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Abril de 2020
Todas las mañanas, hablo por teléfono con mi hijo de diez años. Vive con su madre en la Ciudad de México, a ochocientos kilómetros de donde estoy. La llamada puede tomarnos diez minutos o una hora, depende del ánimo de cualquiera de los dos. Se trata del momento más difícil del día. Primero, porque preferiría subir a un autobús y viajar a abrazar a mi niño, compartir con él nuestra limonada ritual en el restaurante de Bellas Artes antes de acudir a la Frikiplaza, comer helados de sabores hípsters inenarrables en la colonia Roma, luchar mano a mano en el sillón contra el más peligroso de sus alter egos: El Koala Demente. Segundo, porque muchos de los temas de conversación de alguien de su edad —Roblox, Minecraft, Pokémon, interminables trivias de personajes secundarios de cómics y de sagas— hacen que me den ganas de sacarme los ojos. Son los mismos temas de los que habla el sector más aniñado de mis amigos treintañeros en las fiestas —antes había fiestas—: cosas que sólo me resultan tolerables cuando no tienen ese tufo a obsesión narcisista y enciclopedismo barato y pauperización erótica que le quita al pop todo su chiste.
Hace tiempo, mientras Leonardo aprendía a hablar, durante una larga época, dejé de escribir poemas. No lo necesitaba: la conversación entre nosotros era tan estimulante y novedosa, tan llena de ritmos y sintagmas fantasmáticos y metáforas sorpresivas, que mi mente terminaba satisfecha y a la vez agotada para cualquier otra experiencia lírica. Ahora en cambio, nuestro romance padre/hijo ha derivado hacia las artes performáticas: poca charla y más juegos, shopping, trabajo doméstico, baile y travesura. De ahí que la pandemia resulte tan descorazonadora desde mi punto de vista mientras estemos separados. Al menos tenemos el rock: slamear escuchando a los Red Hot Chili Peppers, cada quién desde su lado de la pantalla, me reintegra a veces cierta ilusión de corporalidad.
Dice Juan Ramón de la Fuente en un artículo publicado en El Universal el 13 de abril de 2020: “Sugiero que hablemos de distanciamiento físico (que no social) con acercamiento afectivo […]. Se cuida, protege a los otros, y puede establecer una genuina relación amorosa con la gente que le significa algo en su vida”. Suena alentador, pero naïf. Creo que una de las reglas no escritas para el buen funcionamiento del teléfono o las redes sociales o las videoconferencias es que la persona que está al otro lado del artilugio no te importe demasiado. Los seres humanos somos insensibles a los datos digitales, y es de eso que se trata toda la telenovela post-iPhone a la que llamamos realidad contemporánea. No importa si lo tuyo es ligar por Tinder o tirar shade en Twitter o glosar por teléfono capítulos de Gravity Falls con el hijo que tuviste de un matrimonio previo: sólo vas a gozarlo si no te importa demasiado. Si te importa, acabarás en carne viva. Ésa es una de las formas de sufrimiento que ha puesto en evidencia la pandemia para mí.
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“La imagen de mí mismo que trato de crear en mi propia mente para poder amarme es muy distinta de la imagen que intento crear en la mente de los demás para que me amen”, W. H. Auden.
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Agosto 2020
Lo que escribí en abril viene de una época distante: era yo mucho más joven. Luego, el 23 de mayo, Leonardo vino a casa a pasar el verano del coronavirus. Estuvimos juntos día y noche durante dos meses y medio, hasta el 9 de agosto. Reviso mi agenda y constato cuán poco pude trabajar. Pero eso como quiera. En cambio, no creo que le haga mucha gracia a nadie dejar de romantizar la paternidad para dedicarse a ejercerla.
Percibo un oxímoron de la angustia de separación en la presencia permanente de los hijos que la pandemia nos ha impuesto. Cuando mandas al niño a la escuela y le das órdenes y escuchas “Sí, papá”, cuando preguntas cómo se siente y responde Bien, normal, sabes que ahí hay una mentira. Pero es una mentira institucional, tolerable. En cambio, cuando inadvertidamente empiezas a levantarle la voz frente a una zanahoria cocida, y descubres (luego de una semana de acompañarlo a clases virtuales) cuáles son los instrumentos de precisión que emplea para odiarte en sus pesadillas; cuando deja de ser el pequeño saltamontes al que inicias en los misterios de Marvel o Star Wars y se vuelve el alumno rebelde de quinto de primaria al que tienes que explicar el Desarrollo Estabilizador al mismo tiempo que das una clase universitaria de narratología a través de Zoom; cuando se vuelve el roomie preadolescente que deja boxers sucios en el baño o lava los trastes con una escandalera digna de un edificio en construcción a fin de trasmitirte su ira cabal; cuando lo humillas secretamente en sueños y despierto no encuentras a veces otra opción que transformarte frente a él en el mismo ogro que arruinó algunas de las mejores tardes de tu infancia, la irritación no viene del todo (o al menos ésa es mi esperanza) de sentirte desobedecido, burlado, contrariado: viene también de la angustia y la sorpresa al constatar, segundo tras segundo, que tu hijo no es un avatar de tu amor. Que su cuerpo no es tuyo.
Este verano tuvimos ratos terribles, otros no tanto. Y hubo días luminosos. Por las mañanas hacíamos una hora de storytelling a cuatro manos, luego subíamos y bajábamos diez veces las escaleras del edificio (son sesenta escalones) y escuchábamos cd’s viejos en un equipo de audio al que llamamos El Cerebrito De Martín. Cada semana hicimos un proyecto: “El oso Misha y la Unión Soviética”; “El internet de las cavernas”; “Chismes y reportajes”; “Cochinadas mitológicas”. Por la tarde, meditábamos juntos con un audio de Taisen Deshimaru recitando Hannya Shingyo.
Una tarde, Leonardo hojeó la Ilíada y, luego de tres o cuatro páginas y hacer cara de fuchi, preguntó:
—¿Por qué este libro no tiene narrador?
—Sí tiene —contesté—. Es el que dice: “Canta, oh Diosa, la cólera del Pélida”, etcétera.
Me miró como si estuviera tratando de estafarlo.
—No, papá. Ése es Homero. Yo me refiero al narrador que debe estar adentro de la historia.
(Y ustedes leyendo a Roland Barthes).
El domingo que mi hijo regresó con su madre fue tranquilo: dormí muchísimas horas, leí a mis anchas, me sentí tan relajado como después de entregar el informe de un año de labores. Pero el lunes, a media madrugada, tuve que levantarme al baño a vomitar. Desde que dejé de beber, hace un par de años, no había sufrido un ataque gastrointestinal tan violento. Lo primero que pensé fue: claro, estoy sacando toda la tensión que acumulé, el desgaste de cuidar de tiempo completo a un niño de diez años. Pero sé que debajo de esa coartada pequeñoburguesa subyace un cable más hondo: el que conecta con la felicidad de los difuntos. La intuición de que ser padre es, más que una tarea moral o pedagógica, una experiencia de mi cuerpo.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa