En la rutina de un escritor, las palabras aislamiento, silencio, retiro forman parte de un vocabulario familiar. “Escribir es defender la soledad en la que se está”, decía, más o menos, María Zambrano. Basta pensar en Michel de Montaigne y en el gozoso encierro en su célebre torre, rodeado de los quietos amigos que, perfectamente encuadernados, lo acompañaban en su biblioteca; o en la poeta Emily Dickinson, quien durante buena parte de su vida decidió no salir de su casa. Ahí resguardada solía hornear pasteles y galletas que luego, en una canasta atada a un cordel, les hacía llegar desde su ventana a los niños del vecindario. “La monja reclusa” entraba a su habitación en la planta alta, cerraba la puerta por dentro, ordenaba la tinta y los papeles y exclamaba “esto es la libertad”. Estos hermanos mayores suelen servirme de ejemplo muy a menudo, y los he tenido más que presentes en estos días. El cuarto donde escribo posee, para mi fortuna, un amplio ventanal que comunica con el jardín de la propiedad. Puedo entonces fugarme a ratos y en una suerte de cándida contemplación dejarme llevar por los numerosos seres que lo habitan o transitan por él: pájaros de muy diversa condición, avispas, gatos y hasta una gallina que se escapó del corral vecino y durante unos días se acercaba a mi ventana para picotear el cristal. Acá en la ribera de Chapala, donde vivo, hemos, me parece, tomado las cosas con más calma. Los encuentros, aunque esporádicos, con los amigos a la luz de un tequila son un justo y apreciadísimo bálsamo. Sin embargo, es verdaderamente triste ver prohibido el acceso a los malecones, plazas y jardines públicos; lo lamento por todos, por mis caminatas frustradas, por los muchachos y muchachas que ahí se reunían a charlar y romancear, pero muy particularmente por los niños. Un parque sin niños es —parafraseando a Joaquín Sabina— “como una isla sin Robinsón”.
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Vicente Quirarte me pide una muestra de mis poemas para una antología que prepara. El título de la misma me entusiasma: País llamado infancia que, con la temática implícita, reunirá poemas, fragmentos de cuentos y novelas de escritores mexicanos. Su requerimiento me toca el corazón pues me pide además que escoja una docena de páginas de entre las memorias que nuestro querido Guillermo Fernández dejó inacabadas y que con el título Éste, publicó el Fondo de Cultura Económica hace tres años. Haré también una breve introducción. Acepto ambos compromisos y escojo de entre mis poemas la sección completa que titulé “El enigma de los niños” y que aparece en uno de mis libros recientes. Vicente sugiere a otro querido amigo, el poeta y filólogo italiano Bruno Bianco —avecindado en México desde tiempo inmemorial— para escribir la introducción y con quien nos une el vivo recuerdo de Guillermo. Le llamo por teléfono y acepta, no sin antes manifestar cierta reticencia: “Sabes que te aprecio, pero no te molestes si mi piccola nota te trata con imparcialidad”. Transcribo aquí su encantadora presentación:
<<Dos son, por lo menos, las rutas de pensamiento que nos asaltan luego de leer un título como Teoría del campo unificado en la carátula de un libro de poesía. La primera sería considerar que el autor es un versado no sólo en versos sino en materia científica de vanguardia; la segunda nos llevaría a juzgar que nos está tomando el pelo. No terminan ahí las perplejidades que desde un inicio nos plantea Jorge Esquinca en el volumen citado, mismo que salió de las prensas en 2013. Al asomarse el lector a la página 7 se halla nuevamente confrontado por un epígrafe del sapientísimo Plotino, ni más ni menos, en el que asevera: “El cuerpo del universo es uno y el alma está en su unidad en todas partes”. Entonces, conjeturamos, ¿nos querrá involucrar el poeta en cierta convicción metafísica donde el alma se presupone como el auténtico campo unificado del cosmos? Sigamos. En la página 9 topamos con el título del primer apartado, “El enigma de los niños” y, al darle vuelta, con una nueva inscripción: “Cuídate del enigma de los niños”, suscrita, esta vez, por una entidad cuasi abstracta, el Oráculo de Delfos. Consulto al momento mi ejemplar de Les Oracles de Delphes (La Différence, 1994) donde Jean Paul Savignac traduce del griego al francés una nutrida dotación de las réplicas, azas misteriosas, que daba la Pitia a los devotos de Apolo. Luego de una somera averiguación, puedo confirmar que Esquinca tomó de entre ellas, traduciéndola a su guisa, el epígrafe. Son trece los poemas en prosa que componen la mencionada sección. Instantáneas, estampas, donde niñas y niños hilvanan pequeñísimas historias del entorno doméstico, salvaje, onírico, acaso visionario. Tienen, a veces, nombre propio: Isabel, Sebastián, Heliodoro, Clyo… ¿Personajes de la vida real? ¿Fabulados por el autor en un delusorio intento por explicarse a sí mismo? ¿Es el campito —solar de apariciones, llano de insignes aventuras—, que aparece aludido una y otra vez a lo largo de estos poemas, el verídico campo unificado, el sitio donde todo por única vez se reúne? Animo una hipótesis. Basta con hojear los libros entregados a la imprenta por Esquinca —desde La noche en blanco (1983) hasta Cámara nupcial (2015)— para constatar que, según él, la poesía es un juego muy serio. Tan serio como la risueña, enigmática, ingenua, violenta, calamitosa, vida>>.
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Vuelvo a leer las líneas que gentilmente dedica Bruno Bianco a esta serie de poemas que he venido escribiendo a lo largo de los años, y a la que en cada entrega añado —como en aquellos cómics que hacían nuestras delicias en la infancia— la advertencia “continuará”. Con ésta, además de subrayar el carácter provisional del conjunto, quiero hacer un guiño al lector, invitándolo a que se ubique, así sea también de manera temporal, en ese territorio donde la “suspensión de la incredulidad” que pedía Coleridge es cosa natural, asunto cotidiano. Nunca como entonces estuvimos tan cerca del misterio y sin demandar explicaciones. Quizás puedo, he intentado hacerlo antes, hablar de la infancia como una zona a la que en ciertas ocasiones me es permitido acceder: una frase escuchada al vuelo, el vago recuerdo de un sueño o la voluntariosa exploración de un recuerdo, son el viático. Una vez situado ahí, la exploración se dirige a través de la escritura en el orden de lo verbal. No se trata de “reconstruir” el lenguaje de los niños en mi tiempo de infancia, sino de inventarlo —con toda su carga emocional y semántica— en una suerte de presente intemporal. ¿Adquiere entonces lo escrito una mayor credibilidad? ¿Contienen esos poemas la suficiente audacia para convencer a un lector adulto a dejarse llevar hacia ese lejano microcosmos? Me animan, al leerlos en público, las risas, los silencios e incluso la franca incomodidad que puedo percibir. Bianco se pregunta si más allá del niño narrador —posible extensión virtual o avatar del “autor”— qué tan reales son los otros niños que transitan por estos poemas. Diré que mi intención al darles un nombre es proveerlos de una identidad con la que puedan encarnar en la imaginación del lector; no son, no podrían serlo, entidades abstractas ni efímeros fantasmas. Añadiré una pequeña argucia. Algunos de estos poemas tienen como punto de partida recuerdos de infancia, anécdotas y sueños contados por mis amigos y amigas. Mi labor consiste en insertarlos dentro de la atmósfera que se dibuja en el conjunto. Me alegra saber que no se trate solamente de mi traslapado “yo” quien devana la parcial madeja del relato. Ellos, ellas, lo saben y, hasta la fecha, no hay demandas.
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No fui, de niño, un caminante. Detestaba las larguísimas marchas a las que, con una pesadísima mochila sobre nuestras espaldas, nos sometía el Movimiento Scout en el que participé entre mis ocho y nueve años en calidad de lobato. Aunque cierta parafernalia y algunos de los juegos involucrados me gustaban, nunca pude hacer ninguno de los complejísimos nudos con los que, a decir del líder de nuestra “manada”, podríamos sobrevivir en plena selva. Sólo muchos años después deduje que mi madre —un espíritu a la vez soñador y pragmático— tuvo a bien anotarme en aquel grupo con el afán de distraerme de mi creciente pasión por el futbol, deporte al que yo le dedicaba la mayor parte de mis horas de ocio. Lo cierto es que en cuanto nos mudamos de León a Guadalajara, mis progenitores no tuvieron más remedio que hacer a un lado las ejemplares enseñanzas del barón Baden-Powell e inscribirme en la liga infantil del Club Deportivo Jalisco, donde jugué un campeonato completo. Hoy en día me gusta caminar. Aun antes de residir en la ribera de Chapala, ya emprendía largas caminatas “calle abajo” que me conducían más allá del centro de la ciudad y me llevaban a incursionar en los barrios de la Guadalajara dividida, en otros tiempos por el río San Juan de Dios, y a la que hoy separa la cada vez más borrosa línea fronteriza trazada por la multiforme y estruendosa Calzada Independencia. Ejercer el arte del flâneur —caminar sin propósito y sin rumbo fijo—, trajo consigo mi reencuentro con otra de mis aficiones juveniles. Gracias a la aparición de las cámaras fotográficas digitales puede hacer estas caminatas armado con una pequeña Canon de fácil manejo y que, en virtud de su ligereza, me permitía llevarla conmigo sin considerarla una carga. Por el contrario, estas dos actividades, al unirse, me impulsaron a ejercer durante mis recorridos una mirada más atenta. No han dejado de hacerlo. Vivo, desde hace un lustro, en el pequeño pueblo de San Antonio Tlayacapan. Meses antes de que se declarara la pandemia y su consiguiente confinamiento, comencé a prestar una especial atención a los muros de las casas y las bardas más antiguas del pueblo en las que se han impreso, de manera más o menos indeleble, las huellas del tiempo. En aquellas superficies craqueladas, desgarradas, agrietadas y en las que se han sobrepuesto incontables capas de pintura, es posible asomarse a las entrañas de un curioso reducto donde, a su vez, extrañas criaturas nos observan. Pequeños monstruos, bestias híbridas, seres en gestación habitan ahí. Al comenzar a detectarlas —a través del lente de la cámara, primero, y del celular, después— no pude menos que pensar en los dibujos y pinturas de Henri Michaux, a quien tanto admiro, así como en los textos donde este minucioso observador los hace surgir de manera casi espontánea sobre los lienzos y el papel. Escribe Michaux: “dejando a un lado los siempre inciertos orígenes, he buscado recuperar, sobre todo, el acontecimiento de su aparición”. Tendría que decir mucho más al respecto, pero me conformo, por ahora, con acompañar las páginas de este Diario, con algunas de las raras imágenes “atrapadas” durante mis caminatas.
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La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa