El día que anunciaron que Italia había superado el número de muertos de China, a inicios de marzo, la torre del centro de investigación pediátrica Roberts Center iluminó su último piso con los colores de la bandera italiana. Era un tablero de luces que siempre me llamó la atención. Desde ahí alguien manda mensaje en código, pensé siempre, abducido por la ficción.
Sin embargo, nada parecía ficción ahora.
Asentado en la avenida Schuylkill, los pisos superiores de la torre podían verse desde la ventana del baño de la casa de mi novia, en Filadelfia, donde recibí la noticia de que el virus de Wuhan era ahora pandemia y se había decretado un estado de emergencia en muchos países. Había venido a Filadelfia a visitarla en enero, bajo el amparo de una licencia sin goce de haber de tres meses que estaba llegando a su fin, o eso pensábamos hasta que las noticias nos confirmaron que mi regreso a Perú se quedaba en suspenso por unos meses. Habían cerrado la frontera.
Desde hacía años, mientras me cepillaba los dientes o me lavaba las manos, siempre me quedaba viendo los colores del últimos piso de la torre. Cuando jugaban los Eagles, por ejemplo, se ponía verde. También en Saint Patrick se iluminaba de verde. Los 4 de Julio ondeaban los colores de la bandera de Estados Unidos. A veces era azul, otras amarilla. Los domingos el patrón paseaba por toda la gama de colores disponibles en el panel. Me conmovió ver la bandera de Italia. Yo había visto las noticias. En Estados Unidos, y más concretamente en Filadelfia, aún no parecía posible que la enfermedad llegase, al menos no con la fuerza devastadora de Wuhan o del norte de Italia. Cuando piensas que estás a salvo es fácil, incluso cómodo, sentir compasión por la inexorable muerte de los demás, como el administrador del panel de luces del último piso del Roberts Center.
Un mes después, Estados Unidos se había convertido en el país con más infectados y con más muertes. El Roberts Center no varió su patrón, ni puso una bandera de Estados Unidos con sus luces, como antes la de Italia. No era un momento para la compasión. Eso fue el indicio de que la muerte se había instalado en el país. En las próximas semanas, la muerte iba a convivir con nosotros, compartiría nuestros días de mascarillas y negocios cerrados, de 20 segundos de lavado de manos —yo los cumplía recitando el monólogo de Segismundo que duraba exactamente eso— y la vigorosa desinfección de las cosas del mundo exterior que ingresaban a casa.
Caminaba todo el día con una botella de desinfectante Lysol y un trapo. Rociaba la lejía sobre las superficies, en especial las de metal y madera que daban a la calle, y sobre cada uno de los suministros adquiridos en Whole’s Foods, la compra semanal que hacíamos a través del delivery de Amazon, o caminando unas cuadras en el Giant Heirloom Market de Bainbridge street si faltaba algo. Mi novia me recomendaba que me pusiera guantes de hule para desinfectar, pero yo olvidaba esa recomendación o subestimaba el poder corrosivo de aquel cloro con capacidad de asesinar al 99.9% de bacterias. Una semana después, mis nudillos estaban enrojecidos, la mano inflamada y adolorida. Por la noche, abría y cerraba la mano en la oscuridad.
La primera vez que salí de casa me puse doble mascarilla, una gorra, lentes y guantes de látex. Caminé por la calle Bainbridge muy temprano, cruzándome con runners, paseadores de perros o enfermeros en traje verde o turquesa que iban a los hospitales que estaban por UPenn o que regresaba a casa, y descubrí que nadie usaba mascarilla. Los sin-mascarilla me miraban como a un extraño, se escondían un poco de mí, se abrían a mi paso. A su modo de entender, amparados por las noticias contradictorias y las peleas entre Trump y Fauci, el que llevaba mascarilla era porque estaba enfermo. En el Heirlooms market, por ejemplo, solo los dependientes usaban mascarilla y no con prolijidad: cuando querían hablarte, se la bajaban hasta el cuello para que pudieras escucharlos atentamente y escupían miles de gotas de saliva. Nunca antes había sido tan consciente de la saliva ni de la diferencia entre partículas delgadas y gordas. Los clientes no llevaban mascarilla y me evitaban. La primera salida duró menos de 30 minutos, pero fue muy estresante. El resto del día no pude hacer nada más, salvo desinfectar.
Aunque en Estados Unidos Trump demoraba en declarar la cuarentena, y en Filadelfia las medidas eran un poco más asertivas, pero no tan estrictas como las que estaba tomando el Perú y otros países latinoamericanos, nosotros habíamos decidido desde el primer día extremar las medidas y encerrarnos. Solo salíamos para hacer compras urgentes y para ir al parque Fairmount, tan extenso que no había posibilidad de que alguien se acercase, para que el hijo de mi novia patease una pelota, corriese y tomase un poco de aire antes de su encierro. Al parque íbamos con mascarillas, guantes de látex y paños desinfectantes que usábamos intensamente en la puerta de los autos, en la pelota del niño, en los tomatodos, en cualquier cosa sospechosa. Cuando alguien se acercaba, sentíamos temor. Uno de esos días, nos quedamos 15 minutos dentro del auto, con las ventanillas cerradas, esperando a que una pareja sin mascarilla se alejase a más de 100 metros antes de atrevernos a salir, con el ánimo por los suelos.
Pensé que ese tiempo de encierro sería perfecto para dedicarme a la escritura. Tenía varios proyectos pendientes. Todos tenemos siempre proyectos para cuando tengamos tiempo libre. Sin embargo, apenas pude escribir. La docena de libros que traje de Lima para los primeros tres meses se había agotado. Leía en Kindle, pero sin gusto, agrandando la letra al máximo porque no era capaz de encontrar mis lentes de lectura. Mi presbicia —descubierta inesperadamente un par de años antes, en un chequeo anual obligatorio en Lima— se había agravado en Estados Unidos: ahora resultaba imposible leer algo sin lentes. La neblina sobre las páginas era algo nuevo, algo que vino con el virus. La pantalla del Kindle me agotaba más que leer libros impresos, por lo que terminaba mi día en YouTube: empezaba escuchando conferencias e, inevitablemente, terminaba viendo a gamers españoles jugar ProEvolution Soccer 2020.
Las labores domésticas eran mucho más productivas que el ocio. Mientras lavaba platos o sacaba la basura, se me ocurrían escenas o argumentos que perfeccionaba en el baño, se potenciaban durante la noche, pero languidecían luego frente a un teclado, con mis dedos quietos suspendidos en el aire, como si esas ideas fueran hojas caídas del Ginko al frente de la casa o cristales hechos pedazos.
No podía leer, no podía escribir. Durante la noche veíamos noticias sobre el virus expandiéndose en Filadelfia y luego pasábamos a las noticias aun peores en Perú. Era como ver una serie terrible en tiempo real. Mi pronóstico optimista era que para julio las cosas se normalizarían y podría viajar a Lima. Mi novia, en cambio, catastrófica, sostenía que para fin de año, quizás, hubiese algún cambio.
La primera señal de claustrofobia la sentí cuando me dijeron en la aerolínea, al intentar poner una nueva fecha en mi pasaje previsto para primeros de abril, que no podían darme una fecha segura sino hasta agosto. E incluso esa fecha estaba sujeta a modificaciones. Colgué la llamada y sentí un vacío en la boca del estómago, como si me hubiesen tirado un puñete. Pese a que tomaba ansiolíticos desde hacía años, desde ese día el insomnio regresó. En la noche, mientras mi novia y su hijo dormían, bajaba a la sala, con la casa a oscuras, y veía videos tontos en YouTube o jugaba partidos de futbol online en el playstation. O ambas cosas al mismo tiempo.
Tenía que empezar a dedicarme a cosas prácticas para vivir en Estados Unidos. Pronto llegaría el verano y mi novia me había advertido que el calor en mayo y junio alcanzaban los 40 grados. Toda mi ropa era de invierno, debía empezar a buscar ropa de verano. Ingresaba a las páginas de J. Crew y Banana Republic a las 3 de la mañana, resistiéndome aún a la idea de tener que comprarme polos o pantalones cortos: iba a convertirme en un señor de más de cincuenta años, excedido de peso y lleno de canas, vestido con esa ropa de verano que en Lima jamás hubiese utilizado.
La perspectiva de ese futuro era devastadora. Cuando al fin dormía, casi siempre en el sofá de la sala con los audífonos puestos oyendo un directo de YouTube o Twitch, tenía sueños donde me veía mucho más joven, en medio de un bote, cerca de una isla inalcanzable.
Un mes después, ocurrió que no podía ver series en los canales de streaming donde estaba inscrito. Me resultaba inverosímil mirar gente al interior de un restaurante o caminando por las calles sin distancia social o sin mascarillas. El efecto era el mismo que tuve años antes al ver fumar en lugares cerrados a los personajes de Mad Men. ¿Realmente ocurrían esas cosas antes?
La pregunta ahora era: ¿así fue nuestro mundo?
Incluso en las series distópicas la gente andaba muy apiñada. La ficción se había vuelto anacrónica en solo treinta días. Ver series filmadas en el 2019 era como ver películas históricas, reconstrucciones de época, con constumbres antihigiénicas —saludarse con la mano, salir sin mascarilla, besar a alguien en la primera cita— que habían sido desterradas del planeta. Durante esos días, solo pude simpatizar con un libro sobre una biblioteca en Berlín a inicios de la Segunda Guerra Mundial. El encierro de la protagonista, judía en París, ocultándose de los bombardeos y escuchando noticias de guerra por la radio, era una experiencia compartida que podía entender muy bien.
—Eso es la vida —pensé.
Esa era nuestra vida.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa