Escribo bajo el follaje de grandes almendros, adosada a la noche, en este cuarto. Cercada, de lejos, por un seto de bambúes que tamiza la gran algarabía que asciende de la parte baja. No decidí vivir en Haití por mero militantismo indigenista, el único que me autorizaría a hablar con la verdad. Tampoco me hubiera ido al extranjero por el anhelo de un suplemento de alma que sólo el estar afuera garantizaría. Sucede que desde este lugar, donde nací, miro al mundo con mayor frecuencia. Aquí, cuando cae la noche, espero la ausencia y lo invisible, fantasmas y divinidades, diablos y brujas, arcángeles y querubines. Diablos, brujas, querubines y arcángeles que llegan desde las aguas subterráneas de la infancia, del agua que está más allá de las nubes, de las ventanas cerradas de las ciudades, de la sangre derramada sin redención, de los grandes mares, de las pequeñas nadas, de las meceduras imperceptibles de los cuerpos que se aman. Escribo de regreso de esos viajes para experimentar esta extrañeza entre mis muros.
En este lugar, en esta isla, viví el confinamiento “oficial y nacional” que, a diferencia del dispositivo que se montó en las grandes metrópolis de Occidente, nunca tuvo lugar y sólo involucró a unos cuantos “occidentalizados”, de los que formo parte. Más allá del muro de la parte baja de mi cuarto, el virus se dirigió rápidamente hacia una población que escapa al control “oficial y nacional”, ajena a todo distanciamiento físico y social. Trazo estas palabras en el cruce de ambos confinamientos.
La escritora que soy siempre ha vivido en un confinamiento voluntario, desde que hice de las palabras una de mis maneras de estar presente en el mundo, y del silencio, mi cielo. Aquí, por las noches, gano mi silencio-cielo cuando saco a las palabras de su gramática, de su lengua, cuando se las arranco a todos y a todas, a todo lo que, durante el día, impide, obstruye la savia, la sangre, la magia.
Hay que saber sortear el confinamiento voluntario, que es otra manera de nombrar a la soledad, y exponerse al mundo. “Establecerse fuera de uno mismo, al borde de las lágrimas y en la órbita de las hambrunas, con los otros, muy cerca de ellos, si queremos que se produzca algo fuera de lo común”.[1] Todos los días tomo de sus manos bellezas y heridas, me alimento de ellas, pero el mundo me deja con hambre. Una noche de noviembre llegué a no dormir, después de escuchar en la radio a una mujer que escapó a la masacre de La Saline, un barrio popular de Puerto Príncipe, llorando por su hijo muerto, su hija violada y su hermano desaparecido. O bien, por el conteo de muertos en el norte de Italia, o en la ciudad de Nueva York. Estos días no he podido apartar la mirada de El jardín de las delicias, el tríptico de Jerónimo Bosch, una metáfora vertiginosa capaz, me parece, de sostener a todo un mundo. También retomé la prosa de Yanick Jean que honora a la embriaguez y hace titubear a la sintaxis y al léxico, “Entonces, poseo todo. En mi sueño instalado. En su fuerza retirada… El movimiento del corazón, sus solemnes alimentos dispuestos en las mesas de la infancia retardan la caída de mis sueños…”.[2]
Y aquí estoy, a la vez saciada y agradecida, afectada y abatida. No es el vientre el que solicita ese pan, sino un hambre que viene de mucho más lejos. De mi tierra natal. Mi hambre es la del fin de un mundo que tantos se encarnizan en volver inhabitable. De mi tierra natal. Mi hambre data de hace más de doscientos años. Y siempre las mismas preguntas sobre la habilidad de unos cuantos para aplastar y saquear, siempre, y aún más, millones de vidas. Que permanecen incambiadas, intactas.
Cuando a fines de 2019 publiqué un artículo bajo el título “Le Monde m’émeut” (“El mundo me subleva”), estaba lejos de imaginar que una pandemia se vendría encima en 2020 y que se reavivaría esta necesidad urgente de reencantar. Al evocar el terremoto de 2010 en Haití, para abrir mi década personal, subrayé que el metabolismo del mundo sigue silencioso y lejano, al grado de que los acontecimientos de ese tipo vienen a recordarnos que la tierra vive. Que tiene una edad, que atraviesa por ciclos. Que, una vez surgida de esa extraña sopa bioquímica, la vida se disemina. Y el tiempo comienza su lento trabajo de devoración. Russell Banks evoca la necesidad del heroísmo: “continuar, simplemente seguir la propia existencia, con esa entropía allí, acechando, de pronto adopta un aire de heroísmo antiguo y como bíblico”.[3] Sin embargo, los incendios de los bosques, las inundaciones, el derretimiento de los glaciares y el ascenso del nivel de las aguas no dejan de recordarnos cuánto les hemos echado la mano a los ángeles negros de la entropía. Nosotros mismos cargamos los dados, y andamos por el mundo, orgullosos y ciegos, olvidando que no somos sino uno de los últimos surgimientos de lo viviente. No sospechamos que lo viviente nos acecha. Que ya existía antes de nosotros, y que nos sobrevivirá. Al despejar el espacio para colocar planchas de concreto, almacenar, calibrar y cifrar al mundo sin ningún freno, perdimos, al mismo tiempo, la mesura de la especie. Los últimos datos acerca del retroceso de la diversidad de lo viviente y a la vez, del poder de lo viviente que nos rodea, deberían, sin embargo, llamarnos a la modestia y a la escucha.[4] A una apertura hacia lo otro, “invisibilizado” por la devoración. Porque esta locura también es el despliegue de un individualismo furibundo, cada uno encerrado en sí mismo y consumiendo hasta el vértigo.
El modelo dominante descansa en la idea de un progreso ininterrumpido y de un consumo compulsivo, infinito, de bienes que serían los únicos que garantizarían la felicidad. Recordemos Le Mondain, ese poema de Voltaire siempre me ha parecido una de las primeras odas a esta sociedad. Tres versos lo dicen todo: la devoración del mundo pasa, inevitablemente, por la colonización, de la que depende la felicidad consumista de unos cuantos.
“Lo superfluo, cosa muy necesaria,
Unió ambos hemisferios
…
El paraíso terrenal está donde yo me encuentro”.[5]
Por echarle la mano a los ángeles negros de la entropía, algunos nos han hecho entrar al Antropoceno, la especie humana se ha convertido en el elemento más perturbador de la biósfera. Entonces, el metabolismo del mundo del siglo veintiuno incubaba ese virus que nos recuerda que tenemos una cuenta por pagar por ese desequilibrio, por ese optimismo bobo, por ese individualismo furibundo, por esa modernidad arrogante. En este sentido, se puede entender a la actual crisis sanitaria como el indicador más nítido de una crisis de civilización.
La muerte de George Floyd vino a recordarnos que la devoración, en su despliegue, también necesitó al racismo para justificar su voluntad de dominación del mundo. Comparto la rabia de las y los que, en Estados Unidos y en Europa, en Mauritania o en Libia, sufren violencia a causa del color de su piel. La historia de Haití es una extrañeza, una anomalía en la historia del mundo moderno (una victoria, a principios del siglo diecinueve, sobre la esclavitud, la colonización y el capitalismo). Cuando observo la muerte de George Floyd en Estados Unidos, o la de Adama Traoré en Francia (ya imagino los gritos de las y los que encontrarán abusiva la comparación, pues Francia, para ellos, no es racista, sólo Estados Unidos), y me digo una vez más que no lamento nada de esta anomalía. A pesar de los índices del FMI y del Banco Mundial, concebidos por esas potencias exteriores, que en realidad no miden sino las desgracias que nos han infligido con la complicidad activa de nuestros dirigentes. El “fracaso” es consustancial a la desmesura de la anomalía. Combatimos a esos enemigos, sobre todo a los del interior, a los de este lugar, nuestro. Y este combate data de hace doscientos dieciséis años. No es fácil sostener un combate durante tanto tiempo, y eso nos convierte en lo que Césaire llamó, en La tragedia del rey Christophe, “un país de conmociones”. Con todo, esa increíble duración nos confiere una ventaja en la comprensión de algo que ya hemos visto, que ya hemos vivido en este mundo, y, de entrada, nos coloca en un pie de igualdad ante todos, incluso los más grandes. La mayoría de nosotros lleva ese sustrato que atraviesa, con nosotros, las fronteras, las aguas, los cielos y el tiempo.
También conviene recordar que, al observar las historias humanas en la larga duración, vemos surgir, regularmente, el fenómeno de la epidemia. Recordemos a las del imperio romano, de la Edad Media, y a la que devastó a los amerindios en el Caribe, a la llegada de los españoles. Esas epidemias coincidieron, con frecuencia, con el fin de una época.
A ritmo lento y en una solidaridad intergeneracional y comunitaria, viví, entre mis muros, el declive de mi madre hasta su muerte. Su partida me dejó desnuda y vulnerable. Sin embargo, al ver cómo mueren las personas de edad en las ciudades civilizadas, la ausencia física de amor (te toco porque te amo), la soledad y la angustia en las que la pandemia ha aprisionado a muchas de ellas, valoré mi suerte y la encontré inmensa.
En esta isla donde vivo la posibilidad de la muerte es constante. La vida y la muerte se dan la mano. Más allá de las imágenes intempestivas de los noticieros que cubren muertes violentas, urbanas y políticas, la posibilidad de la muerte se reconoce en la presencia de tumbas cerca de las viviendas, en el campo, en los altares dedicados a las divinidades y a los muertos, en las casas, y en los rituales para los muertos que puntúan la vida cotidiana. También se advierte en la breve esperanza de vida a causa de las condiciones de extrema pobreza. Sin embargo, los asaltos insistentes de quienes se encarnizan en romper a las comunidades, arrinconadas en la pobreza, forzadas a una urbanización inhumana, no han borrado su andamiaje simbólico, aunque lo hayan afectado sensiblemente.
Esa mezcla de vida y muerte es lo que sube con la algarabía, detrás de los bambúes y del muro de la parte de abajo de mi cuarto. Aunque las carencias y las desgracias hayan matado algunos sueños (la miseria humilla), no han apagado, debajo del champiñoneo (no sé si exista esta palabra) de techos, ni la convivencia, ni esa alegría intacta, que no tiene nada qué ver con la felicidad consumista y exhibicionista. El confinamiento oficial y el toque de queda, que apenas duraron unas semanas, sólo reforzaron esa presencia continua de unos con otros. La vida nunca había sido tan profusa, densa, exuberante. Los jugadores de dominó golpeaban sus fichas hasta más tarde, por las noches, el pastor redobló sus sesiones de oración, y el antro improvisado arrasaba desde la tarde. Solo Follow Jah, la banda à pied[6] renunció a sus ensayos y salidas. Aún recuerdo el júbilo de unos niños privados de sus escuelas durante semanas. Al llegar las primeras lluvias de abril, sus gritos subían en medio de risas “Lapli, lapli”.[7]
Las mujeres y los hombres que llegan del campo también traen consigo la idea de que las fuentes están habitadas, de que los árboles tienen aliento, de que el viento lleva una palabra, de que estamos juntos como los dedos de una mano, y de que las plantas curan. No he visto a nadie llevar un cubrebocas tras ese muro. Y es por algo. Lejos de los intercambios de los grandes circuitos turísticos internacionales, el virus confrontó a esos hombres y mujeres recientemente urbanizados, sobrevivientes de decenas de oleadas de fiebres curadas con la farmacopea tradicional, y, sobre todo, en ausencia de una infraestructura sanitaria suficiente y equipada. ¿Sabremos aprender algo de esto?
Debería pensar en una descompartimentación entre yo y los del otro lado del muro. Ellos deben envidiar mi casa grande, con jardín, mi silencio, y por mi parte, no sé qué los hace tan-alegres-a-pesar-y-contra-todo, pero quiero eso. Deberíamos construir pasarelas entre los que tienen, en otras partes, y los que no tienen, entre los que han soportado la devoración en sus lugares, los que han sufrido su forma extrema, que es la colonización, y quienes han infligido esta devoración, y la infligen aún. Pero somos huérfanas y huérfanos de tantas utopías, y nos hemos vuelto reticentes a la esperanza. En medio de la debacle aún mantenemos las mismas certezas.
La función de la utopía es la de sostener esa tensión entre lo real y los posibles. Dejo a los economistas, ambientalistas, agrónomos y científicos la tarea de proponer una industrialización respetuosa, de volver a una agricultura que no degrade a la tierra, a los animales y a los humanos. Si no hubiera un “después” de la pandemia, si no se presentara ningún sobresalto, que es lo que, a grandes rasgos, se deja ver, ¿podríamos, todavía, reencantar al mundo? ¿El arte, la poesía, la literatura, la música, la danza tendrían todavía el poder de hacerlo por sí solos? Lo dudo.
Tal vez escribir sea el último recurso, para algunos, de los que formo parte, para plantarse ante los ángeles negros, y ponerles una barrera, dentro y fuera de nosotros. Aunque sólo fuera para retrasar una victoria que algunos consideran ineluctable, porque “así es el mundo”.
Pétion-ville, Haití – Plantation, Estados Unidos
Traducción del francés de Conrado Tostado
[1] René Char, Fureur et mistère.
[2] Yanick Jean, La fidelité non plus.
[3] Russell Banks, Continents à la derive.
[4] Yanick Lahens, “Le mondem’émeut” en el diario Le Monde.
[5] Yanick Lahens, “Le partage du peu”, en la revista Esprit.
[6] Orquesta ambulante de metales y percusiones, seguida, en las calles, por una muchedumbre de bailarines espontáneos (n. del t.).
[7] Transcripción fonética del habla de niños que gritan “La pluie, la pluie” (“la lluvia, la lluvia”).
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