Hace poco más de cinco años recibí una invitación para considerar un espacio que podía ser intervenido en términos artísticos. Aquel sitio perteneció a una vieja cárcel mexicana que ahora es el Archivo General de la Nación (AGN). Hospeda importantes documentos de inestimable valor; entre ellos, el manuscrito original de la Constitución Mexicana. La antigua penitenciaría de la Ciudad de México, el Palacio de Lecumberri, sigue presente no solo como ejemplo de corrección y regulación social, sino también como paradigma del abuso y opresión de un sistema político mexicano que se recuerda aún por su cercanía.
La invitación que recibí tenía un fundamento muy particular: he trabajado en cárceles conduciendo distintos talleres de arte para internas e internos con padecimientos psiquiátricos y enfermedades crónico-degenerativas en la Ciudad de México. Lo he hecho durante numerosos años, por lo que era de suponer que conozco la idea de la prisión y, de manera remota, entiendo sus mecanismos.
Lecumberri era para mí el acceso al gran emblema de las cárceles mexicanas, el símbolo palpable de la inalcanzable rehabilitación social para los infractores, e instrumento déspota de control social. Existía entonces una estrecha conexión entre mi trabajo y la antigua penitenciaría de la ciudad.
Sumado a lo anterior, este establecimiento fue en su momento el último eslabón de la cadena correctiva y se pensó desde su origen como el gran aparato que todo lo observa: el Palacio de Lecumberri es una cárcel concebida a modo de panóptico, el más grande de Latinoamérica. Su solidez es tan magnificente que cuando la cárcel fue cerrada en 1976 fue casi imposible desmantelarlo debido a su estructura metálica. Durante la remodelación para acondicionar Lecumberri como archivo, la torre de vigilancia central —el ojo perpetuamente abierto y corazón del establecimiento— pudo ser retirada y el espacio restante cubierto con una enorme cúpula. Con la intención de resarcir un pasado sombrío, se decidió destruir la torre ya que, a decir de los cronistas del inmueble, era el emblema más visible del absolutismo carcelario.
Cuando hice un reconocimiento del lugar, me quedaron claros los usos actuales del espacio: las celdas son ahora grandes cajas que albergan documentos antiguos y las crujías —los corredores que convergen al centro del otrora penal— son sitios de estudio y lectura. En mi primera exploración noté que algunas áreas ya habían sido ocupadas, de manera temporal, por una serie de ejercicios conceptuales de naturaleza artística. Se trataba de una exhibición colectiva inspirada en lo carcelario con piezas variadas: videoinstalaciones, apropiaciones de archivos, ejercicios in situ y exploraciones acústicas. Todas las piezas estaban desperdigadas a lo largo y ancho del inmueble y, a pesar de que estaban conducidas por él mismo eje temático, era difícil percibir coherencia entre las mismas. Basta con decir que las dimensiones del edificio aplastaban todo intento de claridad para cualquier ejercicio plástico.
Al final del recorrido me preguntaron qué lugar me parecía apropiado para intervenir. Mencioné que deseaba reconstruir la torre de vigilancia.
Sobra decir que toda pieza artística, a pesar de que se traduzca en la mayoría de los casos en íconos, es invariablemente un relato. Cada obra describe, señala, ordena y traza argumentos alrededor de uno o varios fenómenos y responde a las necesidades de su tiempo. La obra de arte se anticipa retrocediendo y haciendo inspección de la memoria. Se torna entonces en utensilio de cálculo y análisis, apartándose del simple valor mercantil y contemplativo. De ahí que existan numerosos ejercicios que se alojan en los huecos y resquicios que un suceso dejó tras de sí. Prosperan a partir de la desaparición. De tal modo, narrar la ausencia se convirtió en la principal tarea dentro del antiguo establecimiento penitenciario.
La desaparición más importante al interior del Palacio de Lecumberri es, sin duda, la torre vigía que se situaba en el eje de la institución. Basta con observar fotografías del penal en operación para entender no solo las funciones prácticas de la torre, sino también el poder simbólico que el panoptismo formula.
La pregunta era no solamente cómo indicar lo omitido, sino cómo generar un dispositivo y un pretexto de existencia de una pieza artística en ese lugar sin recurrir a la estéril idea del memorial. La solución fue la inversión de los mecanismos de vigilancia y, por supuesto, elevar la condición efímera del evento artístico, comprometiéndolo con la generación posterior de un registro y documentación adicional.
En la mayoría de los casos, este tipo de ejercicios se codifica de tal manera que solo los enterados de tales signos pueden entender lo que se expone. En otras palabras, pareciera que únicamente los versados en las obras de arte actual las entienden. Contrario a lo anterior, creo que cada pieza debe hablar por sí misma, y debe de ser elocuente y clara para ser entendida por todos. Bajo esta premisa se trazó un plan sencillo y complicado a la vez: ensamblar una estructura metálica que dialogara a nivel material con la vieja torre de vigilancia. Esto debía generar una operación inversa en la mirada: la torre dejaría de vigilar y sería vigilada. Así nació Modelo para Armar y Vigilar.
Se trató, entonces, de una torre construida con una red de andamios a la cual se podía acceder, hasta la cúspide, por un sistema escalonado. Para ser atendida y vigilada, se pensó en hacer de la torre un espacio habitable. Bajo este término, se colocaron 50 jaulas con 50 aves vivas en la parte superior, las cuales necesitaron atención y cuidados durante 30 días naturales. En la base de la torre se estableció un área de trabajo donde el vigilante-artista debía permanecer durante la existencia de la pieza. Este espacio de trabajo funcionaba como sistema de monitoreo y preparación de alimentos y medicinas para las aves. La torre era vigilada y atendida todos los días.
¿Por qué algunas piezas de arte funcionan y otras no? Todo depende de las lecturas que las motivan y de sus desdoblamientos. El Archivo General de la Nación está alojado en una antigua penitenciaría. Esta serie de antecedentes y las funciones actuales vuelven a este espacio peculiar y único, pero no del todo funcional. Si bien dejó de ser una cárcel, tampoco es un lugar apropiado para albergar documentos históricos y, mucho menos, una galería de arte o un museo, aunque no deja de ser un lugar atractivo para ser reinterpretado. En lo anterior se funda esta doble intervención que subraya, a partir de la arquitectura penitenciaria original, la condición de aparente adaptabilidad del inmueble. No resultó extraño que los lectores inmediatos del Modelo para Armar y Vigilar fueran los empleados e investigadores del AGN: para muchos fue una intervención y un ejercicio probablemente inútil y absurdo. No obstante, hubo comentarios que recordaban, precisamente, la torre original; era como si un fantasma hecho de andamios de 90 toneladas se mantuviera produciendo un recordatorio constante durante un mes.
La presencia de las aves en el andamio se pensó como una acción que obligaba estar al pendiente de ellas, a la vez de hacer de la torre un estímulo acústico. El AGN actualmente se concibe como un sitio de lectura y estudio, de manera que el sonido de las aves interrumpía la aparente solemnidad del sitio. Lo inquietante de la pieza es que, en cierto momento, se convirtió en una fuente de incertidumbre. Durante el segundo día un ave desapareció de su jaula. Conforme avanzaron los días algunas escaparon pero, en vez de desvanecerse, regresaban en busca de alimento y agua. Cabe mencionar que las aves nacieron en un criadero y desconocían el significado de la libertad. Su hábitat era el cautiverio y cuando lo abandonaban, por voluntad o accidente, volvían a él.
Tres aves murieron durante el evento; las descubría por la mañana en las jaulas, cuando tenían que ser alimentadas. Supuse que algunas podrían escapar, pero nunca contemplé la idea del deceso. Y es que la muerte fascina. Cuando los empleados del AGN se enteraban, se acercaban a ver al animal muerto. Se compadecían y lamentaban el infortunio, aunque sonreían cuando miraban lo que yo hacía con los cuerpos: los depositaba en pequeñas cajas que confeccioné en el espacio de trabajo. Preguntaban qué haría con los cuerpos y les mentía: afirmaba que los sepultaría lejos.
Mi estancia en la antigua cárcel fue la oportunidad de deslizarme en parte de sus entrañas y entender por qué la idea de readaptación social no funciona, ni funcionará, en tanto no caigan los andamiajes sociales que aún prevalecen y justifican su existencia. Se seguirán erigiendo muros y cometiendo injusticias; sin duda, recrear de manera simbólica el viejo panóptico fue un pretexto para sumergirse en una parte medular de la penitencia mexicana.
Las cárceles que ahora funcionan invariablemente serán anuladas para dar paso a un nuevo sistema de control y nuevos aparatos de vigilancia, sin mencionar las estrategias de arquitectura social que poco a poco se anuncian en el horizonte. Cualquier ejercicio enfocado a la recuperación de los vestigios y señalamiento de la memoria nos aclara que ningún modelo penitenciario que persigue reconfigurar al individuo ha sido capaz de perdurar y permanecer intacto.
Solo para cerrar el círculo, hay que deducir que los discursos cambian de manera constante porque deben de hacerlo. Incluso los propios. A la distancia observo lo hecho en la extinta penitenciaría de la Ciudad de México, que ahora y de manera transitoria es el AGN, y pienso en lo que escribí al principio de la exhibición a modo de texto introductorio:
No es solo un acto de vigilancia simplificado o separado del poder axial de la visión que custodia, controla y sustrae: es también indicar esas sutiles distancias a momentos testarudas y abismales que existen entre lo que se mira y lo que se contempla, entre lo que se percibe y lo que se entiende, entre lo que se muestra como forma de uso y explotación y lo que necesita cuidado y mantenimiento.
El mecanismo de armado cede sus funciones al proceso de observación y permite el nacimiento de un custodio que ha sido despojado de su rango punitivo y que ya no es entendido como entidad vigilante y delatora. Ese custodio ahora permanece atento a las declaraciones de la edificación armada, obligado y anclado a las exigencias operativas de una torre obtusa y dependiente a perpetuidad —una perpetuidad acotada a treinta días y treinta noches—. El celador que en silencio administraba y evaluaba la penitencia de los demás, se convierte ahora en el conserje lúcido que asea y mantiene viva la torre habitada, pero que también articula la operación del andamiaje; él también administra sus funciones, pero desde una ubicación completamente inversa a la que la maquinaria panóptica propuso desde un principio. Inversos son también los procesos de organizar y estimar los flujos y direcciones de lo que entendemos como justo y correcto, así como el límite que separa lo que es útil o estorboso.
Centro donde emana la observación, el espacio cardiaco y vacío entendido como aquella arquitectura residual que no puede ser negada y que siempre está indicando su propia ausencia, ya que no solo busca ser ocupada e intervenida, también persigue el examen y el diagnóstico.
Soporte y resguardo que permanece ciego pero que se escucha. El modelo armado ha expulsado a su vigilante y lo sitúa en el exterior; disminuido y condenado a la dimensión de afanador que interpreta su función desde la base de la torre que convoca a la mirada y el oído.
En este punto de partida me parece apropiado considerar, ¿quién hace penitencia ahora?