Los trayectos subjetivos y colectivos son mucho más imprevisibles y veloces de lo que creemos. Tomados por lo que ocurre, nos adaptamos a la contingencia, no podemos más que improvisar. Planear y prevenir otorga una ilusoria tranquilidad, ilusoria porque las experiencias de la vida —que es lo que verdaderamente cuenta— son imprevisibles. Ciertamente, nos guste o no, estamos regidos por el azar y la contingencia, un “no saber” y una “sin dirección” (“El azar determina”, me han dicho que dijo Lacan en un diálogo imprevisto y ocasional).
La improvisación no puede ser ni un método ni una ideología, simplemente no podemos hacer de otro modo: sin quererlo y sin saberlo, nos convertimos en efecto de lo que ocurre en el instante presente, somos permeables y nos dejamos habitar por el momento vivo.
Hoy, la fortuna y la improvisación se ven afectadas, todo debe ser previsto con anticipación; es uno de los imperativos de estos tiempos.[1] Ya no puedes seguir tus impulsos espontáneos: viajes, bodas, escapadas, visitas, deben ser planeados. ¿Quieres tomarte un tren? Debes preverlo tres meses antes. ¿Qué va a estudiar el niño que hoy tiene tres años? Se prevé desde ahora. ¿Quieres salir a ligar? Toma tu aplicación y prevé la cita. Todo debe planearse y a la vez, aunque pese, nada es previsible porque el azar determina.
El año pasado en París, en el día de la música, subió a la estación de metro Nationale un trompetista ya mayor, algo pasado de copas. Estaba muy enojado porque hasta el año anterior los músicos no pagaban el boleto de metro en su día, pero ese año debía pagar. Entró al vagón, se declaró anarquista y pronunció un discurso que, sin pensar, aplaudí de pie al final. Los demás pasajeros, como bien notó el orador, sumergidos en los celulares, fingían no escuchar. No los juzgo, después de todo, existe el derecho de no escuchar. Este músico cerró así su protesta en el vagón del metro Nationale: “Pronto el dinero va a desaparecer y todo se pagará con tarjeta, entonces la gente que vive en la calle va a asaltar los supermercados y será un caos absoluto y violento”.
En su marcha, el régimen de consumo produce una segregación tan grande que resulta casi impensable. Antes, te las arreglabas aunque no tuvieras dinero. Hoy, sin una tarjeta bancaria no se es nadie. A su paso, la disciplina del consumo va cerrando los intersticios sociales donde se aloja lo espontáneo y lo improvisado. El régimen del mercado, como cualquier régimen, impide la improvisación. Y puesto que el sistema está incorporado, nos lo impedimos nosotros mismos, nos autodisciplinamos y nos censuramos.
Por fortuna, convenga o no al mercado, la magia de lo espontáneo queda afuera de todo control y autocontrol. Así, la improvisación es un modo de resistencia, pues el azar de lo que ocurre es indisciplinable. La vida está hecha de improvisaciones, las cosas muy planeadas tienen algo de falsas. Las grandes decisiones nunca son efectos de un pensar calculado, sino que se toman por arrebato. Es algo que le escuché decir a Jean Allouch en un seminario y que me hizo ver que se experimenta en la vida de cualquiera: Uno se casa, se va de viaje, se separa… por un arranque de locura.
Imaginemos la vida sin algo de locura, o sin azar, incluso sin la estupidez. Lacan, ese siempremoderno, hace un elogio a la estupidez: la estupidez como lo que falla a la exitosa industrialización capitalista del deseo.[2]
¡El inconsciente es muy indisciplinado y azaroso! No se sabe cuándo, parafraseando a Guattari, el pájaro mágico va a golpear en la ventana.[3] El psicoanálisis es una práctica de la improvisación pues no hay saber preestablecido. Es su política y su estética. Lo que ocurre en la sesión es imposible de prever porque, como todo en la vida, no sabemos lo que pasa hasta que está pasando. Las indicaciones de Freud al analista van en ese sentido: no juicio, no valores, no morales, atención libre y flotante. Lo que es decir: “¡Improvise usted!”. Freud nos deja libres: “Escuche todo sin fijarse en nada en especial”. ¡Ah, se requiere de una libertad! Esa libertad es acaso la calidad del analista, su estética de la vida —tal vez alcanzada en su propio análisis o en los sacudones de la existencia—, es lo que orienta su improvisación.
¿Cómo recibir a alguien? En el modo de recibir producimos el tono del encuentro. Aquí Jean Oury en 1987: “Para acoger a alguien hay que adecuarse al mismo paisaje: Uno siente todo eso. No es por intuición, es ‘directo’. No es visible tampoco, pero es del sentir. Se participa”.[4]
En el encuentro, el analista da el primer paso y pone el tono. Tiene sus reglas de improvisación, aunque sean móviles e inenunciables. Cada encuentro es un encuentro. Si nos ponemos rígidos y solemnes las cosas no andarán, o irán en un sentido contrario al de la libertad que requiere para acomodarse al paisaje del otro. “El éxito se asegura mejor cuando uno procede como al azar, se deja sorprender por sus virajes, abordándolos cada vez con ingenuidad y sin premisas”; aconseja, en consonancia con Oury, un Freud en 1912.[5]
El análisis es una mayéutica en la que el camino mismo produce los hallazgos. Que sea una práctica seria no le quita comicidad: notemos, por ejemplo, que en esta mayéutica inaudita uno va al psicoanalista porque está mal y en el curso de los encuentros descubre que está peor de lo que pensaba.
Del lado del analista es un ejercicio perruno, Un metier de chien, como titula su libro Dominique Desanti. Lacan llegó a decir que el analista es masoquista. Cierto: te prestas. Te prestas para ser amado, idealizado, luego botado. A veces eres un juez implacable, otras veces eres una madre buena, y, si estamos en una cultura pudorosa, uno no se entera jamás lo que representa para el que viene a vernos. Puede suceder que un día cualquiera, de la nada, te ves en el suelo arrojado como un papel viejo; igual que en el amor. (La transferencia es el amor [Freud 1913]. El análisis es una erotología [Lacan 1963]).
Las miserias cotidianas y los infortunios de una psicoanalista, no son ni más ni menos que los de cualquiera. Es un oficio ingrato: uno ve que el visitante está muy bien, cada vez mejor, que el análisis —y la vida— le abrieron un horizonte, una tiene la sensación de algo bien hecho; hasta que un día, al despedirse, declara: “Desde que me inscribí en el gimnasio todo cambió en mi vida y me siento mucho mejor”. Piensas: “¿Y yo qué?, ¿estoy pintada?”. Haces silencio.
Puede también ocurrir que algún visitante te haga entrar en crisis: viene muy contento porque dejó de fumar, tiene el halo de alguien dueño de sí, declara: “Por fin decidí cuidarme, hacer algo por mi salud, dejar este hábito que solo me trae malestar”. Al escucharlo te cae el veinte de que tú no te cuidas. Es cuando piensas: “¿Ves? Aprende de él!”. Entonces, al final del día te preguntas: “¿Qué pasó?, ¿acaso me estoy analizando con mi paciente? ¿Quién debió pagar la sesión a quién?”. Con frecuencia te dejan plantada, o ya no vienen y no recibes un “gracias”. Te sientes abandonada. Luego pueden regresar después de años, ¡como si hubieran venido ayer!
El analista es paciente, debe serlo para ajustarse al tiempo del otro. Si bien sabes que hacer silencio es precioso porque la persona debe descubrir solita sus cosas, algo puede impacientarte. Por ejemplo, cuando el señor de 60 años relata por vigésima vez que su dificultad en los afectos se debe a que su mamá un día le dijo bla. Debes renunciar al impulso de proferir “¡Pero queridoooo, mi amorrr!, ¡eso pasó hace mucho tiempoooo!”. Respiras hondo, callas. O no; pues no hay que prejuzgar mal el hacer intervenir alguna vez el sentir del analista. La manifestación de su impaciencia, por ejemplo, puede también ser el impulso de un salto a otro lado, a algo distinto de la repetición. ¿Cómo decidir? Para el analista se juega el cálculo, la intuición del kairós.
Acomodarse al paisaje del otro, eso puede dar por resultado una pintura, una partitura… una coreografía. La danza y el psicoanálisis han sido los grandes amores que me acompañaron, me salvaron y educaron desde los 18 años.[6] La fijeza fija, la movilidad nos deja libres. Por eso amo la danza, porque su oficio es el movimiento, su virtud es que no pretende permanecer. La más efímera de las artes, cuando sucede, ya sucedió.
Ahora noto que la danza y el psicoanálisis tienen mucho que ver. La sesión de análisis es pensable y vivible como una coreografía, un Pas de deux improvisado en el que puede ocurrir, por ejemplo:
Tombé (caída), Soutenu (sostenido), Glissade, glissade (deslizamiento), Shhh… Saut de chat! (salto de gato), Grand jetté (salto al abismo), Fouetté (azotado), Équilibre, Tourner… tourner tourner (giro… giro… giro), Coupé (corte).
Podemos palpar que estos pasos pueden suceder en una sesión, o en la calle, o en la vida… ¿hay diferencia?
En ocasiones, por derrapes de transferencia, tuve el lapsus de decirles “doctor” a mis maestros de danza. Es que muchas veces las intervenciones y correcciones proferidas en clase, referidas nada menos que al cuerpo, a sus ejes y posturas, tienen el carácter de interpretaciones. Cito a continuación intervenciones literales de mis maestros/analistas tomadas de los apuntes de clases. Señalamientos para el salón de clases ¡y para la vida!:
-No estás en tu centro, estás sentada
-No hago como que hago. No hago como que salto, ¡salto!
-Veo sus manos, sus rostros y me asustan; parece que están a punto de asesinar a alguien
–No mecanicen los movimientos. Se vuelven rígidos. Se ahogan ustedes mismos y me parece estar asistiendo a un suicidio colectivo
–No me hagan esa cara de angustia cuando hacen rélevé. Hay que sonreír ante el abismo, como hacen los poetas
–No marquen, ¡hagan! No representen, ¡sean!
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La sesión como un Pas de deux interroga… ¿Dónde está el sujeto? ¿Cuál es el objeto del caso? Son preguntas claves para el psicoanálisis, pues si pensamos que quien viene a vernos es un objeto a ser examinado, diagnosticado o inyectado de teoría, ya estamos en la psicología.
A propósito de estos interrogantes, quiero contarles una anécdota que me ocurrió el año pasado. Se trata de lo que me pasó a mí, y no a mi huésped. Es importante resaltarlo porque en algún sentido el caso es siempre el caso del analista. Que el lector juzgue a partir de la siguiente situación inaudita:
Mi visitante llegó aquejada por una idea que ella calificaba de “hipocondríaca”: le había salido un grano entre el paladar superior y la garganta. Estaba angustiada, temía que fuera un tumor. Pasaba tiempo en el baño, mirando el interior de la boca con la ayuda de espejos de todo tipo: grandes, pequeños y de aumento. Mientras la escuchaba, comencé a sentir un pequeño grano en mi paladar superior. A medida que mi visitante hablaba, el grano, que hasta hacía unos momentos no estaba, comenzó a tomar un lugar importante en mi boca. Pasaba mi lengua y allí estaba, ¡en unos segundos había crecido! Fui tomada por sorpresa, mi cuerpo era rehén de algo. Junto al estado de estupefacción surgió también, como en ella, el miedo de un tumor. Al terminar la sesión corrí al baño y tomé los espejos (igual que ella) para observar el interior de mi boca, allí estaba el grano con su punta blanca. Me hice gárgaras con bicarbonato y al día siguiente no tenía nada.
¿Qué había pasado? No lo sé. La experiencia muestra que el analista puede estar colonizado, infectado por el otro, no solo puede ocurrir, sino que es deseable la disponibilidad del analista para dejarse afectar por el huésped. Ese grano era un grano común. Hay que dejar el cuerpo libre para dejarse habitar por un grano. Años atrás no habría ocurrido, pues aun no estaba tomada por esa libertad.
La siguiente sesión comenzó por expresar que todo se había calmado con respecto al grano y que le habían servido mucho mis palabras. Puesto que no recordaba lo que había dicho, le hice un gesto con la cabeza a modo de pregunta. Respuesta: “Me dijo: ‘Usted no es la única en tener miedo’”.
Mi intervención, de la que no tenía memoria alguna, había operado por sí misma; en una intimidad impersonal compartimos tanto el grano como el miedo al grano. En palabras de Mayette Viltard durante una plática: “El analista no está en la vereda de enfrente, estamos del mismo lado”.
La improvisación que requiere el analista, como cualquier improvisación, no responde a nada. No hay nada que medie o que legisle lo que sucede en el encuentro: No hay teoría (aunque hay que saber algo), tampoco hay método (aunque Freud da unos tips de este “no método”). El marco está dado por las únicas reglas: asociación libre y atención flotante; dos reglas que enuncian un fuera de toda regla: “Diga todo lo que se le ocurra” y “Escuche libremente sin juicio previo”. Freud advierte que el analista se abstiene de gozar del poder que le confiere la transferencia. La abstinencia de gozar, para el analista, es también una regla, ni ética ni moral, dice, es solo para que los encuentros sigan teniendo lugar.
¿Cuál es la calidad del analista? Hay un saber hacer con la erótica (transferencia) que se puede nombrar de diversos modos; por ejemplo Mayette Viltard habla de “un manejo estético de la transferencia”. Aun cuando el psicoanálisis no es un arte, se aproxima: “De allí habremos de tomar el grano”, aconseja un Lacan.
En el Pas de deux acaso el analista conduce lo que ocurre hacia un afuera estético; no alimenta lo banal ni alimenta el espejo. Lacan hablaba del desser del analista. El vaciamiento de sí lo deja libre para recibir lo nuevo. Su modo de escucha le permite hacer sin pensar, el saber hacer de la improvisación. La sesión no necesita encuadre porque el analista es el encuadre, el marco que hace posible el encuentro. Caen las teorías y los significados previos, nada hay pre establecido, solo cuenta lo que sucede.
Un día, en una reunión de lectura, Eduardo Bernasconi preguntó: “¿Y si despojáramos de significado la palabra ‘padre’?”. Al escucharlo, me pregunté: “¿Y si despojáramos a todas las palabras de sus significados?”. Sería una verdadera revolución, la improvisación de nuevos nombres, entonces de mundos nuevos.
Me ha ocurrido, por fugaces instantes, sentirme invadida por lo previo al significado. Hace un tiempo sentí y vi la lluvia como si fuera la primera vez, descubrí la emoción y la magia de la lluvia en el cuerpo y sin lenguaje, sin nombre aún. El sentir corporal fue profundo, infantil, arcaico y maravilloso. Duró un destello. A veces vuelvo a sentir fugazmente la ráfaga de una felicidad que solo había sentido a los 15 años. Son instantes en los que el cuerpo es libre, libre del régimen del lenguaje.
La poesía siempre; porque ella nos permite tocar la libertad del cuerpo con la punta de los dedos:
Algo me picó en el río. Duele, pero no me molesta. ¿En qué parte me picó? En el río. No, en qué parte del cuerpo. En esa.
Bruno Darío, Mal de aire.
[1] Es el imperativo desde que “el tiempo es oro”, el capitalismo, el dinero.
[2] Jacques Lacan, Seminario Les non dupes errent, 1973.
[3] Félix Guattari, Caósmosis, cap. “Metamodelización esquizoanalítica”. Ed. Manantial, 1997, p. 86. Edición en francés: ed. Galilée, 1992.
[4] Jean Oury, Creación y esquizofrenia. Traducción de Alicia Josefina Guerra Díaz y Daniel Segura Guerra.
[5] Sigmund Freud, Sobre la dinámica de la transferencia (1912). Ed. Amorrortu, vol. VII, p. 114.
[6] El ballet: sé que es patriarcal, romántico, colonialista, elitista, imperialista, es horrible… ¡Ay, pero me gusta! Los estudios decoloniales, tan importantes, no pueden aspirar a una depuración. ¿Te gusta Van Gogh? Ya estás colonizado. El amor coloniza. Estamos colonizados por nuestros amores.