Creación

La misoginia moral

En este escrito de absoluta actualidad, el historiador brasileño Henrique Carneiro (São Paulo, 1960) recoge y analiza diversas muestras de la misoginia a lo largo de los siglos. Originalmente se publicó como un capítulo de su libro A Igreja, a Medicina e o Amor (2000). Carneiro es profesor de la Universidad de São Paulo y una referencia en los estudios sobre historia de las drogas, la alimentación y las bebidas alcohólicas. Entre sus libros destacan Bebida, abstinência e temperança (2010) y Drogas. A história do proibicionismo (2018).

 

Imagen: Una mujer porta la máscara de hierro conocida como «scold’s bridle», «witch’s bridle» o «gossip’s bridle» (brida de la regañona, bruja o chismosa), un instrumento de castigo que se usó antiguamente en Escocia, Inglaterra y las colonias de ésta en América como forma de tortura y humillación pública para silenciar a las mujeres. La brida o bozal se imponía a aquellas consideradas alborotadoras, fastidiosas, rezongonas, rebeldes, regañonas o chismosas, a menudo también sospechosas de ser brujas. Algunas bridas mutilaban la lengua. Quien la portaba podía ser maltratada por la multitud.

 

 

“La difusión de una ideología represiva, cargada de fobias que se divulgaba gracias a la imprenta, sumada a la actuación de las reformas religiosas y el Concilio de Trento, ávida de costumbres más austeras, hizo del siglo XVII la Edad de Oro de la execración eclesiástica contra el sexo femenino”.

Mary Del Priore

 

Las raíces de la misoginia en la cultura occidental pueden situarse tanto en la tradición griega como en los postulados bíblicos referentes a la mujer. En el relato de la Teogonía, de Hesíodo, la mujer es Pandora ­—el regalo funesto de Zeus a los hombres como castigo a Prometeo—, de cuya caja, una vez abierta por Epimeteo, se liberarán todos los males. Ya en el Génesis la maldición recae sobre Eva y, en la mitología judía, Lilith la precede como criatura rebelde contra el creador. Las epístolas de Paulo consagran la distinción de derechos entre hombre y mujer, pues esta última debe obedecer al marido y callar en la Iglesia. En la cultura portuguesa, sin embargo, tal condición de inferioridad civil femenina se verá agravada.

La mujer, según la moral ibérica moderna, no debía salir de casa ni asomarse a la ventana. Para mantener el recato, los manuales de casamiento recomendaban el confinamiento doméstico, donde la esposa era sometida a una legislación que permitía al marido el uso de “castigos moderados” y, de acuerdo con el moralista Nuno Marques Pereira, establecía en el derecho civil que la mujer “ni los cabellos de la cabeza puede cortarse sin licencia del marido” (apud Del Priore, 1993: 116). En Portugal, la condición de la mujer era aun peor que en España y podía representarse con el proverbio que decía que eran apenas tres las ocasiones en que una mujer debía ausentarse del hogar: para bautizarse, para casarse y para ser enterrada.[1]

La prédica moralista de la modernidad portuguesa, en contraste con la exaltación platónica de un ideal de belleza absoluta que el amor anhela, considera a la belleza un grave peligro, pues “es necesario para una sola hermosura mayor caudal de recogimiento que para todas las otras que no lo fueran […] Si vosotras os adornáis en demasía y andáis en público, atraéis los ojos de los mancebos y lleváis con vosotras sus suspiros, creáis fervores en la concupiscencia y encendéis la tentación de los pecados” (Andrada, 1630: 158-306). El precepto, que según Fray Luis de Granada proviene del Eclesiastés: “No quieras traer los ojos por los rincones de la ciudad, ni por sus calles ó plazas; aparta los ojos de la muger ataviada, y no veas su hermosura”,[2] es tomado literalmente.[3] El Tratado de Confissom, de 1489, exhorta: “guárdate de la vista de las mujeres” (1973: 233).

A inicios del siglo XVIII, Bento Morganti repite ese mismo precepto que cubre de recelo y vergüenza a la belleza femenina:

 

Tener una mujer bonita, es sin duda cosa muy agradable a la parte sensitiva del hombre, pero de ordinario no hay hermosura sin contrapeso. Sin embargo, aquel que tenga mujer que guste de divertimentos y conversaciones, tengo por cierto que está muy próximo a grandes peligros. ¿Cuántas intrigas perjudiciales al honor se han principiado y concluido por este medio? La conversación produce insensiblemente el atrevimiento, enemigo capital de la honestidad. Quien escudriñe bien las historias hallará que ha habido escasa mujer de espíritu y amiga de las letras, que dejase buen nombre de muy púdica; porque en este sexo hay ciertas virtudes que son particular instrumento para perder la castidad (1765: 56-7).

 

En otro libro, dedicado a la “economía del matrimonio”, Morganti añade que “la mujer siempre debe usar en su adorno mucho menos de cuanto permiten las leyes; y ninguna debe aparecer en el teatro del mundo trayendo sobre sí todo de cuanto consta su dote” (1758: 14).

No eran opiniones aisladas las de Morganti, Granada o Diogo de Paiva también condenaban la belleza de la mujer como anzuelo de la tentación. La Guía de casados declara: “Deseo que de la hermosura se use como de la nobleza: huélguese cada uno de tenerla, pero no la muestre […] no faltó ya quien dudase, si la hermosura se daba por premio, ó por castigo” (De Melo, 1786: 28). Desde la Antigüedad remota, a la mujer se le identifica con la potencia descontrolada del instinto sexual. La brujería es, por ejemplo, ante todo, erótica, la magia amatoria.

La condena de la belleza era sinónimo de ruptura con el cuerpo, como en el caso que relata Pedro José Supico de Morais: “La Señora D. Francisca de Attaide fue dama dotada de singular hermosura. Al padecer de lepra quedó tan deforme que causaba horror y con apresurados pasos se le acercaba la muerte. Fue a visitarla su tío el Obispo de Coímbra, y llorando al verla tan cambiada, le dijo ella riéndose: Señor, no tengáis pena en lo que yo tengo gloria. Si el preso viese que las paredes de su cárcel se arruinaban ¿no se alegraría?” (S. Morais, 1732: 6). Azevedo, comentador del siglo XVIII del Manual de Epicteto, recuerda que a “las mujeres de ningún modo las han de estimar por los afeites y atavíos con que se hacen muchas veces tesoros de la codicia, pasmo de la hermosura y lazos del apetito, sino por la modestia, pudor, candor y honestidad de sus hábitos, para acostumbrarse, como dice Simplicio, a cuidar de su casa, de la crianza de sus hijos y a ver por su marido, dejando de lado la demasía y afecto de esta vanidosa pompa del mundo mujeril” (1785:146), expresando así una misoginia cuyo origen estoico manifiesta exactamente el horror por la belleza corporal, luz diabólica que hechiza y atrae.

Las mujeres, para quienes el Manual no está dirigido, conforman uno de los grandes peligros para el hombre, que debe evitar relacionarse con ellas: “De mujeres te guardarás lo más posible, si no eres casado; y con cualquiera que trates, que sea legítimamente. Tampoco seas inoportuno reprendiendo a los que las tratan; ni te jactes a cada paso, por no tratar con ellas” (130). El comentador agregará a ese capítulo una objeción en cuanto al uso de la expresión “que sea legítimamente”, considerada señal de una de las peores faltas de los griegos, o sea, su opinión sobre el sexo, que, incluso en Epicteto, no es visto como un mal en sí: “Para inteligencia de este abominable error, conviene saber que el uso venéreo parecía a los paganos no tener nada de pecaminoso, siempre y cuando no se ejerciera contra las leyes y el orden de la naturaleza, o en quiebra del derecho y de la justicia, con las mujeres e hijas ajenas, pero siendo el tal comercio con una meretriz o con una esclava, entonces engañadamente presumían que no era pecado” (131). El estoicismo ya defendía el sexo apenas procreador, pero veía en él algo que podía ser practicado, siempre y cuando no se dejara someter “a los halagos, lisonjas y dulzuras”, como advierte el Manual: “Si la imaginación te representa algún deleite, has de poner una mano en ti, y no vayas luego tras de él; discierne bien y toma tiempo para deliberar […] Mas si con todo te determinas a admitir aquel deleite, cuida que no te venzan los halagos, lisonjas y dulzuras” (139). El comentador reconoce en Epicteto la admisión de la legítima procreación de los hijos, recomendando siempre la templanza en este deleite, con la consideración de que es mucho mayor el gusto que recibe el hombre por haber vencido sus apetitos, aún en lo que se le permite, que todos los halagos, lisonjas y dulzuras que puede experimentar en su fruición del mismo deleite.

El moralismo filosófico y religioso siempre fue masculino, hecho por hombres para enseñar a hombres a derrotar la carne. Desde los estoicos hasta el moralismo católico moderno de la Contra-Reforma o protestante de la Reforma, la misoginia es la compañera inseparable de la castidad. La inferioridad de la mujer, además de todo, es esencialmente moral, pues la mujer se controla menos en relación con los llamados carnales, dado que ella misma es dominada por los ciclos de la carne. “La mujer es un animal imperfecto, un error de la naturaleza, un monstruo de nuestra especie. Si es fea, es un tormento para los ojos; si bella, una tortura para el corazón” (Giovanni Loredano apud Camporesi, 1990: 114). Caracterizaciones como esa, de 1684, se multiplican a lo largo de los siglos y se repiten como una vieja sabiduría entre traductores, editores, censores y lectores de la época moderna. Esa prédica misógina y milenaria es la que construyó y construye hasta hoy el ideal de “mujer”, que —como advierte Simone de Beauvoir— es una creación de la cultura.[4]

Bento Morganti afirmaba que “hizo la naturaleza más excelente al varón que a la hembra; y el mismo orden de esta disposición pide que los inferiores se sometan a los más excelentes; por eso la obediencia en la mujer debe ser una señal distinguida del prudente reconocimiento de su inferioridad” (1758: 26), tal como ya afirmaba desde la Antigüedad Aristóteles, el “príncipe de los peripatéticos”. Mello Moraes, el médico brasileño y diputado del Imperio, se expresaba así sobre las diferencias de género: “El hombre es activo y provocador, la mujer pasiva y sumisa, uno es más ardiente, la otra es más fría, el primero manda y triunfa, la segunda sucumbe y suplica” (1872: 328).

La entrada de “Molher”, en el Vocabulario portugués y latino de Rafael Bluteau (1712), expone con detalle su definición:

 

«Molher, o mulher [mujer]». Creatura racional del sexo femenino. Concibe dentro de sí, y pare. Escribe Salomón que, si entre mil hombres halló uno bueno, ninguna mujer buena encontró. Dífilo, famoso arquitecto de la Antigüedad, solía decir que una buena mujer, una buena mula y una buena cabra eran tres malas bestias. Decía Sócrates que una mujer hermosa y bien hecha era un altar montado sobre un muladar. Demócrito, filósofo de alta estatura, al preguntársele por qué razón se casaría con una mujer pequeñita, respondió: De los males, el menor.

 

Pero la mujer no sólo era menospreciada, también era culpada, pues a ella se le atribuía el origen de la Caída, como reza el Tratado de Confissom, “el mundo entero está obligado a morir porque leemos en el Génesis que nuestra madre Eva codició ser como Dios” (1973: 209).

La misoginia moderna se manifestó mediante un rasgo fuertemente católico en el mundo ibérico, donde la prédica moralista se basó en los filósofos griegos para determinar la inferioridad natural de la mujer y, por tanto, su incapacidad para la vida civil, aunada a la culpa del pecado original. El Dr. João de Barros decía que a la mujer “le fue ordenado que no gobernase la República, no juzgase, no predicase ni dijese misa, no pudiese tener por oficio el de escribano, recaudador, ni ningún otro oficio público”. Retomando a Aristóteles, Platón (que no sabía si “juntar a la mujer con los hombres o con los brutos”) y Marco Aurelio, en contra del género femenino, De Barros añade a la misoginia estoica la maldición cristiana: “Arma del diablo, cabeza del pecado, destrucción del paraíso […] no hay víbora que tenga tanta ponzoña como la lengua de una mujer, porque como dicho de Marco Aurelio, la naturaleza ha dado a la mujer toda su fuerza en la lengua […] Marco Aurelio se lamentaba mucho de ellas y decía que si los hombres supiesen cuántos males se les siguen de tratar con ellas, no sólo no las proveerían sino que ni siquiera las mirarían, ni con los ojos, ni con el pensamiento” (1874: Fol. VII). En tanto objeto de detracción, la mujer se sintetiza como blanco de los moralistas, todos hombres. “El deseo sexual se erigía como un privilegio exclusivo de los varones […] sin lugar para discursos femeninos sobre su propia sexualidad”, como apunta Mary Del Priore (1993: 137). No se sabe de escritos femeninos sobre el amor en portugués y español, salvo rarísimas excepciones como la de la española Oliva Sabuco (1728: 36),[5] que escribe, no obstante, contra la lujuria, repitiendo las ideas de “desecamiento”, porque la lujuria en los hombres “derriba el jugo de su raíz […] y muchos mueren por demasiado coito”.

 

 

Traducción del portugués realizada durante el Seminario de Traducción Literaria del Departamento de Letras Portuguesas de la UNAM, impartido por Iván García e integrado por los alumnos Julieta Hernández, Carolina Rodríguez, Diego García y Vania Rocha.

 

 

 

Bibliografía citada:

ANDRADA, Diogo de Paiva. Casamento perfeito. Lisboa: Jorge Rodrigues, 1630.

AZEVEDO, Luis Antonio. “Escolios e anotações”. En Manual de Epictéto filósofo. Traducción de Francisco Antonio de Sousa. Lisboa: Régia Oficina, 1785.

BOXER, Charles R. A idade de ouro do Brasil. São Paulo: Companhia Editora Nacional/Edusp, 1969.

BLUTEAU, Rafael. Vocabulário português e latino. Lisboa/Coimbra: Col. Da Companhia de Jesus, 1712.

CAMPORESI, Piero. Les baumes de l’amour. París: Hachette, 1990.

DE BARROS, João. Espelho de casados. 2 ed. (conforme a la de 1540). Oporto: Imprensa portugueza, 1876.

DE BEAUVOIR, Simone. El segundo sexo. Traducción de Alicia Martorell. Madrid: Cátedra, 2015.

DE GRANADA, Fray Luis. Guía de pecadores. Lisboa: Juan Blavio de Colonia, 1556.

DE MELO, Francisco Manuel. Carta de guía de casados, y avisos para palacio. Madrid: Oficina de Benito Cano, 1786. Sin datos de traducción.

DE MELLO MORAES, A. J. Diccionario de medicina e therapeutica homoeophatica. Río de Janeiro: Typographia Nacional, 1872.

DEL PRIORE, Mary. Ao sul do corpo. Condição feminina, maternidades e mentalidades no Brasil colonial. Río de Janeiro: José Olympio/Edunb, 1993.

MORAIS, Pedro José Supico. Colleçam moral de apophtegmas memoraveis. Lisboa Oriental: Oficina augustiniana, 1732.

MORGANTI, Bento. Breves reflexões sobre a vida económica. Lisboa: Joseph da Costa Coimbra, 1758.

________. Afforismos moraes, e instructivos. Lisboa: Oficina Manoel Coelho Amado, 1765.

SABUCO, Oliva. Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida, ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos, la qual mejora la vida, y salud humana. Alcaraz: Domingo Fernandez, 1728.

TRATADO de Confissom (Chaves, 8 de agosto de 1489). Lisboa: Imprensa Nacional/Casa da Moeda, 1973. Facsímil.

 

 

[1] “Incluso los españoles se burlaban de la celosa reclusión en que los portugueses de todas las clases mantenían —o luchaban por mantener— a sus esposas e hijas”, señala Charles Boxer (1969: 158).

[2] Tal afirmación está en la página 37 de la Guía de pecadores. No encontré ese versículo en el Eclesiastés.

[3] El pasaje se encuentra, como refiere Granada en el original castellano, en el Eclesiástico (9, 7-8). Lo que Carneiro cita es una traducción anónima de 1873, posiblemente de allí se deriva la confusión entre Eclesiastés y Eclesiástico. N. de los T.

[4] “No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino” (2015: 371).

[5] Algunos cuestionan la autoría de los textos que se le atribuyen, pues afirman que el verdadero autor fue su padre.