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Raúl Antelo

 

  

Caza de mariposas

Raúl Antelo

 

“Cuanto más me asimilaba al animal en todo su ser, cuanto más me convertía interiormente en mariposa, tanto más adoptaba ésta en toda su conducta las facetas de la resolución humana, y parecía, finalmente, que su captura fuera el premio con el que únicamente podía recuperar mi existencia humana”. En ese fragmento de Walter Benjamin, “Caza de mariposas”, se anticipa el mimetismo teorizado por Caillois y del cual sacaría provecho Lacan para su teoría escópica; las ideas de Wolfgang Paalen sobre animismo que prefiguran observaciones de Lévi-Strauss pero coinciden, igualmente, con el famoso “Axolotl” cortazariano; el concepto de falena (Valparaíso, 1953) propuesto por el poeta Godo Iommi, de tan profundas consecuencias en filósofos como François Fédier, el traductor francés de Heidegger, o Barbara Cassin, tan próxima a Lacan, o la poética (incluso de la traducción) de un artífice mayor como Michel Deguy. La propuesta de Georges Didi-Huberman es, en suma, tributaria de esa corriente muy anterior y que nace de una lectura de lo universal a partir de la cultura latinoamericana, de sus relaciones entre lenguaje y poder. En otras palabras, hay una arqueología local en la logología francesa contemporánea. ¿De qué modo esas categorías pueden ayudarnos a dar cuenta de la complejidad presente? Tal es la cuestión.

En “La identidad inquieta, o la transformación” (2022), ensayo integrante de El humanismo alterado (2023), Didi-Huberman argumenta que la semejanza, operando en la interfaz de naturaleza y cultura, sería nuestro auténtico pensamiento salvaje. Ya desde los escritos de Lucien Lévy-Bruhl, en los años veinte, semejanza y contacto se presuponían, es decir que semejanzas sensibles podían funcionar como matrices de sistemas simbólicos o discursivos. Y aunque el pensamiento salvaje de Lévi-Strauss haya sido inicialmente pensado como una hipótesis acerca del parentesco, enseguida se percibió su juego de isomorfismos y similitudes estructurales, que generaban sistemas de transformación capaces de dialectizar lo particular y lo universal, o mejor aún, la diacronía y la sincronía. Desmaterializada, la semejanza se probaba un mero caso específico de la diferencia, aquel en que la distancia entre los elementos se aproxima del cero, lo cual presentaba la tesis radical, formulada en El hombre desnudo (1971), de total inexistencia de la semejanza, como tal. De esos planteos es tributario Michel Foucault, cuando en Historia de la locura propone un linaje sintomático que pasa por Sade, Goya, Nietzsche o Van Gogh, a los que opone la teoría literaria (muy presente en Las palabras y las cosas) de Mallarmé, Bataille, Borges o Blanchot.[1]

El debate contemporáneo sobre las cuestiones que atañen a la semejanza remonta, en efecto, a los primeros escritos de Roger Caillois. Su concepto de analogía presupone una noción jerárquica de imitación, que si bien desacata el paradigma positivista, hace de la belleza un proceso de reconocimiento orientado por la moral. En Caillois, la analogía abandona lo bello en nombre del mimetismo, que en tanto fenómeno general es postulado como estética de estéticas, poética generalizada a todo lo particular, que funciona como mímesis entre formas que al aparecer lo hacen como ley de su propia transgresión. Ya no se distingue, kantianamente, lo bello de lo no bello, en las formas, sino que esas formas se refieren las unas a las otras y, de su encuentro, nace un desequilibrio formal, implicando una ruptura de la relación jerárquica, implícita en un régimen carismático de reconocimiento.

No obstante, el mimetismo de Caillois es monista, a diferencia del dualismo de Alexandre Kojève y de Georges Bataille. A su juicio, el mimetismo de identificación heteromórfica no cumplía funciones básicamente utilitarias y Caillois no solo llega a afirmar que ese mimetismo es algo voluntario, sino que debe ser considerado un lujo, un instinto de abandono, que puede incluso llevar la psicastenia a la inercia del impulso vital, que es un impulso hacia la negatividad, o a la pulsión de muerte, en términos psicoanalíticos, o sea, lo opuesto al instinto de conservación, una supuesta perseverancia imparable hacia la vida. Este impulso negativo supone una ambición de espacio, lo que Caillois llama psicastenia legendaria, que reposa sobre el principio de attractio similium. El mimetismo respondía así a un impulso mágico y universal, la vieja matriz de Lévy-Bruhl y Mauss, que unía semejanzas sensibles o correspondencias estéticas. Su efecto más evidente era el camuflaje, en el sentido específicamente técnico, no ya de ponerse en sintonía con el fondo, sino, ante un fondo abigarrado, abigarrarse aún más, tal como realiza la técnica de disfraz, en las tácticas de guerra humana.

En su texto sobre el estadio del espejo (1949), Lacan elogiará, en el joven Caillois, su esfuerzo por subsumir el mimetismo morfológico en una obsesión del espacio, de efecto desrealizante, ya que el mimetismo animal era, para la mirada humana, pura pérdida de eficiencia en la individuación, un retroceso de la lógica utilitarista, que permitía la emergencia de la negatividad en acto. No obedecía a un determinismo positivo de causalidad, es decir, a una vida orgánica autónoma y soberana, sino a una experiencia de retorno a lo inorgánico, cuestionando la separación entre organismo y materia, visible en el travesti, el camuflaje y la intimidación.

Sabemos que Walter Benjamin diferenció la experiencia como Erlebnis, simple vivencia, de la experiencia como Erfahrung, experiencia de ruptura. Tanto el concepto de “experiencia interior” de Bataille, como el de mimetismo de Caillois, en los que resuena el ser-para-la-muerte heideggeriano, quieren ofrecer una nueva dialéctica entre particularidad y totalidad, la de uniformidad del mundo y homogeneidad de la naturaleza, lo cual explica el suceso de esa teoría después de Sarduy, de la lógica de la globalización y del debate ecológico. Desde esa perspectiva, se rechaza toda oposición entre naturaleza y cultura, y se prioriza la experiencia psicasténica de pérdida de sí mismo como hecho total. Sin embargo, después de la guerra, la perspectiva de Caillois cambia sutilmente: el lujo ya no se hallaba, como para Bataille, del lado del ser-para-la-muerte y de la perseverancia hacia la despersonalización. En su lugar, las alas de las mariposas tenían la particularidad de organizarse desde una libertad similar a la de los humanos: la disimetría.

El 19 de febrero de 1964, en la sexta clase, “La esquizia del ojo y de la mirada”, de su seminario XI, el de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Jacques Lacan afirma:

 

El problema más radical del mimetismo reside en saber si debemos atribuirlo a alguna potencia formativa del propio organismo que nos muestra sus manifestaciones. Para que esto sea legítimo, sería preciso que pudiésemos concebir por qué circuitos esta fuerza podría encontrarse en posición de dominar, no sólo la forma misma del cuerpo mimetizado, sino su relación con el medio en el que actúa ya sea distinguiéndose ya sea confundiéndose con él. Y por decirlo todo, como recuerda Caillois con mucha pertinencia, tratándose de tales manifestaciones y especialmente de la que puede evocarnos la función de mis ojos, a saber, los ocelos, lo que hay que comprender es si impresionan —es un hecho que poseen este efecto sobre el predador o la supuesta víctima que los mira— si impresionan por su semejanza con los ojos, o si, al contrario, los ojos son fascinantes sólo por su relación con la forma de los ocelos. Dicho de otro modo ¿no debemos distinguir a este respecto la función del ojo de la de la mirada?

Este ejemplo distintivo, escogido como tal —por su lugar, por su facticidad, por su carácter excepcional— no es para nosotros más que una pequeña manifestación de una función a aislar —la de, digamos, la mancha. Este ejemplo es precioso para señalarnos la preexistencia a lo visto de un dado-a-ver.

No hay ninguna necesidad de referirse a no sé qué suposición sobre la existencia de un vidente universal. Si la función de la mancha es reconocida en su autonomía e identificada con la de la mirada, podemos buscar su rastro, el hilo, la huella, en todas las capas de la constitución del mundo en el campo escópico. Entonces nos daremos cuenta de que la función de la mancha y de la mirada es en ella a la vez lo que la gobierna más secretamente y lo que siempre escapa a la captación de esta forma de la visión que se satisface consigo misma, imaginándose como conciencia.

 

En 1937, el gran artista austríaco Wolfgang Paalen, que vivió largos años en México, pinta El Toisón de oro (Óleo sobre tela, Museo Franz Mayer). En su recuerdo del viaje a México, entre abril y agosto de 1938, divulgado por la revista Minotaure (1939), André Breton decía que el axolote formaba parte del paisaje mental de los surrealistas.[2] Ese mismo año, la escritora chilena María Luisa Bombal publica el cuento “Las islas nuevas” (Sur, nº 53, Buenos Aires, febrero 1939, pp. 13–34), suerte de prototexto de otro relato, “Axolotl” de Julio Cortázar (1964), en que una figura femenina, de edad perturbadoramente imprecisa, despierta la atracción de otros hombres, uno de los cuales hojea un libro de geografía:

 

“… Historia de la Tierra… La fase estelar de la Tierra… La vida en la era primaria…”

Y ahora lee “… Cuán bello sería este paisaje silencioso en el cual los licopodios y equisetos gigantes erguían sus tallos a tanta altura, y los helechos extendían en el aire húmedo sus verdes frondas…”

¿Qué paisaje es éste? ¡No es posible que lo haya visto antes! ¿Por qué entra entonces en él como en algo conocido? Da vuelta la hoja y lee al azar “… Con todo, en ocasión del carbonífero es cuando los insectos vuelan en gran número por entre la densa vegetación arborescente de la época. En el carbonífero superior había insectos con tres pares de alas. Los más notables de los insectos de la época eran unos muy grandes, semejantes a nuestras libélulas actuales, aun cuando mucho mayores, pues alcanzaba una longitud de sesenta y cinco centímetros la envergadura de sus alas…”

 

En su ensayo “The New Image” (1941; publicado en la revista DYN en abril-mayo de 1942), Paalen afirma que el trabajo del artista no consiste en representar la realidad, algo que la fotografía de Man Ray, Brassaϊ o Manuel Álvarez Bravo realiza a la perfección; sino en inventar una realidad distinta, proponer un nuevo orden de las cosas a través de la imaginación creadora. Esta potencialidad creativa es lo que Paalen llama “imagen pre-figurativa” y ella le permite inventar espacios imaginarios, en los que se rompen las leyes de lo cotidiano y en los que todo es factible, como en algunos paisajes de Paul Klee, que recuerdan radiografías (recordando que las fotos infrarrojas serían inventadas mucho después). Cuando se pudo fotografiar al viento, éste evocaba un cuadro de Max Ernst, Nageur aveugle. Brancusi en la escultura, Tanguy en pintura anticiparon la aerodinámica y una imagen, que Paalen juzgó ser un óleo tipo 1912 de Kandinsky, acabó siendo una fotografía aérea de un combate en 1941. Las siluetas de muchos dibujos de Arp anticipan logros recientes del camuflaje e incluso Gertrude Stein destacó ese aspecto de camuflaje en el cubismo. Lamentablemente, esos pocos ejemplos se referían a la guerra, pero ¿era tal asociación accidental?  Con esa lógica, Paalen escribe un cuento, “El axolote” (1956-1957), en que, con curioso anacronismo, se alude a un misterioso animal cuya existencia enlaza con antiguas creencias sobre la dualidad y la identidad. Como recuerda Roger Bartra, en la mitología nahua, es la última transformación del dios Xólotl, hermano gemelo de Quetzalcóatl, que huye de la muerte; en el inquietante cuento de Paalen,

 

el axolote es la encarnación de una belleza primigenia en dos atractivas mujeres, Leandra y Leontina, gemelas idénticas. ¿Cómo definir la identidad de cada una de ellas? Ese es el enigma al que Paalen nos enfrenta cuando nos lleva al mundo gótico y porfiriano de una vieja hacienda perdida [la hacienda “Las Almas”], en algún lugar apartado de México. El axolote del relato de Paalen no es la polaridad de los opuestos sino la dualidad que escinde y al mismo tiempo une a dos partes iguales. No hay manera de distinguir a los dos segmentos que son ese par de bellas mujeres a las cuales ni siquiera en la intimidad sus respectivos esposos pueden identificar. En su dualidad el axolote tiene atrapada a la identidad, y la disyuntiva a la que nos expone solo se puede resolver mediante un golpe de dados.

 

En 1966, antes de publicar Las palabras y las cosas, Michel Foucault desarrolla en El discurso filosófico la hipótesis de existencia de la filosofía a partir de la noción de acto propuesta por Nietzsche, lo cual supuso una mutación de lo que el Occidente entendía, no sólo por filosofía, sino también por sus objetos (Dios, el alma, el mundo). Y aunque la disciplina hubiera perdido los objetos que le eran familiares, eso no decretaba el fin o la muerte de la filosofía. Ese momento crepuscular, dada la ausencia de fundamento de sus categorías, se transformaba para la filosofía en promesa de aurora, la de que una nueva riqueza, por la vía del acto filosófico, estaba en vías de nacer, la de la filosofía en los dominios de lo no-filosófico (la filología, las artes plásticas, la salud…). El acto filosófico debía coincidir con una etnología inmanente de la cultura y del presente.[3]

Mucho antes de eso, hacia 1952, y ciertamente también gracias a Nietzsche, lo fortuito también hacía surgir el concepto de “acto poético” de Godofredo Iommi (Buenos Aires, 1917-Viña del Mar, 2001), algo que emerge en medio de la vida cotidiana, lo que obliga a analizar el modo del aparecer, para poder avanzar sobre todos los equívocos que produce la poesía. No hay ya forma y fondo, causa y consecuencia, sino que la cuestión es el modo mismo del aparecer. El rostro, decía Nietzsche, es la máscara. E Iommi se apropia de la idea para transformar el acto poético en una suerte de espectáculo o juego, que tenía como centro, en principio, la poesía moderna, para no quedar encerrada en el marco del poema, como dice en la Carta del Errante (1963), revelando así el debate concreto-abstraccionista de la revista Arturo (1944). El acto poético no era una provocación ni una explosión de sinsentido, sino una manera de poner en acto cierto material artístico, al que de alguna manera se lo hacía “despertar” frente a un público concreto que se incorporaba a la acción. Ocurría siempre durante un viaje, y de este modo, se relacionaba con una operación de desplazamiento en el espacio que tiene un principio y un fin. La phalène, así la denomina Iommi en 1953, era un acto poético que desembocaba en una obra o pieza determinada. Una vez definidos los participantes en la phalène, se entregaba a cada uno una suerte de naipe con una ilustración de carácter más o menos indefinido, que el participante debía interpretar en una frase. El poeta daba luego orden a esas frases e insertaba conectores, produciendo el poema como si se tratara de un collage de sonidos y significados. Un montaje. La idea era que el poeta operara en la interrupción, recibiendo un material dado, al que le daba forma llenando los vacíos y creando un ritmo. Su lugar era por tanto el intersticio, el hiato, revelando, en su atracción por lo fragmentario y azaroso, la huella de Huidobro o del “azar objetivo” de Breton. Las phalènes tuvieron un orden ritual relativamente preciso, y hasta cierto punto, fundamentado teóricamente, destacando la relación entre la poesía y los otros lenguajes artísticos. Durante la estadía de Godofredo Iommi en Europa, particularmente en París, entre 1958 y 1963, el poeta realizó varios de estos actos con un cambiante grupo de artistas latinoamericanos y europeos.

La eclosión de la phalène en Chile en los años cincuenta está vinculada a la presencia allí de un discípulo de Heidegger, Ernesto Grassi (1902-1991) quien, habiendo participado del Congreso de Filosofía de Mendoza (1949), recibió una invitación de la Universidad de Chile, en 1951, para hacerse cargo, temporariamente, del curso de Metafísica, radicándose en el país entre 1952 y 1953. Grassi promovía una lectura humanista de Heidegger y una lectura heideggeriana del humanismo, por lo cual había defendido, en Mendoza, que lo fundamental era conocer la ergon anthropou, la obra del hombre; y, en otra alocución del mismo congreso, sobre la filosofía como obra humana, definió el ergon, la obra, como lo que aparece dentro de ciertos límites. Recordó que los griegos llamaban a las manifestaciones de los sentidos, obras, erga, porque lo que se manifiesta sólo es capaz de aparecer como algo distinto, vale decir, delimitado. Pero si el límite es lo determinante, entonces lo que limita y determina es aquello que también tiene sus límites en sí mismo, y no en otra parte. Aquello que tiene en sí mismo sus límites es, por lo tanto, lo propiamente real, en griego, energeia. Como en griego límite se dice télos, se concluye que energía es en este sentido también entelequia, el tener el límite dentro de sí mismo. Mutatis mutandis, la utopía, como energía, mantiene el límite dentro de sí misma, lo cual equivale a reconocer, en este descubrimiento de la realidad americana, no sólo en Grassi, sino también en los poetas de la phalène, la coexistencia de ciertos elementos que oponen una temporalidad americana, ontológica y casi inmóvil, a una temporalidad europea, pautada ante todo por la experiencia de la historicidad: “Spazio, tempo, parola, arte, tutto acquisisce laggiù nuovamente un significato originario che in Europa abbiamo spesso dimenticato”.[4] Remito a su libro Arte y mito (1957), que reúne ideas a ese respecto.

No podemos olvidar por ello a otros artistas como Carmelo Arden Quin, el pintor Jorge Pérez Román, el diseñador Henri Tronquoy y los poetas Enrique Zañartu, Edison Simons, Jonathan Boulting, Julien Blaine, Josée Lapeyrère y al mayor de todos ellos, Michel Deguy. El primer acto poético del grupo tuvo lugar en el momento de la llegada de Iommi a París, en junio de 1962, en el cementerio de Père Lachaise, frente a la tumba de Guillaume Apollinaire, y consistió en el recitado de un poema del autor de Alcoholes por parte de un actor.

La lógica interna de la poesía como anti-arte, nos dice Iommi en su “Carta del Errante” de la revista Ailleurs (1963), conduce a la pasión de cambiar el mundo. Y la ardiente sed de justicia —sincera y generosa— ha querido saciarse en esta empresa. Entonces la poesía fue doblada por la política —el instrumento que ejecuta todo cambio. Así Marinetti terminó en el fascismo, y Aragón en el comunismo oficial. La fidelidad poética impidió a Breton este género de compromiso, pero no le impidió creer que el “cambiar la vida” de Rimbaud equivalía al “cambiar el mundo” de Marx. Después de ellos sabemos que la poesía es liberadora, que purifica y amplifica la persona humana.

En su libro El arte como anti-arte, Grassi admite basarse en las teorías poéticas de Iommi, llegando a coincidir con él en que uno de los rasgos fundamentales de la poesía actual es la proclamación constante del abandono e incluso del sinsentido de la literatura, entendida como la única expresión de la poesía en tanto que actividad poética.

 

La obra fundamental del poeta es para Rimbaud la existencia poética, de modo que el poema sólo es un elemento de su actuación: el poeta tiene que entregarse al despliegue de toda la realidad, hasta que ella (y por tanto también él) haya alcanzado su consumación. El poeta se convierte así en un trabajador; Rimbaud vivió por completo esta experiencia. «La acción poética, en la medida en que se experimenta y realiza en la propia existencia, conduce a otras formas que las del lenguaje de un poema» (Iommi). “Point de cantiques: tenir le pas gagné”, se dice Rimbaud a sí mismo como poeta.[5]

 

Esta oscilación entre “cambiar la vida” de Rimbaud y “cambiar el mundo” de Marx es el abrir y cerrar alas de la phalène. La idea de Iommi es que la nueva obra de arte o de poesía debe pensarse bajo la forma del acto. Breton habría dado un paso decisivo al señalar que esa imaginación, que es constitutiva del ser humano y que es el único instrumento del que dispone el artista, no debía quedar simplemente contenida en la obra, sino que debía hacerse acto, porque el acto está dotado de un poder de irradiación de luz al que cualquier glosa, por ligera que sea, siempre debilitará. El acto poético propone, en suma, suspensión de la incredulidad y entrega a sus propias reglas, como en el juego. No cuenta tanto la creación, sino la donación. El sentido de entrega o donación del acto poético se afirma en la jerarquía que hay entre quien da y quien recibe, ese juego de revelación de lo ordinario, en tanto que ordinario, por medio de lo extraordinario, lo cual incluye la valoración del error o la resignificación del fracaso. El error y el fracaso son los que permiten la apertura y el éxito; del mismo modo, la verdad, cuando es completa, cierra, finalmente, las posibilidades y eso es fatal para el arte, que necesita del error. Error, errar, errancia. La phalène tiene un objetivo, un punto de llegada. No es una deriva situacionista. Es un viaje errado, fallido, pero no errático, gratuito.

Una de las más jóvenes participantes de los actos poéticos de Iommi era la filósofa Barbara Cassin. A través de Levinas (En découvrant l´existence avec Husserl et Heidegger), es decir, de una metafísica de lo Mismo, cuya esencia es retornar al origen común y posicionarse contra el mito de Ulises de vuelta a Ítaca, tal como en la saga antimoderna de Adorno y Horkheimer, Cassin piensa el lenguaje a partir de Abraham abandonando para siempre su patria. Dos paradigmas, por lo tanto: la nostalgia o la tierra prometida. El historiador de la filosofía Ruedi Imbach nos mostró, en “Ulysse, figure de philosophe” (en Dante, la philosophie et les laïcs, 1996), que Dante fue el pionero en invertir el simbolismo porque ese nuevo Ulises es un emigrante que no quiere desandar el camino. Cassin retoma el argumento y concluye que Dante lo coloca a su héroe en el infierno porque, a diferencia de Eneas, Dante desacata a la razón y abre espacio a la fe. Es un Ulises polutropos, que dibuja, para Cassin, dos políticas de la lengua: la griega, inolvidable, y la latina, imperial. Dos tipos de hegemonía: cultural y política. Y en consecuencia todas las otras, consideradas idiotas, i.e. apolíticas y bárbaras, o sea, incultas, que hablan de sí mismas. Es a partir de ese punto, concluye Cassin, que, por diferencia o congruencia, debemos repensar las políticas lingüísticas contemporáneas.[6] Y esa lección, según la misma Cassin, la aprendió de Iommi:

 

L’absence de majuscule aux grands noms communs (poésie, pensée, rencontre, constellation, jeu, et donc phalène) est restée pour moi la condition du bonheur, faisant notamment que la famille est un bonheur et l’allemand une langue étrangère. J’ai tout appris de cet égard pour l’absence de majuscule. J’ai appris :

1. Qu’intriqué dans l’enthousiasme du monde, on a tout son temps pour aller vite. Cette conjonction de la disponibilité et de la vitesse fait que tout est possible.

2. Qu’il suffit d’être autour de quelque chose et non autour de quelqu’un pour avoir du pouvoir.

3. Que cela ne préjuge en rien du rapport aux mots.[7]

 

Cassin propone entonces su intervención, su acto, como doxografía. Y explica:

 

El primer sentido de doxa es la espera, la expectación, aquello que se espera que ocurra. Dokei moi quiere decir “me parece”, y los primeros usos en Homero, en Píndaro, son usos para-dojales en sentido estricto, donde se trata de lo que aparece apo doxes, “contra toda expectativa”. Doxa es de la familia de dekomai / dekhomai, que significa “recibir”, “acoger”, y doxazo quiere decir “imaginar», “pensar”: de ahí el latín docere, “hacer admitir”, “enseñar”. ¿Por qué entonces doxa es un término ambivalente?

 

Para caracterizarlo de modo sumario, Cassin pasa por el alemán, subrayando la ambivalencia varía de Schein a Erscheinung. El aspecto objetivo del Schein constituye la “apariencia engañosa” [apparence trompeuse], el “fingimiento” [faux-semblant]; su aspecto subjetivo es la “conjetura”, la “alucinación”, el “error”: la “opinión” en tanto no confiable. En cuanto a la Erscheinung, pensada con relación a un objeto, es sólo una “bella apariencia”, la fuerza de la “manifestación”, su plenitud y, cuando este objeto es una persona, se celebra su “buena reputación”, su “gloria” y hasta su “esplendor”. Giorgio Agamben se vale de esa misma ambivalencia, la de que doxa es el término utilizado en la traducción de la Biblia para designar la gloria de Dios, para hablarnos de El Reino y la gloria. Pues suponiendo que se pueda pensar la Erscheinung “subjetivamente», se trataría entonces de una “opinión verdadera”, de la “opinión establecida”; en suma, de la opinión de aquellos de quienes se tiene buena opinión, la opinión de la gente respetable [convenable] porque no olvidemos que doxa es de la familia del latín decet, “conviene”, del que deriva nuestro decente.[8] En otras palabras, la doxografía se construye gracias a la tensión Heimlich / Unheimlich, que imanta el sentido aturdito de todo texto, aquello que, para Jean-Luc Nancy, enlaza a Dante con Lacan.

 

La philosophie s’y trouve confrontée à elle-même de manière fort étrange: ayant ouvert à l’Éros sa course occidentale elle semble l’avoir aussitôt délaissé pour ne le retrouver que bien plus tard dans une “joie” désormais nommée “jouissance” par Lacan mais dont ni la philosophie elle-même, ni cette métamorphose de la philosophie nommée métapsychologie, n’ont percé le secret -l’ayant bien plutôt confirmé dans sa nature de secret. Non pas toutefois au sens du caché, du maintenu dans l’obscurité, mais bien plus au sens de ce qui éclaire en tant qu’origine même de la lumière.[9]

 

Veamos un ejemplo que nos atraviesa. Ars es, en su origen, sinónimo de orden, de virtus. Se vincula, como en inglés o alemán, al brazo, tanto como, en griego, a la harmonia (lo que está bien conjuntado) y el vocablo latino arma es un dispositivo que se adapta al cuerpo, en oposición a tela, armas arrojadizas. El verbo griego ararísko significa ajustar, adaptar, armonizar, con lo cual, concluiríamos, arte guarda alguna relación con el latín artus, que significa articulación, junción, disposición. Asociar Ars con Eros (que significa desarreglo) es, abiertamente, un abordaje glosolálico que nos revela la falta de fundamento del lenguaje y activa de ese modo la diferencia. Barbara Cassin toma, precisamente, de Jacques Derrida dos premisas, el “más de una lengua”, es decir, inexistencia de lo universal homogéneo, y el “la lengua no pertenece”, para proferir un tercero, “hay lenguaje” (= “hay lucha”). Derrida lo ilustra argumentando:

 

Celan no era alemán, el alemán no era la única lengua de su infancia y no escribió sólo en alemán. Sin embargo, hizo todo lo posible, no diría que para apropiarse la lengua alemana, ya que lo que sugiero es que uno no se apropia una lengua, sino para soportar un cuerpo a cuerpo con ella. Lo que intento pensar es un idioma (y el idioma quiere decir justamente lo propio, lo que es propio) y un registro en el idioma de la lengua que hace al mismo tiempo la experiencia de la inapropiabilidad de la lengua.[10]

 

Tan próximo de Iommi como de Derrida, Michel Deguy no se pautó por la simplista identidad “A es A”, ni por la dialéctica “A no es A”, en que A difiere de sí misma y no puede ser reducida a su existencia inmediata ni ser identificada con su propio ser. “Le poème imminent ou futur —confiesa Deguy a Michel Collot en una entrevista de 1992— est le tombeau de la circonstance”. Ha pensado, no obstante, “A sin A”, que consiste en pensar la posibilidad misma de la desconstrucción, tomando en consideración las posibilidades de materialización de esa postulación diferida. Y entonces, se pregunta Deguy: ¿qué queda después de ella? A su juicio,

 

la paradoja de Mallarmé con su negación de la negación (la aparición deviene ahí “extática impotencia que ha de desaparecer”), en su aposición cerrada de contrariante oxymórica parecida a la fase de asalto de una lucha de arbotantes posee un resorte exaltante: si es una forma que “da que pensar”, es una que permanece muy alejada de una neutralización paralizante.[11]

 

La poesía de Michel Deguy bebe en Iommi la idea de errancia y travesía (“CIl traversait. Avec du logos, du polyglottisme, de la polyglossolalie. Il frayait le gué avec des pierres de langues différentes”). Se aproxima así del silencioso decir de los poetas místicos, donde, a pesar de toda contradicción, constatamos la voluntad de conocer y de reconocer, porque, como también en los grandes poetas modernos latinoamericanos, Vallejo, Borges, Huidobro, Mário de Andrade, Girondo, Octavio Paz o Haroldo de Campos, “toda voz quiere ser oída de nuevo”.[12] Más aún, la caída de la metáfora presupone desproporción: “La disproportion tient en échec une pensée ontologique de la Dikê, de l’ajointement”.[13] Es su ars, su artus.

Queda claro que, en ese punto, Deguy se aproxima no sólo a Derrida, sino también a Deleuze, en cuanto al problema de la diferencia, aunque con matices contrastantes, sin embargo. Retomemos la hipótesis de Jean-Luc Nancy. En Deleuze, la diferencia difiere de sí como lo virtual de lo actual: lo primero es la potencia —pero no la simple posibilidad, calco retrospectivo de lo real, según la lección de Bergson— de creación, es decir, la actividad de la novación (más que de la novedad) como condición de un devenir que no va hacia un término, sino hacia sí mismo, esto es, hacia su propia diferencia. Este devenir implica una temporalidad, pero no la temporalidad rectilínea que va de T a T’. Se trata, por el contrario, de una temporalidad múltiple, heterogénea, abierta al afuera de la sucesividad o de la simultaneidad del tiempo cronológico. El devenir sólo se dirige hacia su propia diferenciación como inflexión y corte del tiempo crónico. Es allí, en cada punto de flexión de la diferenciación, que se cristaliza un devenir como venir a sí, por así decirlo, de la diferenciación misma (es decir, cada vez de tal diferencia o diferenciación de diferencialidad).

En Derrida, en cambio, différance impide al ser de la diferencia llegar a término. No sólo no se trata en principio de diferencia entre términos, sino que la diferencia misma no puede terminarse: es ella misma su fin, y eso no constituye un término, es decir que la diferencia no se identifica. Precisamente por ello “el aparecer de la diférance infinita es finito él mismo”. La finitud es el aparecer de la infinidad según la cual la diferencia difiere y se difiere. Pero el aparecer, si lo entendemos aquí según el valor más fuerte y, en cierto sentido, menos fenomenológico (el de parecerse a un sujeto) de la palabra: el aparecer, como el de los actos poéticos de Iommi, es el venir en el mundo, el venir al mundo y el hacer-mundo. Por lo tanto, se implican allí también la contingencia de esta venida y la partida que es su correlato. La muerte no como el deceso al cabo de la vida sino como el partir inscripto en el venir, es decir, nuevamente como la différance del ser en cuanto puesto en juego en el existir.[14]

Digamos, por último, que Georges Didi-Huberman bien podría, con Cassin o Deguy, apropiarse de la palabra de orden de Iommi, Dante o nada, porque, recordemos, su reflexión sobre la sobrevivencia se abre evocando que, mucho antes de hacer resplandecer, en su escatológica gloria, la gran luz (lume) del Paraíso, quiso Dante reservar, en el vigésimo sexto canto del Infierno, una suerte discreta pero significativa función a la pequeña luz (lucciola) de los gusanos relucientes, de las luciérnagas. En el Paraíso, la gran luz se extiende por todas partes en sublimes círculos concéntricos, como una luz de cosmos y de dilatación gloriosa. En los estratos bajos, por el contrario, las lucciole erraban débilmente, como una pequeña luz sombría. Cuando se reporta a Pasolini, Didi-Huberman lo hace pensándolo a Pasolini y a su entorno como miembros de un tiempo devorado, sometido o reducido por las diferencias formadas por las luciérnagas.

Pero hay más. Sabemos que el aumento del uso de diodos emisores de luz, las comunísimas lámparas LED, provoca que todos los cuerpos celestes sean cada vez menos visibles, a razón de casi 10% menos a cada año. Ese aumento amenaza por eclipsar la mayoría de las estrellas. Aún así, en lo más profundo de la noche contemporánea, Didi-Huberman todavía cree que somos capaces de captar el menor resplandor, y es la expiración de la luz lo que aún resulta visible en esa estela, por más tenue que sea. Leer es captar esas estelas. Somos nosotros, los lectores, cazadores de mariposas, los que debemos transformarnos en luciérnagas, en la brecha abierta entre pasado y futuro y así volver a formar una comunidad del deseo, la llama así, entonces, con un concepto que, en uno de sus últimos libros, redefinirá como una comunidad pautada por hechos de afecto, un común de fulgores emitidos que, a pesar de todo, tiene un pensamiento por transmitir. Las imágenes-luciérnaga son imágenes al borde de la desaparición, enmudecidas por lo intempestivo de la huida, pero siempre cercanas para quienes intentan lo imposible a riesgo de su propia vida.[15]

 

[1] Georges Didi-Huberman, L´humanisme altéré. La ressemblance inquiète I, Gallimard, París, 2023, pp. 9-30.

[2]“Au blason du surréalisme figurent au moins deux animaux spécifiquement mexicains: l´héloderme suspect et l´axolotl rose ou noir”, André Bretón, “Souvenir du Mexique” en Minotaure, nº 12-3, París, 1939, p. 41.

[3] Michel Foucault, Le discours philosophique, Seuil, París, EHESS, Gallimard, 2023.

[4] Ernesto Grassi, Viaggiare ed errare. Un confronto con il Sudamerica. Cristina de Santis (trad.), La Città del Sole, Nápoles, 1999, p. 27.

[5] Ernesto Grassi, Arte como antiarte: Ensayo sobre la teoría de lo bello en el mundo antiguo, Presentación de Emilio Hidalgo-Serna, traducción de Jorge Navarro Pérez, Anthropos Editorial, Barcelona, 2016, p.21.

[6] Barbara Cassin, “La Nostalgie” en Ce que peuvent les mots, Philosophister, París, 2022, p. 664.

[7] VV.AA., Godofredo Iommi (1917-2001), Belin, 2001.

[8] Barbara Casin, Jacques, el sofista : Lacan, logos y psicoanálisis, Manatial, Buenos Aires 2013, pp.18-19.

[9] Jean-Luc Nancy, Sexistence, Galilée, París, 2017, pp. 28-9.

[10] Jacques Derrida, “La langue n’appartient pas”. Entrevista a Évelyne Grossman, Europe, nº 861- 862, enero-febrero, 2001, p. 83.

[11] Michel Deguy, “De la contemporanéité. Causerie pour Jacques Derrida” en Le Passage des frontières, Galilée, París, 1994, p.84.

[12] Ídem., Ouï dire. Paris, Gallimard, 1966, p. 12.

[13] Ídem., A ce qui n’en finit pas, Paris, Seuil, 1995, n. p.

[14] Jean-Luc Nancy, “Las diferencias paralelas: Deleuze y Derrida” en Por amor a Derrida, Mónica B. Cragnolini (comp.), La cebra, Buenos Aires, 2008, p. 259

[15] DIDI-HUBERMAN, Georges – Supervivencia de las luciérnagas. Madrid, Abada, 2012.