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Utopía y distopía en el tratamiento de la lepra en la Argentina del siglo XX: las formas físicas del aislamiento

Utopía y distopía, o la inmunidad de la comunidad

En la Argentina, la lepra o Mal de Hansen sigue siendo una enfermedad endémica, aun cuando el número de casos haya experimentado un profundo descenso en los últimos años, hasta llegar a valores limitados: entre 1998 y 2008 los pacientes en tratamiento pasaron de 3.141 a 772, dentro de zonas muy acotadas del territorio nacional.[1] En 2015 el número de pacientes en tratamiento era de 426, siendo el mayor problema la cantidad indefinida de enfermos que no fueron diagnosticados y que, por ende, no reciben tratamiento.[2] Como en otros contextos, las discapacidades físicas implicadas por esta enfermedad lograron ser atenuadas significativamente tras producirse cambios paradigmáticos en los tratamientos empleados desde la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, siguieron sustentándose representaciones ancestrales sobre el carácter endémico y los efectos del mal.

Durante buena parte del siglo XX, cuando lo inexorable del mal no tenía atenuantes en número y padecimiento, la lepra alcanzó un inédito estado público en la Argentina y, al hacerlo, potenció aquellas viejas representaciones que cobraron un protagonismo trascendente a cuestiones estrictamente científicas.

Abordaremos aquí aspectos referidos al modo en que el aislamiento (entendido como la única solución posible) impuso una tajante respuesta: si la lepra no podía ser erradicada, debían perseguirse a los leprosos pobres para separarlos de la población, a la que se protegería entonces inmunizándola de posibles alteraciones en su estado de “normalidad”. Así se establecía una frontera entre el interior y el exterior a través de un criterio de inmunidad interpuesto entre el cuerpo social sano, idéntico a sí mismo, para evitar que fuera expuesto a una contaminación que lo pusiera en riesgo de ser devastado.[3]

La lepra ponía en riesgo a la comunidad y, dentro de ella, a la deseada homogeneidad colectiva, connotada desde el poder público con los beneficios productivos que podían esperarse. Ellos fueron asociados, desde comienzos del siglo XX, al potencial atribuido a la población en términos de salud y de “raza”, para constituirse en una gran utopía de las sociedades modernas.

Una breve digresión nos permitirá recordar que la noción de utopía —gestada por el inglés Tomás Moro para titular su obra publicada en 1516— reunió dos vocablos griegos, u: no, topos: lugar, dando origen a un género literario, pero también a formas de aproximarse a la realidad desde un desplazamiento hacia la imaginación para gestar allí alternativas superadoras con las más diversas derivaciones. Estas alternativas eran tantas que se disolvieron límites temporales para abarcar expresiones anteriores por varios siglos a Moro, hasta naturalizarse de tal modo que no parece lógico poner en duda que Platón haya sido el primer utopista de la cultura occidental. No obstante, también la utopía —que a menudo entrañó un ideal de sociedad perfecta y justa, donde los males que atañen al individualismo dejan lugar al bienestar colectivo— tuvo entre sus derivaciones a su radical negación: la distopía. El origen de este término se remonta a la segunda mitad del siglo XIX, cuando fue instalado en la Inglaterra victoriana por John Stuart Mill, y pronto canalizó el interés por tematizar de manera ficcional una sociedad indeseable en sí misma.

Utopía y distopía comparten la misma raíz etimológica y también el mismo origen en su enunciación en la Inglaterra moderna, cuya condición insular revela al respecto un rasgo significativo: la isla también es un refugio que alienta un individualismo reforzado por la administración del “principio de escasez”, como el que Malthus estableció para un territorio limitado donde la población crecía geométricamente y los alimentos aritméticamente. Ello también estimuló el anhelo por aprehender otros espacios y, así, el lugar que no existe —pero sería deseable que existiera— tanto como el mal lugar del que nadie quiere estar cerca. fueron proyectados imaginariamente por aquellos pensadores ingleses sobre el mismo soporte geográfico que es la isla. Aquella a la que se desea llegar o la que reúne todo lo indeseable.

En cualquier caso, se trataría de una tendencia a reducir la complejidad humana por efecto de un plan homogeneizador que satisface deseos íntimos de quien proyecta sobre este el propósito de formar parte de algo incomparablemente bueno, o de expulsar allí todo lo incomparablemente malo.

En relación a estas ideas podemos recordar una propuesta de Monseñor Antonio Quarracino, la figura más destacada en la iglesia católica argentina en la última parte del siglo XX, desempeñando el cargo de Arzobispo de Buenos Aires, donde precedió a Jorge Bergoglio (hoy Papa Francisco). En 1994 Quarracino creyó poder “aislar”, literalmente, el “mal” de la homosexualidad. Para ello propuso crear “una zona grande para que los gays y lesbianas vivan allí, que tengan sus leyes, su periodismo, su televisión, hasta su constitución. Que vivan como una especie de país aparte, con mucha libertad. No va a ser necesario que se pongan caretas como lo hacen cuando van a una manifestación. Pueden hacer manifestaciones día por medio. Pueden escribir, publicar”. Aclaraba que eso era una “discriminación a favor de la libertad”, que estaba dirigida a limpiar “una mancha innoble del rostro de la sociedad”.[4]

Aquellas palabras pronunciadas en tiempos en los que dejó de funcionar la última colonia de aislamiento de leprosos en Argentina revelan también la prolongación de un tipo de imaginario utópico sobre un universo de “otredad”, aquel en el que queda inscripto quien se aparta de la normalidad y amenaza con alterar un estado de homeostasis social por el contagio de su mal. Y ese apartamiento de la normalidad, del que debía ser inmunizada la comunidad que se reconoce a sí misma como “sana”, se articulaba con las consideraciones que suscitó la lepra, desde una repulsión ancestral que, en uno u otro caso, la “enfermedad” generaba por ser atribuida a un castigo divino motivado por el pecado sexual. En ese momento, el final de una etapa de aislamiento forzado de leprosos coincidía con los intentos de recrear las estrategias que habían sido desplegadas sobre ellos, para hacerlas partícipes de las nuevas formas que asumía la “perversión” sexual en la sociedad. El poder de la imagen —desnaturalizada— de la representación bíblica del hombre y la mujer permitía producir el desplazamiento del cuerpo mutilado a la inversión del género dado, para que aquella ejemplar expiación hacia unos tuviera un correlato en la acción responsable que los representantes de Dios en la tierra habrían de desplegar sobre otros.

Frente a la imagen del mal, cuyo contagio se temía —no era exactamente de sus “anomalías” sino también de las “depravaciones”, que supuestamente habían provocado esas anomalías—, la utopía, entonces, podía volverse el recurso por el cual una parte de la sociedad se libraba de aquello que la ponía en riesgo. El aislamiento, en toda su literalidad, conjugaba la utopía de unos a expensas de la distopía a la que eran sometidos otros como forma de inmunizar la comunidad.

El aislamiento de lo “anormal” como respuesta a un mal incontrolable atraviesa una historia de muy larga duración en Occidente, presentando una lábil readaptación a distintas circunstancias históricas. La Argentina, a partir del miedo infundido por la lepra, asumió características bien definidas en dos planos de intervención. Primero, en las conductas legalmente prescriptas para aquellos que, detentando un estado de “normalidad”, actuaran responsablemente protegiendo la comunidad por medio de la denuncia de una “anormalidad monstruosa” que la ponía en riesgo, amenazando la salud de la “raza”. Y luego, en las formas físicas previstas para recluir definitivamente a aquellos verdaderos “monstruos” que acechaban. Dentro de esta estrategia prolongada durante décadas emergió una figura con fuertes connotaciones simbólicas, como lo fue la colonia de aislamiento de los enfermos de lepra que venía a complementar la instauración del primer impedimento matrimonial por razones eugénicas en la Argentina, establecido para los portadores de esa enfermedad.[5]

Durante una década que va desde fines de los años treinta a fines de los cuarenta, fueron inaugurados en la Argentina cinco establecimientos de ese tipo, bajo un plan en común signado por sugerencias organizativas directas de espacios de aislamiento originados en el Reino Unido. El más importante de ellos fue el que se situó en la Isla del Cerrito, en el noreste argentino, zona que desde los primeros registros realizados poseía los mayores índices de casos de lepra.

En efecto, la Colonia de la Isla del Cerrito fue la institución insignia del combate de la lepra —o más bien del combate contra los leprosos— en Argentina hasta entrado el siglo XX, asumiendo desde su inauguración un sentido ejemplarizador, como lo era aquel anhelo de limpiar “manchas innobles del rostro de la sociedad”.

 

Las formas del aislamiento

El marco normativo en el que se inscribió el tratamiento a los hansenianos en Argentina fue la Ley 11.359 de Profilaxis de la Lepra, sancionada en 1926, a partir de un proyecto elaborado por el doctor Maximiliano Aberastury.[6] Dicha ley prescribió las características físicas que adoptarían los establecimientos para el aislamiento y también instaló un deber que trascendía al enfermo en sí hasta involucrar a toda la sociedad en la denuncia de quien portara el estigma visible de esa enfermedad.

Aun cuando los debates no lograran despejar las dudas acerca de las formas de transmisión de la enfermedad, el grado de contagio que presentaba y las circunstancias que favorecían su propagación, la imagen del mal era suficientemente elocuente como para que su sola exposición motivara una respuesta inmediata de las fuerzas públicas. Sin embargo, quedó establecida en la Ley una básica distinción en los enfermos según la clase social a la que pertenecían, reduciéndose el universo de aquellos que serían objeto de una reclusión compulsiva: el enfermo rico, del que podía esperarse un grado de responsabilidad expresado en un encierro privado, podía seguir su tratamiento sin intervención del Estado, en tanto que el enfermo pobre debía obligatoriamente ser confinado en un establecimiento público preparado especialmente para ese fin. En 1906 se realizó en Buenos Aires la Conferencia Nacional sobre la Lepra, y allí había quedado planteado el criterio a seguir con los enfermos ricos y pobres. Antonio Pont, delegado por la provincia de Corrientes (una de las que más casos registraba), expresaba que “dado el ambiente social saturado de ideas de altruismo, humanidad y libertad de la Argentina (…) tendremos que decidirnos por aceptar una ley diferencial de aislamiento obligatorio para el pobre, facultativa para el rico, ley cruel tal vez para el desheredado de la fortuna, cuya libertad se atropella, y que recuerda las de castas abolidas por la revolución y las conquistas modernas, únicamente disculpable, dado el fin humanitario que se persigue y la menor resistencia que su ejecución ha de ocasionar”. Era ese el criterio que había sido seguido en la Ley provincial que regía en Corrientes, donde quedaba taxativamente expresado que “las personas pudientes serán aisladas en su domicilio, siempre que den su palabra de honor de no salir jamás de casa; no dormir con otra persona; que ningún miembro de la familia, ni extraño, usará nunca cosa alguna del servicio o uso del paciente; las personas indigentes serán secuestradas en la leprosería”. A su vez, los niños nacidos de padres leprosos indigentes serían aislados en observación en establecimientos especiales “antes de darles otro destino”, mientras que los niños autorizados a vivir en sus domicilios, no podían concurrir a la escuela.[7]

También en 1906 fue sancionada la Ley 4.953 que dio origen a la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales, ampliando a todo el sistema sanitario los planteos determinados por los primeros establecimientos creados para atender las enfermedades mentales a través de la utilización de la Colonia Open-Door. El sistema fue impulsado por Domingo Cabred, quien lo conoció tras informarse de los nuevos sistemas asilares europeos, e interiorizarse particularmente en el modelo escocés. Cabred era psiquiatra[8] y ya había logrado implementar aquel sistema en ámbitos de atención a enfermos mentales en torno a 1900. Los preceptos básicos de la Colonia Open-Door podían sintetizarse en la amplitud de los espacios para favorecer la vida higiénica, tierras para desarrollar la “laborterapia” que —además de hacer sentir al colono apto para el trabajo— aseguraran el medio de subsistencia de la propia colonia, una adecuada distancia de los centros urbanos para que la libertad de moverse en las tierras que trabajaban no supusiera un riesgo a posibles contactos con el universo de la “normalidad”, y un hábitat en forma de chalets para asimilar su imagen a un tipo de vivienda individual anhelada. El sistema de casas separadas también permitía mantener —aun dentro del aislamiento— las diferencias de clases de los enfermos que llegaban a la colonia, para evitar que en el interior del complejo existiesen formas organizativas diferenciadas de las de la sociedad burguesa, extendida extramuros. Era un sistema sin “muros de circunvalación que oculten el horizonte, ni nada que despierte la idea del encierro”, para lograr que “la ilusión de libertad fuera completa”.[9]

En la Conferencia sobre la Lepra se retomaron estas ideas para prescribir las características básicas que tendrían los establecimientos de confinamiento de leprosos pobres. La noción de asilo-colonia resultaba particularmente adecuada a “la tendencia a la vida nómada y a respirar en libertad” que tiene el leproso, para quien era necesario “el aislamiento en un establecimiento grande, con campo, mucho campo, vegetación, aire que respirar, entretenimiento [y] trabajos compatibles con su estado”.[10] La colonia que reuniría todos aquellos atributos debía ser “mixta, un pequeño pueblo de casas separadas, agrupadas de veinte en veinte o de treinta en treinta, con calles anchas, bien ventiladas; unas con el confort y comodidades necesarias para los pensionistas ricos a quienes se les deberá permitir la construcción de chalets, donde pueden vivir solos o acompañados de algún miembro de su familia si así lo desea, con servicio que podría reclutar de la misma colonia, retribuyéndolo; con construcciones higiénicas para el pobre; con balneario, pabellón de curaciones; pabellón de aislamiento para los hijos de los leprosos que naciesen en la misma; otro para afecciones intercurrentes y complicaciones, y un pequeño asilo para los mutilados y en estado caquéctico. En una palabra: una gran colonia donde, aparte de la reclusión obligada, los enfermos viviesen la vida común, con todas las condiciones higiénicas y de curación de un sanatorio moderno, resolviendo el problema leproso nacional de un modo científico y económico”.[11]

Dentro de una lógica que aunaba las ideas expuestas en la Conferencia sobre la Lepra con el pensamiento de Cabred, surgió —por encargo del presidente de la nación, Marcelo T. de Alvear (1922-1928)— el proyecto de Maximiliano Aberastury que derivó en la sanción, en 1926, de la Ley de Profilaxis de la Lepra. Los debates suscitados por la norma tuvieron amplias repercusiones dentro de la élite dirigente, expresadas también en la creación del Patronato de Leprosos, a cargo de damas de la alta sociedad, esposas de destacadas figuras públicas que emprendieron campañas para la recolección de fondos que, en adelante, servirían de sustento para los establecimientos de confinamiento de leprosos. El Patronato de Leprosos surgió por iniciativa de Hersilia Casares de Blaquier, encuadrando su modo de operar dentro de un sistema que restringía derechos al enfermo y a la vez generaba, desde la beneficencia, una instancia de contribución apelando a tradicionales valores pre-modernos, regidos por la compasión hacia una entidad de la que no se cuestionaba su exclusión porque en realidad se trataba de naturalizar un estado de cosas que afianzara los lugares ya establecidos y que cada uno debía ocupar dentro de la sociedad.

 

1- Semana de la Lepra. Colecta para el Patronato de Leprosos, Buenos Aires, 1930. Las grandes vasijas con la inscripción de la institución se convirtieron en un emblema de campañas que proponían completarlas con dinero para ser donado. Fuente: Archivo General de la Nación. Inventario 118676.

 

1- Damas del Patronato de Leprosos contando dinero luego de la colecta, Buenos Aires, noviembre de 1934. Fuente: Archivo General de la Nación, Inventario 4115.

 

 

La Colonia en la Isla del Cerrito

En la Conferencia sobre la Lepra también se debatieron aspectos sobre la localización para el establecimiento insignia de la lucha contra el Mal de Hansen, y hubo propuestas para situarla en una isla del Atlántico. El doctor Baldomero Sommer, delegado en la Conferencia por la Capital Federal,[12] precisó que esa isla debía ser “lo suficientemente amplia para poder destinar una parte a la agricultura y otra parte a la ganadería”.[13] Y más que buscarla en el Atlántico convenía recurrir a la emblemática isla Martín García, en el Río de La Plata. Era la misma isla que Domingo F. Sarmiento[14] en 1850 había imaginado como lugar de una gran utopía, la de crear la Confederación de Estados Sudamericanos (Argentina, Uruguay y Paraguay) que tendrían allí su capital, denominada Argirópolis.[15] La isla Martín García era así objeto de representaciones que se desplazaban de la utopía a la distopía, del centro de confluencia de los intereses regionales al sitio de aislamiento para enfermos incurables. Sommer también preveía que lo producido no podría salir de la isla, e incluso los propios empleados del establecimiento debían ser leprosos para favorecer la comunión de todos aquellos que formaban parte de ese universo de la otredad que quedaba aislado en el límite entre Argentina y Uruguay. La colonia se conformaría “por un edificio principal destinado a la administración. Salas de enfermos de tamaños variados, con sus departamentos”, y además debían existir “casitas, en las cuales puedan vivir familias o varios leprosos juntos. Habría carpinterías, panaderías, herrerías, hornos de ladrillos y demás industrias necesarias para la marcha de la colonia”.[16] Desde el temor al contagio se fundamentaba el aislamiento y se establecía una situación de la que igualmente podía sacarse provecho, en tanto los internos lograran conformar una comunidad autosuficiente que relevara al Estado de gastos excesivos en su mantenimiento. Asimismo, y aun sin conocerse a ciencia cierta la etiología de la enfermedad, se tenía la certeza de que el aire puro, el sol y la limpieza corporal eran factores importantes en el tratamiento. Por eso la Colonia, a la que su condición insular proveería de un balneario natural, debía contemplar, además, la existencia de “una casa de baños, bien amplia, para que los colonos puedan bañarse, si es posible, diariamente”.[17]

Más tarde, la Ley de Profilaxis de la Lepra retomaría aspectos centrales de la Conferencia de 1906, especialmente en lo atinente a las características físicas y a la localización geográfica de lo que debía ser la principal colonia ideada para cumplir los propósitos previstos.

En cuanto a las características físicas, ellas tendieron a asumir con naturalidad los rasgos básicos del modelo de sanatorios-colonia extraurbanos para un universo que incluía diversas enfermedades bajo la órbita de la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales, creada por la Ley de 1906 y que, desde su puesta en funcionamiento, pasó a presidir Domingo Cabred.

En el Proyecto de Aberastury, convertido en Ley, se precisaban con un alto grado de prefiguración cuáles serían las características que tendrían las colonias para leprosos: “Serán en lo posible como aldeas, con pabellones ordenadamente distribuidos y dotados de obras de salubridad completas. Se elegirá para ellas terrenos arbolados, con bosques naturales o artificiales, en zonas que permitan una fácil comunicación con el resto del país. Les será dada una extensión suficiente de tierra de la mejor calidad posible, con buenas aguas, de modo que sea posible a los colonos hábiles dedicarse a trabajos de jardinería, huerta, plantaciones de árboles, agricultura, y también a explotaciones agrícologanaderas”.[18] Aberastury también proponía la Isla del Cerrito, en Chaco, frente a las costas de Corrientes, para cumplir la finalidad de su proyecto y, apelando a metáforas del campo militar, presagiaba que ella quedaría a la “vanguardia de combate contra la marcha invasora de la lepra”, por ser “un hallazgo estratégico para la defensa del Litoral y de gran parte del Norte argentino contra el desarrollo considerable que la lepra ha adquirido en esas regiones”.[19] Durante el propio debate parlamentario del Proyecto de Aberastury, representantes de la provincia de Corrientes cuestionaron que se ubicara la colonia donde existían los mayores focos de lepra. El senador nacional por esa provincia, Ricardo Caballero, proponía en cambio parajes lejanos a esos focos, “si se busca la curación o el mejoramiento de los enfermos, el clima de las regiones con lepra parece que no es propicio a la mejoría de los enfermos”.[20] La perduración de un sustrato neohipocrático parecía avalar la idea de que ciertas condiciones del ambiente natural determinaban la presencia del mal. Si la humedad y los pantanos del Litoral eran entendidos como causales directos de la lepra, la colonia fracasaría al situarse en el mismo sitio que producía la enfermedad. El socialista Juan B. Justo, en cambio, acompañaba la postura gubernamental invocando situaciones no exentas de los ancestrales prejuicios que suscitaba la lepra, al señalar que “llevar a los leprosos muy lejos de donde han caído enfermos, va a ser siempre resistido por los habitantes de las zonas limpias de lepra, por toda clase de razones, ¿qué objeto tendría invadirlos oficialmente, sanitariamente con la lepra, cuando ellos no la tienen? Hay que formar colonias donde está la lepra”.[21]

Finalmente, la inhóspita Isla del Cerrito, situada entre las provincias de Chaco y Corrientes en el límite con Paraguay, fue convertida en Territorio Nacional y la Ley sobre Lepra fue aprobada en los términos enunciados por Aberastury, es decir, prescribiendo la ubicación de la leprosería en dicha isla. Y si bien Justo avalaba el proyecto, también puso reparos en la inversión propuesta y en la tipología edilicia promovida. En efecto, tratándose de espacios para la lepra, sería deseable que “dentro de diez años se les prendan fuego y desaparezcan; de modo que pueden ser hechas con relativo poco costo. El clima aquel, muy suave, permite también vivir sin muros muy espesos; habría que hacer espacios aireados, con sombra, limpios, desagües higiénicos, para la destrucción que pueda haber en los residuos, etc.; pero nada más que eso: prescindir de todo propósito monumental”.[22] Justo volvía entonces sobre las recomendaciones científicas decimonónicas, ya un tanto anacrónicas por cierto, de crear “hospitales-barraca” para poder renovar sus instalaciones periódicamente, evitando así las concentraciones “pútridas”. Ese modelo de edificación, surgido como respuesta a inquietudes inscriptas dentro de la teoría de los miasmas, había sido utilizado en la Guerra de Secesión norteamericana y luego Rudolf Virchow lo difundió para que fuera aplicado durante la guerra franco-prusiana.

Poco después, el gobierno nacional instrumentó el primer Censo oficial de enfermos de Lepra en Argentina,[23] y nuevas medidas buscaron allanar la concreción del establecimiento que ya había sido proyectado en 1927. Se eliminó la exigencia inicialmente establecida de situar la colonia a más de cincuenta kilómetros de un centro poblacional, admitiendo su ubicación en “zonas en que la enfermedad se encuentre más extendida y teniendo en cuenta para su ubicación las garantías de preservación para la población indemne”. Así, aun con las protestas de representantes de poblados cercanos de la provincia de Corrientes, se confirmó la construcción en la Isla del Cerrito, la cual contenía fuertes connotaciones geopolíticas y representacionales. En efecto, con unas 12.000 hectáreas, se sitúa en la confluencia de los ríos Paraguay y Paraná y debe su nombre a la sobreelevación general de unos 15 metros que sirvió a fines militares en distintas circunstancias, fundamentalmente durante la Guerra de la Triple Alianza, cuando fue bastión de las fuerzas argentinas, brasileñas y uruguayas que en 1866 enfrentaron a Paraguay. Finalizada la guerra, Brasil mantuvo la ocupación de la isla hasta que en 1876 fue reconocida la soberanía argentina sobre ella y se instaló allí (aunque brevemente) la sede de gobierno del Chaco.

 

3- Proyecto de Colonia para Leprosos en la Isla del Cerrito, de 1927. Fuente: Archivo del Centro de Documentación e Investigación de la Arquitectura Pública del Ministerio de Hacienda y Finanzas Públicas (CEDIAP). Documento 2124BIS-00001_C.

Los cambios en la normativa motivaron que los representantes de Corrientes volvieran a protestar por la proximidad que presentaba la capital de esa provincia, separada de la isla en cuestión por el río Paraná del que temían su contaminación. Debido a estos inconvenientes, el acto de colocación de la piedra fundamental de la Colonia de leprosos solo pudo realizarse el 27 de septiembre de 1928, pero en una curiosa ceremonia, casi secreta, protagonizada por Domingo Cabred, presidente de la Comisión de Asilos Regionales en la que estaba inmersa la nueva Colonia. El presidente de la Nación, Marcelo T. de Alvear, le había ordenado a Cabred, una vez embarcado rumbo a la Isla del Cerrito, que suspendiera dicho acto. El médico se negó cumplir esa orden y finalmente el presidente aceptó que se celebrase la inauguración, aunque “pasada la medianoche, en el mayor sigilo”. En ese contexto las obras tuvieron un tortuoso desarrollo, y recién pudieron ser concluidas en la década siguiente.

La Colonia en la Isla del Cerrito quedó inaugurada el 30 de marzo de 1939, y adoptó el nombre de Maximiliano Aberastury, autor del proyecto que derivó en la Ley de Profilaxis de la Lepra. Ese acontecimiento fue acompañado por el surgimiento de otras cuatro colonias para leprosos: ellas fueron bautizadas con los nombres de “Pedro Baliña” en Misiones; “José Puente” en San Francisco del Chañar, Córdoba; “Baldomero Sommer” en General Rodríguez, provincia de Buenos Aires; y “Enrique Fidanza” en Diamante, provincia de Entre Ríos.[24]

 

4- Planta general de la Colonia Maximiliano Aberastury (en la Isla del Cerrito) en 1940. Fuente: Archivo del CEDIAP. Documento 2124-00002_C

La Colonia de la Isla del Cerrito mantuvo en su organización general el modelo previsto, aunque con ciertas inflexiones. El establecimiento se compuso de 22 pabellones, cuya rigidez fue moderada un tanto por los clichés de la arquitectura inglesa suburbana. Igualmente, la idea originaria de dar lugar a casas separadas para que los leprosos colonizaran la isla virginal no fue completamente abandonada. Inicialmente esa idea quedaba restringida a aquellos enfermos que, por ser algo más ricos, podían efectivamente afirmar su estatus a través de una identificación física de distanciamiento respecto de los espacios comunitarios que concentraban a enfermos más pobres. Si, como vimos, la propia Ley que regulaba la profilaxis de la lepra en Argentina había prescripto un tratamiento diferencial del leproso según fuese pobre o rico, se propendía a que los enfermos con recursos suficientes que decidieran instalarse en las colonias (el pobre no tenía esa opción por presumirse la ineficacia de su aislamiento domiciliario) pudieran construir sus propias viviendas “en parajes inmediatos al núcleo principal de la población sanitaria”, para habitarlas “solos o en pequeños grupos familiares”. Ellos podían dedicarse a los mismos trabajos que los demás enfermos de la colonia, conjunta o separadamente, y gozaban de una “vida libre” dentro de las restricciones de orden general. Sin embargo, en la puesta en marcha de la Colonia era manifiesta la homogeneidad de origen de los asilados, leprosos pobres, aunque efectivamente la vida en el establecimiento generaba luego las diferencias que se afirmaban con la posibilidad de que cada uno levantara su propia vivienda, que no sería un chalet sino un rancho. Como el Estado contrataba para tareas administrativas a los propios enfermos, enviaba fondos que, por insuficientes, solo permitían el desempeño de una parte de la población, la más capacitada para las tareas, y la que sufría menores efectos de la enfermedad. El resto quedaba desempleado, agregando un estigma más al drama con el que habían llegado. La isla alejada reproducía las desigualdades de la comunidad que los había excluido, generando nuevos mecanismos de inclusión y exclusión.

 

5- Colonia Maximiliano Aberatury (en la Isla del Cerrito) en 1939. Fuente: Archivo del CEDIAP. Documento 2124-03148_C

 

6- Colonia Maximiliano Aberastury (en la Isla del Cerrito) en 1939. Fuente: Archivo del CEDIAP. Docuento 2124-03147_C

 

7- Colonia Maximiliano Aberastury (en la Isla del Cerrito) en 1940. Fuente: Archivo del CEDIAP. Documento 2124-03341_C.

 

De la Colonia de aislamiento al tratamiento individual

Las dificultades que la ciencia hallaba para atribuir fehacientemente el origen de la lepra eran tan grandes como la repulsión hacia una “monstruosidad” a la que se le atribuían consecuencias indeseables en su descendencia. Esto último dio origen a aquello que, como se señaló, sería el primer causal de impedimento matrimonial por razones eugénicas en la Argentina. Luego se suscitaron largos debates donde llegó a solicitarse la esterilización eugénica de los leprosos, hasta que lentamente fue avanzando la tesis de que el mal no era fruto de la herencia, sino del contagio. Por ende, llegó a pensarse que quedarían a salvo del mal “los hermanos que se aislaban a tiempo” y los hijos de leprosos si eran separados de los padres al nacer, puesto que “huérfanos, hijos de padres sanos, criados por leprosos, adquieren lepra”.[25]

En cualquier caso, ya sea por razones biológicas o morales, el acto sexual del que derivaba la procreación entre un leproso y alguien sin la enfermedad o entre dos leprosos no dejaría de ser condenado. Y es que aun cuando se tuviera la certeza de que la lepra no era hereditaria y el director de la Colonia de la Isla del Cerrito en los años sesenta insistiera en señalar que era “la enfermedad menos contagiosa de todas las infectocontagiosas”,[26] se iban a realizar numerosas separaciones forzosas de los niños nacidos ilegalmente, esto es, fuera del matrimonio, prohibido entre leprosos. Para alojar a esos bebés y darles atención durante toda su infancia se creó el establecimiento “Mi Esperanza”, en la localidad de La Matanza, provincia de Buenos Aires. El rigor de la normativa hizo que fuera reduciéndose el índice de natalidad en parejas con al menos un leproso, debido a los desesperados reclamos formulados por las mujeres para someterse a la esterilización mediante la ligadura de trompas y de esa forma evitar los terribles trastornos que ocasionaba el despojo de su hijo al momento de nacer.[27] La crueldad de la situación llevaba, paradójicamente, a que una medida reclamada por los médicos más radicalizados en su posición hereditarista para que el Estado la aplicara de manera forzosa a fin de preservar la calidad de la raza, fuera concretada por propia voluntad —si cabe el término— de las leprosas.[28]

Veinticinco años después de la inauguración de la Colonia de la Isla del Cerrito existían 40 grandes edificios, 95 empleados y el total de enfermos asilados ascendía a los 241.[29] Los pabellones inicialmente edificados quedaban dentro de una zona de reclusión de diez hectáreas, más allá de la cual se distribuían los edificios de la administración y vivienda del personal sano. Al decir del periodista Rodolfo Walsh, el último cronista que visitó el establecimiento, todo allí estaba “limpio, cuidado, paradisíacamente ordenado”.[30] Durante ese lapso, y merced a reglamentos internos que fueron flexibilizando el criterio de la Ley, el tratamiento había logrado mejoras sustanciales en las condiciones de los pacientes. Y cuando paralelamente la laborterapia iba exhibiendo notables resultados en el tratamiento paisajístico del lugar, se produjo el cierre: aquella atemorizadora isla pantanosa que integraba un Territorio Nacional bajo jurisdicción del área de salud, al transformarse en un extendido parque natural por obra de los hansenianos, fue incorporada por la provincia de Chaco a su jurisdicción y, una vez concretado esto, en 1968 fue cerrada la colonia para convertirse en un muy rentable centro turístico con un hotel y un casino.

El negocio turístico había descubierto el resultado de tres décadas de trabajo de los invisibilizados de la sociedad, aquellos que encarnaron una nueva forma de esclavitud fundada en la ciencia y los nobles propósitos de las damas de la sociedad que, con sus colectas, contribuían a la supervivencia y al control en un sitio que permitía a la comunidad “sana” sentirse resguardada.

El cierre sobrevino tras la actuación de una Comisión conformada para examinar a los enfermos y decidir su destino, clasificándolos por sus aptitudes y posibilidades de desarrollar algún tipo de trabajo. Pero más allá de estas diferenciaciones existía una respuesta común en más del 95% de los internados: ellos no deseaban dejar la isla, y aun cuando estuvieran curados, no querían retornar a la comunidad.[31] Los leprosos habían reproducido a su manera el orden del que se los había excluido y al que no querían regresar. La inmunidad como principio se situaba en el centro de esta paradoja: el aislamiento como exclusión en lo exterior también se había vuelto una forma de inclusión, una prolongación que instalaba, fuera del orden que se protegía, esa misma sustancia que se quería proteger.

Luego de varias jornadas de resistencia, los enfermos fueron desalojados de la isla, siendo algunos de ellos contratados para trabajar por el Estado provincial y otros derivados a nuevos centros de tratamiento.

Así, la crueldad expresada en la aplicación de una norma que confinó forzadamente a los leprosos, pervivía en decisiones que a priori suponían para ellos beneficios importantes. En efecto, la Ley de Profilaxis de la Lepra, reformada en 1968, fue finalmente derogada en 1983, en uno de los últimos actos llevados a cabo por la dictadura cívico-militar (1976-1983). La experiencia internacional ya evidenciaba un cambio en la tendencia aislacionista y, a la vez, como sucedió con el ejemplo de la Colonia de la Isla del Cerrito, el Estado podía librarse de lo oneroso que le resultaba sostener el tratamiento del asilar obligatorio en grandes complejos edilicios.

Después de cerrarse la emblemática Colonia de la Isla del Cerrito y eliminarse el marco legal sobre el que se sustentaba el aislamiento de los leprosos y el impedimento a procrear, por algunos años más siguió funcionando la Colonia “Baldomero Sommer”,  donde fueron enviados enfermos no curados que habían sido desalojados de aquella isla. Y cuando el leproso recobraba sus derechos individuales —que durante décadas habían sido vulnerados— poseía una libertad que encontraba ahora violentada por los prejuicios de la sociedad que lo excluía. Como se había expresado en 1968 en la Isla del Cerrito, la misma colonia de aislamiento a la que había sido llevado antes por la fuerza, era ahora su refugio frente a una violencia silenciosa,  esta vez no ejercida por el Estado.

Luego de que en 1994 la Colonia “Baldomero Sommer” fuera transformada en hospital abierto, el establecimiento perduró como referente nacional en el tratamiento del mal de Hansen y conservó espacios de contención para quienes voluntariamente continuaron en su condición de asilados porque, tras esa transformación, pervivirían rastros silenciosos de su origen en una adaptación a los tiempos que corrían. Aquella Colonia devenida en hospital general volvía a especializarse en enfermedades infecto contagiosas y en su seno alojaba a leprosos, pero también a los exponentes de ese “rostro innoble de la sociedad” —del que hablaba Quarracino— que buscaba atención y refugio a la vez: los pacientes con Sida. El Hospital Sommer era un sitio de tratamiento y contención para portadores de dolencias agravadas por un escarnio general que reactualizaba la creencia medieval de que las perversiones sexuales tenían su castigo divino en enfermedades lacerantes.

El fin del aislamiento obligatorio de la lepra parecía traer consigo la necesidad de desplazar esa respuesta sanitaria hacia “anomalías” atribuidas a otras “perversiones sexuales”. De este modo, la voz de Quarracino asumía la representatividad de sectores que veían entonces en el Sida a una nueva amenaza por efecto de la “injustificada” presencia de la homosexualidad ante una vulnerable comunidad “sana”. La colonia reclutadora de “monstruosidades” volvía a ser entendida como un dispositivo inmunizador. Y para los enfermos, un inesperado mecanismo de inclusión por exclusión hacía de aquello un último reducto donde conservar algo de la dignidad que los demás le negaban.

Ello seguía siendo así en el caso de los leprosos, aun cuando científicamente fueran descartados los motivos del aislamiento y quedaran integrados a un universo de beneficiarios de pensiones por discapacidad que les ayudaban a seguir su tratamiento sin necesidad de permanecer en una colonia.

Los cambios alcanzaron también a la Colonia “Mi Esperanza”, creada para alojar a hijos de leprosos, debido a que fue deshabitándose desde que dejara de ser ilegal su procreación. En reemplazo de los fines que esa Colonia cumplía, se decidió en 1993 su traspaso a una institución que pasaría a dirigir el cura Julio Grassi, quien ya se desempeñaba cuando los asilados eran los hijos de leprosos. La Colonia ahora atendería a niños y adolescentes de escasos recursos de la región dentro de la Fundación “Felices los niños”, que era beneficiaria de importantes recursos del gobierno y de una gran cobertura mediática. Sin embargo, pronto la institución alcanzaría estado público debido una larga serie de denuncias de abuso sexual infantil de las que era objeto el propio Grassi, derivando todo ello en condenas confirmadas por sucesivas instancias judiciales. Así, la perversión sexual que cierto imaginario podía ver desplazada de la lepra al Sida, sustentada a su vez en discursos emanados de más alta jerarquía católica argentina, irrumpía muy concretamente en uno de los espacios originarios de aislamiento, aunque no encarnado en los asilados, sino en aquel que estaba allí para controlarlos y hacerlos partícipes de un orden externo a ellos y que al mismo habría de inmunizarse de ellos. Vale decir que el sitio sometido a normalización se “pervertía” por el inesperado efecto de una prolongación de la comunidad “sana” en la “insana”.

 

La lepra otra vez: enfermos sin tratamiento

Durante años, la invisibilización de los leprosos y del sitio en el que vivían había impedido advertir los logros de su trabajo hasta que, tras un prolongado silencio respecto a su pasado, la espeluznante Isla del Cerrito devenida en una paradisíaca opción turística, pasaría a integrar en su propia historia una acotada referencia a la leprosería convertida en museo.

Desde el último tramo del siglo XX, la lepra fue experimentando cambios en cuanto a su localización, registrándose un incremento en la proporción de casos registrados en la principal aglomeración urbana del país, esto es en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires.

Junto a este desplazamiento geográfico y la individuación del tratamiento sobrevendrían otras novedades que dejaban en el pasado la etapa signada por la atención sanitaria en establecimientos alejados de los grandes centros urbanos.

El fin del aislamiento forzado supuso una más estrecha dependencia del leproso con la percepción de una contribución económica del Estado, constituida en una ayuda indispensable para prolongar su tratamiento por medios diferentes a los que habían sido implementados en las colonias.

Los leprosos integraban el universo de discapacitados que eran beneficiarios de pensiones, que prosiguieron tras atravesar un momento de incertidumbre. A fines de 1997, el gobierno nacional lanzó pomposamente la llamada Segunda Reforma del Estado, luego de la primera que había consistido en generar la mayor ola privatizadora de la historia argentina. Sin activos estatales para transferir, ahora los desequilibrios económicos serían compensados con ajustes en distintas áreas, quedando allí comprendidas las pensiones a discapacitados. Un decreto, entonces, sometía a una drástica reducción de beneficiarios al establecer que solo la seguirían percibiendo quienes acreditaran poseer al menos un 76% de discapacidad. Como sucedería con otras medidas de este programa económico, aquel decreto firmado no pudo tener una efectiva consumación debido a las resistencias originadas.

Sin embargo, veinte años más tarde una nueva administración de gobierno desempolvaría aquel decreto para ponerlo efectivamente en vigencia en junio de 2017 y dejar sin cobertura a decenas de miles de discapacitados. Y a diferencia de lo sucedido anteriormente, esta vez el gobierno no dio marcha atrás, sosteniendo su medida con distintos artilugios: responsabilizando al gobierno anterior por entregar discrecionalmente beneficios que era injusto sostener, señalando que había habido “un error administrativo” que sería rápidamente enmendado, e invisibilizando a los invisibilizados de la sociedad, aquellos que protagonizaban por primera vez una marcha masiva a Plaza de Mayo y que fue ignorada por una abrumadora mayoría de medios que actuaron en afinidad con el gobierno. Y, finalmente, una medida cautelar que los damnificados presentaron en la Justicia fue sorteada por medio de su apelación y delaciones conseguidas, merced a presiones ejercidas por el gobierno sobre sectores precisos del Poder Judicial.

Así, el ajuste neoliberal desplegaba su enorme crueldad sobre los invisibilizados de la sociedad, llegando hasta donde otros no se habían atrevido. La liberalización del mercado de medicamentos que redundó en aumentos desmedidos y fuertes restricciones a la salud pública era la otra cara de esa moneda en un universo de individuos que ya no recibirían más ayuda que les permitiera pagar sus costosos tratamientos. En los leprosos que quedan hoy sin atención podría identificarse la gravedad de una situación que puede constituirse en un verdadero desastre sanitario en ciernes.

El ciclo inmunitario volverá a recomenzar entre la utopía y la distopía, cuando el aumento de casos lleve a pensar que la comunidad deberá protegerse de un flagelo externo a ella que la pone en peligro. Mientras tanto, esa misma comunidad y buena parte de los medios que la informan, seguirán ignorando que la lepra no es una enfermedad de la Edad Media.

 

 

*Este trabajo se enmarca en el proyecto PIP-CONICET 112-201501-00463

 

Bibliografía

AAVV, Conferencia sobre la Lepra Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría

Nacional, Buenos Aires, 1907.

Esposito, Roberto, Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2005.

Miranda, Marisa y Vallejo, Gustavo, “Formas de aislamiento físico y simbólico: la Lepra en el discurso médico-legal en Argentina”, Asclepio, vol. LX, nº 2, Madrid, 2008, pp. 9-18.

Molinari, Irene, Vencer el miedo. Historia social de la lepra en la Argentina, Prohistoria, Rosario, 2016.

Padín, Luis, Utopía y distopía en Domingo Faustino Sarmiento, UNLA, Lanús, 2013.

Quarracino, Antonio, https://www.youtube.com/watch?v=XClMyNPVARo Fecha de consulta: 22/11/2016.

Vezzetti, Hugo, La locura en Argentina, Paidós, Buenos Aires, 1985.

Walsh, Rodolfo, “La isla de los resucitados”, en El violento oficio de escribir. Obra periodística (1953-1977), Planeta, Buenos Aires, 1998 (primera edición: 1965).

[1] Irene Molinari, Vencer el miedo. Historia social de la lepra en la Argentina, Prohistoria, Rosario, 2016, p.17. La lepra es endémica en el noreste del país y los conglomerados que rodean las ciudades de Buenos Aires, Rosario y Resistencia. La reciente obra de Molinari constituye un aporte fundamental para abordar el desarrollo de esa temática hasta 1970 en la Argentina.

[2] La población de Argentina en 2015 era de aproximadamente 43.400.000 de habitantes, representando la cantidad de casos en tratamiento una relación de 1 enfermo por cada 101.000 habitantes.

[3] Roberto Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2005, p. 10.

[4] Quarracino conducía un programa en la Televisión Pública de Argentina en el marco del cual se refirió al “mal” de la homosexualidad. Véase: https://www.youtube.com/watch?v=XClMyNPVARo

[5] Véase Marisa Miranda y Gustavo Vallejo. “Formas de aislamiento físico y simbólico: la Lepra en el discurso médico-legal en Argentina”, Asclepio, vol. LX, nº 2, Madrid, 2008. El trabajo ilumina esa relación entre lepra y eugenesia en Argentina.

[6] Maximiliano Aberastury (1866-1931), médico especializado en enfermedades de la piel. Fue el fundador de la «Sociedad Dermatológica Argentina» y su presidente. También presidió la Asociación Médica Argentina.

[7] Conferencia sobre la Lepra, p. 247.

[8] Domingo Cabred (1859-1929) fue un médico psiquiatra y sanitarista argentino. A él se debe la instalación en la provincia de Buenos Aires de la que sería, en 1899, la primera colonia Open-Door de Latinoamérica.

[9] Cfr Miranda y Vallejo, op.cit, p. 23.

[10] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, ibid, p.23.

[11] Ídem.

[12] Baldomero Sommer (1857-1918), tras graduarse como médico en Buenos Aires se dirigió a Viena, donde actuó en la Escuela Dermatológica, dirigida en ese momento por Moritz Kaposi. Ejerció la presidencia —en forma compartida— de la Conferencia sobre la Lepra de 1906. Al año siguiente fue el fundador de la Asociación Dermatológica Argentina.

[13] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, op. cit., p. 24.

[14] Domingo F. Sarmiento (1811-1888) fue uno de los intelectuales más influyentes en toda la historia de la Argentina y una de las más lúcidas plumas de la lengua castellana. Fue Presidente de la Nación argentina (1868-1874).

[15] Para un análisis del lugar ocupado por Argirópolis dentro del ideario de Sarmiento y su relación con el universo ideológico de la utopía, véase Luis Padín, Utopía y distopía en Domingo Faustino Sarmiento, UNLA, Lanús, 2013.

[16] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, op. cit, p. 25.

[17] Marisa Miranda y Gustav Vallejo, ídem.

[18] Artículo 23 de la Ley 11359 de Profilaxis de la Lepra.

[19] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, op. cit, p.26.

[20] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, ibid, p. 27.

[21] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, ídem.

[22] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, ibid, p.28.

[23] El Censo de lepra en 1928 arrojó como resultado la existencia de 1.522 casos, de los cuales el 88% residían en el litoral fluvial (Formosa, Chaco, Misiones, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe). Irene Molinari, op. cit, p. 79. Por entonces, la población era de alrededor de 10 millones de habitantes, por lo que existía un caso cada 6.570 habitantes.

[24] Los nombres recordaban a figuras destacadas dentro del campo de los estudios sobre el Mal de Hansen en Argentina, y que estuvieron vinculadas a uno u otro de los dos grandes hitos dentro de la temática, como fueron las ya mencionadas Conferencia sobre la Lepra de 1906 y Ley de Profilaxis de la Lepra de 1926.

[25] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, op. cit., p. 33.

[26] Rodolfo Walsh, “La isla de los resucitados”, en El violento oficio de escribir. Obra periodística (1953-1977), Planeta, Buenos Aires, 1998 (primera edición: 1965), p. 95.

[27] Rodolfo Walsh, ídem.

[28] Entre los impulsores de la esterilización forzada en casos de lepra pueden mencionarse a Alberto Peralta Ramos y José Luis Carreras. Véase Irene Molinari, op. cit, pp. 75-78.

[29] Marisa Miranda y Gustavo Vallejo, op. cit, p. 31.

[30] Rodolfo Walsh, op. cit., p. 96.

[31] Irene Molinari, op. cit, p. 259.