“Imagine all the people living for today”
John Lennon
¿Cuántas veces el propósito de una sesión de psicoterapia, de una meditación o simplemente de un consejo bien intencionado es lograr, así sea momentáneamente, la consciencia del aquí-ahora? La seguridad de que el presente es todo lo que tenemos y que en este instante está contenido el significado de la existencia. Reconocer lo ocioso de depositar nuestras emociones en lo sucedido o en lo que pudiera venir.
Cuando el tiempo que toma inhalar y exhalar es literalmente nuestra única certeza, concentramos todo nuestro ser en ese par de segundos y hasta aquellos recuerdos que apenas unas semanas atrás nos provocaban un terremoto interior y desbordaban nuestros sentimientos se diluyen, se desdibujan, pierden fuerza, se debilitan, porque nada hay más poderoso que vivir el hoy.
Eso es precisamente lo que experimento desde el momento en que la reclusión se volvió forma de vida, porque en ese punto desapareció la prisa, se esfumaron las preocupaciones anticipadas respecto a lo que pasará el próximo año, dentro de seis meses, en julio, en junio, en mayo. La incertidumbre es el sino de estos tiempos y, como muy pocas veces en mi vida, la certeza radica en el presente más estricto, el momento en que escribo estas palabras.
Hay teorías de que vivimos un punto de inflexión y que el mundo no volverá a ser el mismo luego de la pandemia, que se modificará hasta nuestro modo de pensar, que estamos en los prolegómenos de un nuevo orden económico mundial, que se cimbrarán las estructuras del poder. Eso es mucho para mí cuando es indispensable la concentración total en el acto de lavarse las manos o de evitar el contacto de los dedos con la cara, de no acercarse a menos de un metro y medio del prójimo, de encontrar la mejor manera de surtir mi despensa sin incurrir en actos que me pongan en peligro o puedan afectar a otros.
El indriya, la consciencia plena que predicó Buda, me es hoy más posible que nunca. No puedo distraerme en pensamiento alguno mientras desinfecto cada artículo que ingreso a mi casa al regresar de la compra. La dispersión no cabe cuando realizo el acto de enjabonar cada pliegue de mis dedos, cada milímetro de piel de mis palmas, tras recibir las monedas que me entrega el repartidor de agua o cuando pago la cuota de vigilancia.
Es atención pura, como la llamó Gautama, la que aplico si tengo la ineludible necesidad de salir a la calle, para evitar que mis dedos toquen accidentalmente mi cara. No importa si me da comezón en la ceja izquierda o si un cabello impertinente baila frente a mi ojo derecho. Mis manos no se acercan a la cara, no les permito siquiera el gesto y todo lo que constituye a esta persona que llamo yo, está alerta para evitarlo.
“El aquí y ahora es poderoso” me aseguraba un psicoterapeuta. Lo entendí, me convenció; sin embargo, resultaba tan complicada su aplicación a la vida diaria. Con la mente dividida un tercio en el pasado, un tercio en el futuro y un tercio en divagaciones.
Es la posibilidad de controlar lo incontrolable. Lavar las manos, alejarlas de la cara, mantener una distancia de metro y medio con los otros, parecen ser el seguro de vida para mí, para los míos y para aquellos con quienes coincido en un momento, en un lugar.
Como si en todo tiempo anterior me hubiera acompañado la certidumbre, como si en el minuto previo a que la existencia del virus asomara a mi mente, la vida hubiera estado garantizada y no cupiera duda alguna acerca de mi prolongada estancia en este mundo. He vivido como si tuviera en mi posesión el secreto de la perennidad, sin ponderar el aquí y el ahora.
Hoy, una situación límite, inimaginable, por mucho que haya sido tema de numerosas películas apocalípticas, me obliga a mantenerme en el presente, solo el presente, para huir tanto de pensamientos catastrofistas como de planes a futuro. “No es que todos vayamos a morir”, como dijo mi mejor amiga, pero tal vez tampoco permanezca el mundo que conocemos, el que construimos, el que parecía que finalmente destruiríamos.
Y en medio de todo esto ¿será posible que eso que veo planear altísimo en el cielo de la Ciudad de México sea un halcón o un águila recuperando su hábitat, así como lo han hecho las ballenas en la bahía de Acapulco donde hace algunas semanas saltaban las “bananas” inflables, porque vivimos lo inimaginable?