No llevo bien este momento. Me pesa de una manera que me cuesta describir, porque nada que haya vivido antes me sirve como referente. A pesar de eso, hay una sensación que sí identifico y que me asusta: la adicción al sufrimiento.
Una parte de mí no desea que esto acabe ni que volvamos a lo que éramos, todos, antes de la cuarentena, la enfermedad y la muerte de cientos de miles de personas; la pausa fatal que flota en el ambiente es algo que encuentro reconfortante, quizá por un deseo incontrolable de que esto de ahora sea la etapa buena previa al desbarrancadero. Hay algo cruel y delicioso en congraciarse con el dolor, en encontrar en él un aliciente. Hay también ahí un estado salvaje, feroz, que se rebela contra lo que vendrá: regocijarse con el sufrimiento es una forma de gritar que esta pena tan grande es nada porque existe, en el fondo, la capacidad de superarlo todo.
Otra parte de mí no concibe la necesaria transformación del mundo durante el encierro. Es una parte a la que me enfrento en lo cotidiano, un lado que a la vez que detesta los cambios hace todo lo posible por adaptarse con velocidad, contando los segundos en una vorágine de planes, estrategias, acciones que se suceden unas a otras muy rápido, sin tregua para el pensamiento o la autocompasión.
En estos tiempos, mis dos partes batallan sin control en la mañana, durante el mediodía y por la noche, entre cargas de ropa en la lavadora, hojas de cálculo, salidas de urgencia a la tienda. Los días se suceden en ese enfrentamiento, con culpa. Voy al supermercado con ganas de aventar la mascarilla por la ventana y que sea lo que tenga que ser, aunque entro protegida, temerosa, asustada de mis propios impulsos y con un control riguroso de las medidas de higiene que debo observar.
La culpa y las batallas también se dan cuando miro las noticias. No tiene ningún sentido mi desazón porque lo que me sucede no es comparable a lo que viven otras personas cuyo sufrimiento puede palparse a través de la pantalla, en las palabras que transmiten los periodistas, en las cifras y datos contabilizados, en la voz de los analistas y los pretextos de los gobernantes de todos los países. Mis ahogos y este agotamiento que no me deja siquiera dormir son apenas un sufrimiento cotidiano, simple, casi afortunado en los tiempos de la pandemia.
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A Egon Schiele lo hicieron prisionero en 1912. Entre los cargos que le imputaron estaba el de seducir a una menor de edad y de enseñar pornografía. La obra de Schiele, de por sí cargada de una mirada con cierto drama, se transformó por completo después de su estadía en la cárcel. Pasó en el encierro veinticuatro días y dibujó el espacio de su desgracia con los ángulos rectos y puntiagudos que no lo dejarían más. La prisión estuvo a punto de volverlo loco. En los dibujos se puede ver apenas un colchón estrecho sobre una base de madera, la puerta cerrada y las rejas sobre ella, una silla que vuela, un pasillo con objetos para la limpieza y las puertas que dan a otras celdas como la suya. Durante esos días de clausura obligatoria, Schiele mantuvo la cordura apenas a ratos. Sus notas al respecto son furiosas y sus pinturas son más bien descorazonadas. Podemos verlo con la cabeza rapada, su figura rompiéndose de mil maneras, con los ojos saltones y las manos delgadísimas.
Cualquier aislamiento es un castigo. La cárcel se ideó así, como la forma punitiva por excelencia, aceptada por las sociedades como lo lógico. Excluye a quienes han sido acusados de un delito de integrarse a reuniones con amigos y juntarse con sus seres queridos. Schiele adoraba salir al campo, caminar por el bosque de la mano de Walburga “Wally” Neuzil, su pareja. La naturaleza y su mujer fueron para él una fuente de inspiración casi inagotable. De hecho, fue apresado en el pueblo Neulengbach después de alejarse de Viena —donde vivía y donde conoció a Wally en 1912— porque sentía la ciudad como una prisión que le daba claustrofobia. Lo liberaron y exoneraron, pero su encarcelamiento dejó una huella imborrable en él, transformándolo.
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Los especialistas equiparan esta pandemia con una guerra. No solo está el encierro obligado, sino la sensación de estar bajo ataque. No caen del aire bombas y el enemigo no es un grupo de personas fácilmente identificable. De hecho, los seres queridos muy bien pueden hospedar al enemigo y ofrecerle nuestro cuerpo y nuestra salud con un abrazo de afecto. Podemos contaminarnos con los besos de la persona amada. Pero esto ya se ha dicho incansablemente, porque la pandemia lo es también de información, ese otro enemigo de rostros y voces múltiples que desorganiza la realidad del día en pequeños fragmentos noticiosos. La mesa está puesta para esta cornucopia informativa pues, lo sabemos ahora, somos adictos a esas dosis de retroalimentación constante en las redes sociales, los televisores, el teléfono celular. Es una pandemia múltiple y feroz para la que no encontramos un norte claro que nos ayude a dilucidar el camino de salida y entonces le decimos guerra, le decimos batalla, le colgamos títulos bíblicos y nos conmiseramos de nosotros mismos.
Nos dicen los expertos que es normal tener la sensación de pérdida irremediable y nos dicen que el mundo necesitaba esta pausa, que pronto volveremos a la normalidad. La normalidad será nueva, nos dicen los de izquierda y de derecha; populistas, autoritarios y demócratas en distintos gobiernos se aferran a esa bandera de un cotidiano ajustado. Se trata, según los discursos, en arrastrar un poco la pierna después de lastimarla en una caída. Más tarde, la pierna servirá como antes, podremos correr.
Se olvidan —esas mismas voces tan múltiples que se vuelven anónimas— de que las guerras han reconfigurado el rostro del planeta. Han llenado el aire de toxinas que tardarán milenios en desintegrarse, que habrán contaminado los mares, roto viviendas y cuerpos, destruido familias, condenado y exiliado pueblos enteros. Por ellas se ha reconfigurado el mapa del planeta una y otra vez, se ha sacrificado la honestidad, la dignidad, la inteligencia, la belleza, la sabiduría, la humanidad misma. Las guerras han sido la excusa para holocaustos que aniquilan por igual a las personas y a las bestias, arrasándolo todo. Cuando, después de una guerra, se retoma el cauce de algo que puede llamarse normalidad, es porque ya no están donde estuvieron antes ciudades, personas, animales, árboles, certezas y costumbres.
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En 1918, la Primera Guerra Mundial estaba por ver su fin. Los cálculos actuales estiman que murieron en ella cuarenta millones de personas. En ese año, la influenza española abarcó todos los continentes, alcanzando a llegar hasta a los países alejados del conflicto bélico. Esa pandemia —otra gripe brutal, como la que hoy vivimos— mató a casi cincuenta millones de personas.
Unos meses antes del final de la guerra, Egon Schiele fue llamado a filas en su natal Austria y salvó el pellejo gracias a su apariencia frágil y su excelente caligrafía. Cuidó prisioneros de guerra, dibujó, pintó un poco. Volvió a casa, ya en Viena, y a una nueva mujer, Edith. La influenza llegó a la ciudad en el otoño. Edith, embarazada de seis meses, murió contagiada el 28 de octubre. Tres días después, el 31, luego de un encierro breve y difícil, murió Schiele de esa gripe. Tenía 28 años y había luchado contra las distintas formas de la clausura durante al menos una década. La paz se declaró once días más tarde.
Asumir el encierro es apenas para unos cuantos elegidos que se distinguen del resto por sus aversiones al contacto, por una ambiciosa búsqueda personal e interior, por un llamado espiritual o porque su propia piel les parece suficiente y satisfactoria. A quienes consideren la pandemia una guerra, más les vale poner la mente en la ruptura brutal que eso significa, en la carnicería que trae consigo, en la desazón que lleva junto con pegado. Quienes crean que nada cambiará se enfrentarán con los demonios de la historia para probar su equívoco.
Queda apostar por rescatarnos unos a otros, a la distancia, emulando a los héroes que durante las guerras pasadas combatieron en las sombras para liberar desconocidos, salvar animales y edificios y tener, al final, fragmentos de humanidad para avanzar al futuro.
Ciudad de México, México
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa