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¿Qué pasará el día de mañana?

Aquí conocemos a la muerte. Incluso creemos haberla amaestrado. No pasa ni una semana sin que nos informen sobre una noticia desoladora de duelo en algún lugar en una familia que nos es cercana, en algún lugar en una parcela vecina, en algún lugar en la colonia e, incluso, en el país. En el radio, la franja horaria consagrada a la necrología está muy saturada. Vivimos al ritmo de las ceremonias funerarias y de los entierros. Aunque no sabemos muy bien de qué nos morimos, todo el mundo, o casi todo, habla de presión arterial, de ACV, de crisis cardiaca o de brujería. A menudo regresa la palabra “brujería”. Porque los relatos en las funerarias se resumen como sigue: “Sin embargo, esa mañana, él o ella parecía saludable. No tenía ningún síntoma de enfermedad grave que pudiera causarle la muerte. Y, luego, ¡cataplum! El cuerpo flaqueó. A lo sumo, la persona sobrevive al drama, pero se queda con secuelas irreparables: pérdida del habla o de la memoria, discapacidad física. En el peor de los casos, la muerte”.

Así moríamos antes del coronavirus. En función del estatus social de la difunta o del difunto, las ceremonias fúnebres eran grandiosas o humildes. En todos los casos, siempre estaban atiborradas. Eran lugares de reunión a los que no se debía que faltar bajo ningún pretexto. Musulmanes o cristianos, todos nos comportábamos de la misma manera.

Compartir el duelo no era solamente en espíritu. En las funerarias de los cristianos, por ejemplo, además de las oraciones, comíamos, bebíamos, nos contábamos historias. Y los coros se hacían oír. Bailábamos y cantábamos en memoria de la persona desaparecida. Alabábamos al señor por encima de todo.

El día del entierro era el summum de las emociones. Los parientes más cercanos, pero también las familias aliadas y lo(a)s amigo(a)s se reunían temprano en la morgue para el retiro del cuerpo. Antes de partir hacia el cementerio, el ritual, desde siempre ha sido el mismo. Los cristianos llevaban el cuerpo a la iglesia para las oraciones, sermones, salmos, testimonios; los musulmanes hacían sus rezos en el domicilio familiar.

Los cortejos que marchaban hacia el cementerio eran muy impresionantes. Si el difunto o la difunta era alguien muy conocido, el cortejo se escuchaba desde kilómetros.

Luego la vida retomaba su curso como si nada hubiera pasado, a la espera, muy inminente, de compartir otros duelos, siempre en grupo.

Y, entonces, el cielo se nos cae encima con el coronavirus. Un virus mundial al que no le interesa la diversidad cultural de los pueblos. Al principio, cuando el gobierno habló de las medidas de protección, nos reímos a escondidas. ¿El distanciamiento social? ¿No darse la mano? ¿No abrazarse? ¿No comer en el mismo plato? ¿No ir a la funeraria ni a los entierros? ¿No rezar en las mezquitas ni en las iglesias? ¿Usar cubrebocas todos los días como hechiceros? Desde que la Tierra es la Tierra, desde que África es África, ¿dónde se ha visto esto, eh?

Pero las imágenes macabras que llegan de Europa, en particular de Italia, de España y de Francia nos borraron la sonrisa y enterraron nuestras múltiples dudas. Hasta ese momento era inimaginable que los europeos se murieran por millares cada día. ¿Es el fin del mundo?

Entonces, una palabra que nunca en la vida escuchamos hizo su aparición: confinamiento. Está en boca de todos, incluso en la de los niños que aprenden a hablar. De ahora en adelante, para no morir estúpidamente de ese virus, hay que confinarse o autoconfirnarse. Hay que usar cubrebocas y lavarse las manos varias veces durante el día.

Los días siguientes, las medidas más estrictas, las más insoportables disminuyeron. El gobierno tomó la decisión de cerrar las fronteras terrestres y aéreas, las escuelas, los mercados, los bares y restaurantes, las iglesias y las mezquitas. Y para cerrar el ciclo, se instauró un toque de queda de las 20.00 a las 5.00 de la mañana.

¿No es esto otra forma de guerra? Es verdad, el confinamiento no fue decretado como en otras partes: en Francia, en China o en Sudáfrica. Sin embargo, el autoconfinamiento se impuso por sí mismo. Cosa curiosa: las primeras personas que aplaudieron este enclaustramiento fueron las mujeres. Según ellas, es un momento propicio para mantener a los maridos en la casa. En efecto, durante el día, no hay ningún lugar adonde ir. La noche, es el toque de queda.

Para un escritor, el autoconfinamiento en sí no es algo malo. Es un tiempo más para la reflexión y la creación. Personalmente, nunca había estado tan enganchado a las redes sociales. Pero con el coronavirus, la necesidad de noticias se multiplicó. Informantes aparecieron de todos lados para dar su opinión acerca de la gestión de la crisis. Son tan críticos y tan exigentes que el gobierno terminó por prestar atención a lo que escriben y debaten.

Gracias a las redes sociales descubrí el ímpetu de la solidaridad y del espíritu de creatividad de mis compatriotas. Las asociaciones son las primeras en hacerse cargo de la fabricación de los certificados que se otorgan a los grifos para el lavado de manos. Esos certificados son distribuidos en los diferentes municipios de la capital e incluso al interior del país. Cuando se entendió que los cubrebocas son muy útiles para evitar el contagio, todos los costureros de la ciudad se pusieron a tejerlos de todos los colores y de todas las formas.

En todas las cadenas de radio se escuchan canciones y los sketchs de concientización producidos por los músicos y los humoristas. Los creadores de imágenes, es decir, los videastas, cineastas, dibujantes, pintores, diseñadores gráficos y grafiteros no se quedan al margen. En lo que concierne a la literatura, una pequeña editorial llamada Le salon des belles lettres incluso organizó un concurso de nouvelles que culminó en la publicación de una compilación con el título revelador de Alerta.

A decir verdad, nunca se había visto ese espíritu colectivo de ingenio para una causa social dada. Cosa asombrosa: los chadianos que se pensaba que eran totalmente incivilizados acataron sin mucho protestar a las medidas de protección. Lo que es todavía más asombroso es el respeto del toque de queda y la deserción de los lugares de culto y de las funerarias. Menos de cincuenta personas en un cementerio para enterrar a los muertos, es algo que nunca se había visto. El viernes y el domingo, días de oración colectiva des los musulmanes y de los cristianos, se convirtieron en días ordinarios. Se invitó a la gente a que rece en sus casas.

Desde luego, como siempre, hay algunos recalcitrantes que tratan de desafiar las prohibiciones. Un día, la televisión mostró imágenes de un entierro que se llevó a cabo en una localidad al interior del país. Se veía a más de una centena de personas. Cuando alertaron al gobernador de esa región, bajó al terreno con policías. Pillados, no todo el mundo logró huir. Las fuerzas del orden confiscaron motos y carros. Fue necesaria la intervención de los religiosos, quienes pidieron perdón a las autoridades a fin de que se restituyeran los vehículos sin pagar penalizaciones.

Con esas medidas se plantea la pregunta de saber cómo vamos a vivir después. Por un lado, la solidaridad se manifestó en todos lados. Por el otro, la prevención contra la pandemia nos impuso un tren de vida egoísta al cual en absoluto estábamos acostumbrados. Un simple gesto como, por ejemplo, no darse la mano al saludarse era un sacrilegio. La distanciación social obliga, hoy en día, que nadie le dé la mano a otro. ¿Y mañana, qué será? ¿Retomaremos el curso de nuestra vida de la forma más simple del mundo? ¿Tal vez festejaremos el desconfinamiento como verdaderos reencuentros? Quien haya sobrevivido lo verá.

 

 

Yamena, Chad 

Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa