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Problemas selectos 

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Al vigésimo día de cuarentena o tal vez al trigésimo sexto, decides bajar de internet libros de poemas de César Vallejo. Entre los diversos títulos que la herramienta de búsqueda te ofrece, hay uno llamado Problemas Selectos. Curioso, abres el archivo imaginando que debe haber algún error, y descubres que el título es ese mismo, pero se trata de un libro de problemas matemáticos publicado por la Universidad César Vallejo.

Levantas los ojos de la pantalla de la computadora y piensas en la belleza sobria y concreta de un título como Problemas selectos, y te dices a ti mismo que es un buen título para un libro de poemas; después piensas que la vida es demasiado corta para tener problemas que no sean selectos, y enseguida examinas mejor lo que significa la frase “tener problemas selectos”, y es inevitable dejar a César Vallejo de lado y volver a pensar en tus problemas.

Te dices que los problemas selectos son problemas seleccionados escrupulosamente, problemas de excepcional calidad que tú, como un cliente exigente en un supermercado, seleccionas con cuidado de entre otros muchos problemas posibles que reclaman tu atención en cuanto pasas delante de ellos.

Te dices que tienes salud, tu mujer y tus hijos tienen salud, tú amas a tu mujer y a tus hijos, tienes un empleo estable y recibes un buen salario.  Hoy, tus problemas principales son la sensación generalizada de tristeza y desánimo por el destino del mundo y más específicamente por el de tu país, la dolorosa añoranza de encontrarse y abrazar a los amigos, la incapacidad de escribir algo que funcione. No son problemas originales, por supuesto; pero quieres creer que por lo menos son selectos, que eso es lo que importa.

 

 

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Dos días después, o tal vez nueve, recibes un correo del escritor. Te dice que terminó de escribir un cuento, quiere publicarlo en una revista y te pregunta si tendrías el contacto del editor. Tú estás resolviendo tus problemas selectos y te toma dos días responder. En ese lapso el escritor ya pactó con un diario la publicación del cuento, pero dice que está terminando otro texto para publicar en la revista. Tú tienes treinta años menos que él y le dices que envidias su productividad. “Ese miedo al futuro me está haciendo trabajar aceleradamente”, dice él.

 

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Cinco días después, o tal vez trece, te enteras que el escritor fue internado con coronavirus. Tu primera reacción es llorar, pues el escritor es viejo y lleno de problemas de salud, sabes que no tendrá muchas oportunidades de salir vivo de esta. Tu segunda reacción es secar las lágrimas y recordar alguna frase de Séneca o tal vez de Epicteto, que sugiere que no perdamos el tiempo con aquello que no está bajo nuestro control. Tú te repites la frase varias veces a lo largo del día mientras te entregas a la pesada tarea de la casa, que deberías hacer una vez por semana, pero en la práctica sólo realizas dos o tres veces al mes, así que decides que hoy es un buen día para barrer y pasar un trapo húmedo por toda la casa, y te aferras a la belleza sobria y concreta de ese trabajo para intentar despejar la cabeza.

 

 

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Al día siguiente, recibes el mensaje de un periodista que pregunta si quisieras escribir el obituario del escritor. Nunca escribiste una noticia necrológica en tu vida, mucho menos de alguien de quien eres cercano y todavía está vivo. Es algo que raya en el masoquismo. Aun así, aceptas.

Pasas una larga y extraña noche escribiendo el obituario. Bebes dos botellas de vino tú solo mientras pasas doce horas frente a la computadora pensando en el escritor, releyendo fragmentos de su obra y de los e-mails que cruzaste con él en los últimos años, e intentando apretar los 78 años de vida y los veinte libros del escritor en 6 mil caracteres con espacios. Necesitas moderar de alguna forma la extrañeza de esta situación, entonces comienzas a fantasear que escribir un obituario es una especie de insólito ritual propiciatorio, una forma de simular la muerte para así evitarla. Mientras escribes, creas imágenes mentales en las que el escritor mejora, sale del hospital y regresa a casa. Imaginas al escritor leyendo el obituario que escribiste, haciendo chistes de humor negro y reclamando, de broma, que no fuiste suficientemente elogioso.

Terminas de escribir a las nueve de la mañana, ebrio y exhausto, y mandas el texto al periodista junto con un mensaje que dice: me imagino que estás acostumbrado a situaciones como esta, pero yo no. El periodista responde: ya pasé varias veces por situaciones similares, pero aún lo siento raro; no son pocas las veces en las que el homenajeado mejora y es necesario archivar el texto. El archivo del diario está lleno de obituarios que no fueron publicados, algunos están aquí desde hace más de quince años, dice.

 

 

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Al día siguiente, te enteras que el escritor mejoró y que redujeron su sedación. Si te preguntaran eso lo negarías, claro, pero algo dentro de ti insiste en considerar la posibilidad de que tu ritual particular pueda tener algo que ver con su mejoría. Ya repuesto de la resaca del día anterior abres otra botella de vino.

 

 

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Bebes más de lo que habías planeado y despiertas a las dos de la tarde. Hay un aluvión de mensajes en tu celular. El primero de ellos, enviado muy temprano en la mañana, es del periodista avisando que el escritor tuvo un paro cardiaco de madrugada y que el obituario ya ha sido publicado ese día.

 

 

7

Tres días después, o tal vez treinta, vuelves a pensar en lo que significa la frase “tener problemas selectos” y es inevitable dejar tus problemas de lado y acordarte de los libros de César Vallejo que bajaste de internet. Abres uno de ellos y lees estas palabras:

 

¡Cómo, hermanos humanos,

no deciros que ya no puedo y

ya no puedo con tanto cajón,

tanto minuto, tanta

lagartija y tanta

inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!

Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?

¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,

hay, hermanos, muchísimo que hacer.

 

 

In memoriam Sérgio Sant’Anna (1941-2020)

Traducción de Eduardo Langagne

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa