En estos días han circulado por la red algunas de las imágenes distópicas de Blade Runner. La atmósfera apocalíptica de Los Ángeles en 2019, dominada por la lluvia y por los banners luminosos de una metrópoli infinita, le recuerda a alguno de los mitómanos de la ciencia-ficción que el todavía mundo resiste en sus inercias analógicas; otros, en cambio, interpretan que el mismo filme puede haberse quedado corto. En ambos casos, el presente aparece dominado por una arquitectura soberana en la que la “erección” es obligatoria so pena de quedar desprotegidos y sometidos a nuestras propias miserias, sin apenas dejar espacio para una emancipación mínima, pobre; pero precisamente porque en la metrópoli predomina un miedo reverencial puede suceder que, cuando lleguemos al final de la segunda parte y percibamos que esta solo puede pensarse con la vuelta de lo humano, la reaparición del otro y el advenimiento del amor, no podamos reconocer en el arribo póstumo de lo humano otra cosa que una mala trama hollywoodiense, emancipaciones mediante.
¿Se trata, en definitiva, de decirnos que es este el paisaje de nuestros días? Si es así mucho me temo que la película no ha envejecido como debía. Más ajustado a los latidos del presente es lo que se ofrece en Cosmópolis, la película de Cronenberg o el libro de Don Delillo. Allí no dominan los rascacielos ni las figuras geométricas que completan todo sueño de ascensión soberana; tampoco la caída, el inevitable descenso anímico y material, en el que solo caben las contraproducentes prácticas de autosostenimiento. Desde el plastificado sofá de su limusina, Erik, el bróker protagonista, observa con la cara apoyada en la ventana como quien se entrega a la luz de una pantalla. Es como si empezara una película. O un videojuego. O una conferencia en Zoom: lo que en otro momento eran simples acciones ahora se convierten, en el espectáculo de las formas, en una producción infinita de materia sensible: aquello que olemos, que escuchamos, las cosas que deseamos o anhelamos se objetivan en trazos, es cierto, pero también en sustancia efímera que fluye.
Lo sensible convertido en flujo imprime un movimiento, o quizá mejor, se mezcla irremediablemente con él de manera que el neón, las ratas, el dinero o el aplauso de las ocho se someten a nuestra mirada en la forma de un exceso, de un rebasamiento; su elemento son las llamas, dice Erik en varias ocasiones. Quizás ayude decirlo de otra manera: sometido a su propio movimiento, lo sensible deviene algo autónomo, vive en una separación. Si lo sensible es nuestra nueva materialidad, algunos aspectos quizás aparezcan levemente transformados, entre ellos la manera de comprender el poder. De este modo, lo que tradicionalmente se ha pensado como un mero ejercicio coactivo ahora debe pensarse como el intento (¿teológico?) de aislar algo así como un estado de naturaleza; en otras palabras, en la medida en que el poder se identifica con el poder de neutralizar el elemento de exceso de toda potencia sensible, su estigmatización se vuelve necesaria. Pero así como es necesario el dominio de todo lo sensible, es inevitable el surgimiento de la contingencia.
De este modo, lo sensible transforma la experiencia, toda experiencia, en un comercio infinito de medios. Un filósofo como Emanuele Coccia lo dice sin rodeos: naturaleza es técnica. Me detengo brevemente en este punto porque aquí se diferencia con nitidez el límite de todo contractualismo, pero también, con más sutileza, del propio Giorgio Agamben: mientras que el segundo lee el averroísmo desde una experiencia soteriológica —de salvación—, Coccia lo hace prescindiendo de ella, liberando la potencia a su uso plenamente inmanente, sin rastro alguno de gracia. La soteriología, diría Coccia, obliga a una polarización, soberanía/mesianismo, impotente y por tanto productora continua de culpa. Dejo aquí la pregunta: ¿no es esta polarización impotente un factor de aceleración? La crítica, en efecto, conserva poderes doxológicos.
Es cierto que el comercio de medios obliga a dejar de pensar el cuerpo como lugar de inscripción. Pero lejos de ser nítida, la relación protésica que Erik mantiene con su limusina —o la que, por ejemplo, mantenemos con nuestros dispositivos— es ambivalente; entre ambos se produce una tensión, algo así como una posesión mutua a la que no sucede una descomposición del cuerpo sino una especie de baile fragmentariamente sincronizado. Bailar significa aquí principalmente dos cosas: primero, estar tomado por las formas es también una reversibilidad de una memoria sin fondo y la proyección hacia un futuro no garantizado; y segundo, destronar el primado absoluto de lo visible. No hay más ciego que el solo quiere ver.
Sin embargo, dar cuenta de los efectos estéticos, del flujo y las mutaciones de las imágenes que representa Erik o cualquiera de nosotros es una parte. La otra es constatar que son estos los que, concebidos en su exterioridad radical, constituyen el paisaje que conforma la polis, dando a las imágenes la capacidad para tejer vínculos sociales: la aparición de las cosas, incluido el protagonista, como un lugar habitado por lo sensible y por las formas implica afirmar que las relaciones sociales están mediadas por estas. Mi impresión es que Cronenberg trabaja con esta hipóstesis como una hipótesis de partida y que la concibe desde una actitud neutra. Pretende evadir el juicio. Quizás, a diferencia de lo pretendido por distopías futuristas o la crítica social, ese “realismo” sea la “tierra” sobre la que se monta y se rediseña el atrezzo de nuestras sociedades contemporáneas, tanto más efectivo cuanto más se niega que vivimos en ese mundo. ¿Podemos hacer algo que no sea su descripción compleja?