto nos pone frente a los ojos escenas de otra época. El pasado. Las pandemias anteriores. La peste que despobló Europa. La influenza española y sus millones de muertos. Pero también el pasado personal, cuando nuestra madre advertía: “Afuera es peligroso, quédate en la casa. No salgas”. Y entonces aquella incertidumbre de la infancia, aquel miedo a la inseguridad del exterior, se nos confunden con las actuales hasta que unas y otras se perciben idénticas. Antes eran los robachicos, esos seres siniestros capaces de acercarse a los niños que fuimos, envolverlos con su labia, tomarlos con fuerza de la mano y llevárselos quién sabe adónde lejos de los suyos. O la posibilidad de extraviarnos, de perder el camino de regreso y condenarnos por siempre a seguir en el inagotable afuera. Hoy son los siniestros seres invisibles, diminutos, sí, pero también capaces de tomarnos de la mano con fuerza, o de la garganta, y llevarnos lejos de los nuestros para siempre.
Mi madre era desconfiada del afuera, nerviosa, insegura y, en lo que se refería a sus hijos, estricta. A pesar de que vivíamos en un pueblo pequeño, apenas nos dejaba salir a mis hermanos y a mí. Afuera era peligroso. O tal vez no. Acaso afuera sólo se hallaba la incertidumbre. Y ella quería seguridad. Por supuesto, salíamos con ella y mi padre, íbamos a la escuela, a fiestas infantiles. Pero nunca solos. La casa era nuestro espacio. Dentro de ella podíamos hacer lo que quisiéramos. Fuera de ella nada. Tal vez por eso, desde el inicio de este encierro forzado, sentí que vivía un déjà vu. Sí, la pandemia es un déjà vu. Un regreso a los temores de la infancia. Un pliegue o doblez en la espiral del tiempo. Lo curioso es que desde el inicio de esta paranoia colectiva, la única salida real (es decir, más allá de las tiendas del barrio para ir por provisiones) que he hecho fue para despedir a mi madre en otra ciudad.
Cuando la hospitalizaron para una cirugía, lo primero que pensé fue en el virus que nos tiene sitiados. Estaría en riesgo de infección, y era parte de la población más vulnerable. No es un hospital para enfermos de Covid, me dijeron, pero la preocupación persistía: en una situación como la actual, es imposible dejar de pensar en los contagios. La intervinieron. Todo salió bien. Hablé con ella y sólo tenía un poco de dolor. Abandonó el hospital y sus hijos respiramos aliviados. Había pasado el peligro. Sin embargo, menos de una semana después (¿o fueron unos días?) volvieron a internarla. Un coágulo en una arteria. Nada grave, salvo que mi madre pasaba de la octava década de su vida. Otra intervención. Exitosa de nuevo. Pero al escudriñar en su cuerpo los médicos vieron el verdadero problema: algunos órganos se estaban “apagando”. Le quedan dos o tres horas de vida, escuché en el teléfono. La ciudad donde vivía mi madre queda a cuatrocientos kilómetros de distancia, en ese infinito afuera.
Salimos mi pareja y yo a la central de autobuses. Tras cien días sin alejarme de casa más de tres o cuatro cuadras, abordé un taxi sólo para darme cuenta de que afuera la vida continuaba sin mí. Tráfico en calles y avenidas, multitudes en las banquetas, comercio ambulante. ¿Y la pandemia? ¿No saben que hay una? Por las ventanillas miraba fascinado los edificios y la gente como si cruzara una ciudad desconocida que, sin embargo, era la misma de antes. La terminal sí había cambiado: en vez de la muchedumbre habitual, grupos escasos de viajeros; pocos autobuses llegaban o partían. Subimos a uno medio vacío, y nos preparamos para recorrer la distancia que nos separaba de los últimos instantes de mi madre.
Y el tiempo empezó a jugar con nosotros. Como si desaprobara nuestro desplazamiento en el espacio, ahora no giró ni le dio por arrugarse. Al contrario, se desplegó lo más que pudo. El trayecto, que debió durar cuatro o cinco horas, se alargó más de doce. Eso en lo que respecta al movimiento, porque al interior de la mente optó por doblarse en varios pliegues y hacerme revivir esa angustia infantil de estar afuera. Recordaba las advertencias de mi madre y me parecía algo irónico haberlas desoído, en el tiempo, con el fin de tratar de alcanzarla con vida y despedirme de ella. Las llantas del vehículo rodaban y rodaban y no llegábamos nunca. Un accidente. Un rodeo larguísimo. Otro desvío por las malas condiciones de la carretera. Las horas se acumulaban al interior del autobús, caían unas sobre otras sin descanso, me hacían sentir que el tiempo, celoso porque habíamos decidido de nueva cuenta habitar el espacio, nos castigaba a su manera.
Llegamos de madrugada. Mi madre había muerto por la tarde y su cuerpo permanecía en el hospital. Fuimos a dormir. Al otro día, un velorio de menos de una hora y escasa concurrencia me hizo percibir con claridad cómo en estos días el tiempo transcurre de un modo extraño. Mucha gente “asistió” al funeral desde su propio espacio, por videollamada. Después hubo una misa con poca asistencia pero con muchos espectadores a través de redes sociales, que vieron al sacerdote dar la bendición desde la seguridad de sus casas. El signo del momento: tiempo y espacio distorsionados, diferentes. Afuera y adentro, pasado, presente y futuro, todo un amasijo difícil de distinguir. Dos días más de estancia en aquella ciudad, y luego el regreso.
Ahora, de nuevo el encierro. Hay quien dice que el peligro pasó, o está pasando, o pasará pronto, pero la incertidumbre persiste y por lo tanto la angustia. ¿Es el sello de la llamada “nueva normalidad”? ¿Movernos a diario a lo largo y ancho de ochenta metros cuadrados nomás? ¿Habitar un presente anulado, lleno de déjà vu, suspirando por un futuro incierto durante otros 150 o 180 días, según el calendario? Claro, sólo hasta que una nueva emergencia nos obligue a habitar momentáneamente otra vez el espacio afuera. Lo peor es que nos estamos habituando. Y para cuando pase lo que falta, si es que pasa, tal vez ya se haya vuelto una costumbre sentir que, si acaso existe, el espacio es mínimo, y que el tiempo es ese algo viscoso que procede según sus propios caprichos.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa