Eran los días de la primera pandemia. Las noticias nos confundían: algunas anunciaban el fin del mundo, mientras que otras desestimaban la posibilidad de que un virus desconocido viajara desde el interior de China hasta el patio de nuestras casas. Entre una cosa y otra, la universidad alargó la semana de vacaciones de primavera, tratando de ganar algo de tiempo para preparar la transición hacia la enseñanza digital. Cuando regresamos, ahí estábamos todos, lejanos y cariacontecidos, sin saber bien a bien qué hacer en esas pantallas que ponían al descubierto el interior de nuestros estudios o nuestras cocinas. El interior de nuestra vida interior.
Todo pasó tan rápido después. El número de contagios aumentó radicalmente, sobre todo en el noreste, y la cantidad de decesos puso en jaque a un sistema de salud ya en crisis. La alarma cundió. El adentro se ensanchó, convirtiéndose de pronto en un continente desconocido, dispuesto a la exploración y el hallazgo, y el afuera, reducido a unos cuantos trayectos, se volvió exiguo. A la reducción de la vida pública, le siguió de cerca, y en perfecta simetría, el ensanchamiento de la vida interior. Después de mucho tiempo de viajes relámpago ocasionados por compromisos varios, llegó el encierro. Y, con el encierro, llegó también una extraña calma. Una forma inédita de la resignación.
Dejamos de viajar. Eso lo notamos primero, sorprendiéndonos no sólo por el tiempo que habíamos puesto súbitamente a nuestra disposición, sino también por la energía que ya no le regalábamos al cansancio de los aeropuertos y el tráfico. Pronto nos dimos cuenta también que dejamos de consumir. Empecé a visitar mi clóset como quien va a una tienda de segunda, y descubrí, una vez más con sorpresa, la cantidad de faldas o zapatos que había guardado en desorden y sin estrenar. A diferencia de los muchos días en que me ponía lo que estaba más a la mano en ganchos o cajoneras, lo cual generaba esa especie de uniforme diario, en esos primeros días de la pandemia tuve tiempo de hacer combinaciones inusuales. ¿Rojo con rosa?, me preguntaba. ¿Rayas con cuadros? ¿Toda de blanco o toda de beige? Para toda pregunta, la misma respuesta: ¿por qué no? Si, como dicen, la ropa es parte de nuestra identidad, esos días empecé a ser otra.
Al afuera lo visitábamos para dos cosas: caminar por una senda solitaria y comprar víveres. Lo primero lo hicimos todos los días, sin variar, después de las seis de la tarde; lo segundo, una vez cada dos semanas. Nos volvimos muy organizados: diseñábamos los menús con anticipación, haciendo listas cuidadosas de lo que necesitaríamos para cada platillo. Carnes. Vegetales. Embutidos. Sal. Nos volvimos hogareños. Una buena parte del día se nos iba en preparar los alimentos y limpiar, después, la cocina. Otra buena parte la usábamos en sacudir, lavar ropa, regar las plantas a tiempo, poner todo en su lugar. Lo demás, que todavía era una cantidad considerable de horas y minutos y segundos, estaba ahí para leer o platicar o, en mi caso, para escribir ese libro que traía dentro desde años atrás y que esa vida de ajetreo, elegida que no impuesta, me había impedido llevar a cabo.
A medida que pasaron los días, tuve que aceptarlo: era feliz.
La forma era inesperada, pero la sensación la conocía bien de algunos días gloriosos de la infancia, cuando todavía tenía una hermana y todo a mi alrededor era nuevo; y de algunos días de mi adolescencia, cuando de manera afiebrada e irresponsable, cuando furibundamente, cuando todopoderosamente, empecé a escribir como si en eso se me fuera la vida. En eso, claro está, se me ha ido la vida. ¿Se puede ser feliz en medio de una tragedia? ¿Era esa sensación extraña, de suyo apabullante, resultado de la cerrazón ante un mundo en decadencia o el vaho que deja a su paso el nacimiento de un mundo nuevo? ¿Era, de hecho, felicidad o estaba usando un nombre viejo para algo que todavía carecía de nombre? Eso que me sorprendía por las mañanas y me obligaba a hacer cosas durante el día tenía muchas alas en todo caso. Algunas eran ligeras, y se acoplaban con facilidad a los nuevos tiempos; otras estaban hechas de pesadumbre; otras, de preocupación. Pero el conjunto, que volaba de una ventana a otra, chocando a veces con los muebles o las cortinas, era una cosa completa, vibrante, inédita.
Esos días de primera pandemia, sin embargo, llegaron a su fin. Las invitaciones a participar en eventos por Zoom fueron tímidas al inicio. Los amigos y los colegas se congratulaban de que así, a través del milagro de las pantallitas, podíamos seguir en contacto, continuar de alguna manera con nuestra socialidad y, de paso, apoyar a la cultura. Mi primer zoom-evento se llevó a cabo en marzo, casi inmediatamente después del cierre de universidades y centros comerciales y restaurantes. Pensé que era un hecho aislado, y lo dejé ahí, archivado en la memoria, como una cosa curiosa que aparecía de vez en cuando en alguna conversación. Llegó abril, que finalmente tuvo competencia para ser el más cruel, y mayo y junio y julio, y yo seguía escribiendo con una dedicación que reconocía bien. Los papeles regados sobre el piso del estudio. La luz, maravillosa y cambiante del otro lado de las ventanas. La pila de libros. Los datos, escritos sobre post-its y pegados sobre la pared, empezaban a formar una cronología que me había costado mucho imaginar. El ruido demencial de las teclas. El movimiento fugaz de los dedos. Lo repito: fui feliz. Y fui más: demente, acongojada, triste. Todas las cosas al mismo tiempo. Lo digo con un poco de vergüenza porque sé muy bien que el mundo estaba, y está, cayéndose a pedazos. A diferencia de tantos, conservé mi empleo en la universidad. Y en las llamadas diarias en las que me comunicaba con mis padres, que son personas ya mayores, comprobaba que seguían bien, cuidándose a puerta cerrada. Eso no nos hacía olvidar lo que estaba sucediendo, por supuesto: un presidente narcisista e irresponsable, preocupado solo por las posibilidades de su reelección y la ganancia de sus amigos billonarios, había condenado a la muerte a más de 200,000 personas, muchas de ellas latinxs y miembros de las comunidades de africano-americanos. Al menos un pariente de un amigo murió esos días. Varios más sobrevivieron con dificultad, y con secuelas, al contagio. El estado de alarma, en todo caso, nunca se apagó.
En agosto aumentaron los eventos por zoom. Y, para septiembre, estaba otra vez en pleno ajetreo. Ya no había que trasladarse al aeropuerto ni acomodarse en modestos cuartos de hotel, pero aquí estaba otra vez esa sensación de prisa, de cosas por hacer, de no tener tiempo. Por fortuna, concluí mi escrito. Por desgracia, no pude iniciar otro. Viajar consume demasiado tiempo y energía, y no importa si el viaje es en persona o digital. Viajar es el enemigo de escribir.
Hace unas cuantas horas me despertaron los mensajes por Whatsapp que me enviaba una joven amiga. Todavía adormilada, en ese raro estado que ya no es sueño, pero que todavía no llega a la vigilia, le respondí un par de preguntas sin entenderlas completamente. Luego, para despedirse, me dijo que extrañaba la vida de antes de la pandemia. Uno nunca es más sincero que en el momento mismo del despertar. Pensé que no, que en mi caso no extrañaba esos días de prisa, esos días dominados por un afuera que se repartía entre deberes y deber seres, esos días de noticias macabras que nos dábamos el lujo de ignorar debido a rutinas tan estrictas como injustificables. No extrañaba la ceguera, ni la muchas veces falsa alegría de los encuentros, ni el desasosiego con máscara. Tampoco extrañaba esos días de desigualdad, de explotación, de injusticia —que son los mismos días de ahora; que, sin duda, son los días que siguen aquí—. Pero algo pasó, en cambio, durante la primera pandemia que, ahora, ya a punto de entrar en la curva roja de la tercera, extraño mucho. El recogimiento interior, la concentración, la convivencia íntima. La vida sedentaria. La vida en familia. ¿Volverá a ocurrir otra vez? ¿Seremos capaces de tapiarnos los oídos contra las sirenas del consumo y de ofrecer nuestra mejor energía a los que tenemos más cerca incluso sin la amenaza de un virus poderoso? ¿Habremos aprendido bien nuestra lección y profundizaremos nuestros lazos —con total apertura, con alegría, con sentido de compañía— con las personas y las causas de las que dependemos? ¿Regaremos las plantas a tiempo?
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa