1.
Wilson León, un maestro rural de Chuquisaca, cargando tareas y lecturas en la mochila, decidió realizar largos recorridos a pie, de hasta 10 horas, para llegar hasta las viviendas de sus estudiantes que desde el 12 de marzo se quedaron sin clases debido al inicio de la cuarentena. Esos estudiantes cuyos padres se dedican a labores agrícolas y que no cuentan ni esperan contar con conexión a internet, volvieron a tener noticias de la escuela gracias a esas largas caminatas que Wilson decidió emprender. La historia llegó a un canal televisivo de la ciudad de Sucre y pronto fue replicada por otros medios. De pronto, se propagó por medios y redes en todo el país. Los usuarios de las redes comenzaron compulsivamente a repostear la nota junto a los emoticones más inspirados y a sensibles notas de elogio. Una revista especializada en temas automotrices emprendió una campaña de recaudación para donar una moto al profe Wilson. La noticia apareció en mayo. Llevábamos recién un mes con el virus en Bolivia. Hoy, parece que hubieran pasado años desde que nos enteramos de la historia de Wilson. La última noticia que hallo en las redes sobre el tema lleva el titular: “¡El profe León ya tiene moto! Ahora solo le falta el casco para salir a enseñar”.
Un programa nocturno entrevistó al profesor de arte Jorge Villarroel, quien, para motivar a sus estudiantes, se disfraza de superhéroes: Flash, Batman, Capitán América. La noticia apareció en junio y el profesor contó que, además de cumplir con su antigua afición por trajearse de personajes con superpoderes, el recurso le servía para motivar a sus estudiantes. Cada clase, dijo, esperan con ganas para ver de qué me voy a disfrazar. Esta historia tuvo más suerte respecto a su propagación. Fue recogida por varios medios internacionales que difundieron la imagen de Jorge caracterizado como el Capitán América. Casi en todas las notas se hace referencia a su “pequeña habitación”.
A fines de julio, el ministro de Educación, Víctor Hugo Cárdenas, dio positivo a Covid-19. La propia presidenta transitoria y varios de sus ministros (entre ellos, la ministra de Salud y el ministro de la Presidencia) también habían caído contagiados en las semanas anteriores. Cárdenas ingresó en aislamiento y comenzó tratamiento, pero cuando estaba en medio de ese proceso, otro ministro (recuperado ya de Covid-19) salió un domingo por la mañana a anunciar que el gobierno había decidido clausurar el año escolar, decisión que iba acompañada con la aprobación inmediata de todos los estudiantes al curso superior. El domingo se llenó de agitación para miles de estudiantes, padres de familia, profesores, funcionarios del sistema educativo. “Lo logramos, hermano”, le escribió por Whatasapp un amigo a mi hijo que está en cuarto de secundaria. Las redes comenzaron a llenarse de anuncios de clases particulares en diversas áreas. Algunos padres de familia organizaron cursos para sus propios hijos. Juan, el dueño del almacén de mi barrio, me contó que el colegio privado donde estudia su nieta mandó un mensaje a los padres señalando que retomarían las actividades el próximo año. Al rato llegó un mensaje de la maestra ofreciendo seguir con las clases, de forma voluntaria y particular, a cambio de un aporte de 100 bolivianos por cada familia.
Ante la confusión general, al día siguiente, el ministro Cárdenas abandonó su aislamiento para enviar un mensaje de difícil interpretación a pesar de sus palabras enfáticas: “están absolutamente equivocados quienes piensan que la suspensión del año escolar significa el fin de la educación virtual”. ¿Es decir? Semanas después, la confusión dio un paso más, aunque esto parecía imposible: un tribunal declaró inconstitucional la suspensión del año, pero el ministro le salió al paso al dictamen acusando a los jueces de estar ligados al anterior gobierno. Lo cierto es que, desde marzo, la educación escolar solo está al alcance de un sector minoritario de los estudiantes: aquellos que cuentan con conexión a internet.
Normalidad, anormalidad, subnormalidad. Sea lo que sea que nos espera en los próximo meses o años, en educación parece que el resultado será solo uno: una brecha más profunda y cada vez más difícil de cerrar.
2.
Otro profe, otra historia. No importa cuánto tiempo ha pasado; desde la perspectiva del 2020, todo puede ser interpretado en clave de premonición. El profe sale de sus clases, a las que asiste muchísima más gente de la que le gustaría, y se va a comer a un restaurante chino cercano, con un grupo compuesto, sobre todo, por estudiantes, pero en el que se incorporan también otros amigos y, de vez en cuando, un pretendiente. El profe va y viene de sus clases. Camina por las calles de un París agitado y trata de mantener cierta distancia, aunque no es del todo posible, de las tajantes definiciones políticas a las que lo quieren empujar. Extraña sus antiguas clases, con diez o doce alumnos, y se siente algo agobiado por el repleto salón con cientos de personas sentadas en los pasillos que lo escuchan como si aspiraran a fijarlo en el quieto y estable lugar del catedrático, algo que el profe considera una señal suficiente para dejar el oficio. El profe va y viene de sus clases. Hasta que un día, saliendo de una reunión política y camino a preparar materiales para una clase una camioneta lo atropella, justo frente a su lugar de trabajo, y lo deja malherido. Un mes después, sin lograr dejar la cama de hospital, el profe muere. Antes, en un texto que había escrito respecto a sus clases había comparado el espacio de la enseñanza con un jardín colgante: “nuestro seminario, colectividad en paz en un mundo en guerra, es un lugar colgante; tiene lugar cada semana, mejor o peor, empujado por el mundo que le rodea, pero también resistiéndose a él, asumiendo suavemente la inmortalidad de una fisura en la totalidad que presiona por todas partes”. ¿Qué hubiera pensado ese profe de andar elegante y hablar modulado sobre estos días? ¿Sobre esa invisible entidad sin voluntad y sin racionalidad que ha trastocado por completo las actividades humanas? Nunca lo sabremos.
3.
Hasta el 12 de marzo de este año mi rutina comenzaba a las 6 de la mañana de forma frenética. En una hora y quince minutos, junto a mi compañera, teníamos que despertar, alistar, alimentar y preparar almuerzos para dos adolescentes y una niña de cinco años. Debíamos salir rumbo al colegio donde yo doy clases de Literatura y donde ellos estudian. Los cinco vivíamos esa hora como una suerte de gimnasia estresada en la que ocho o diez minutos perdidos podían provocar una secuencia de pequeñas catástrofes: llamar demasiado tarde al taxi, llegar al colegio cuando ya la fila de autos era larga y tortuosa, ingresar con el riesgo de que los mayores perdieran una hora de clase y de que el director me vea ingresando a trabajar en una hora demasiado cercana al toque del timbre. Normalmente, lográbamos sortear esa cadena de minuciosos obstáculos con éxito y al ingresar al colegio, cuando faltaban aún quince o veinte minutos para las ocho de la mañana, ya sentíamos que una intensa jornada pasaba sus primeras cuentas. No sé si estábamos cansados, pero el día parecía haber comenzado hace mucho tiempo, y la sensación cálida de la cama y el adormecimiento de la hora aún oscura en que despertábamos nos parecía muy lejana. Sentíamos que habíamos llegado, pero recién estábamos partiendo. En el caso de mis hijos, a su jornada de clases, en el mío, a otra gimnasia de entrar y salir de cursos, de hacer impresiones, de preparar fotocopias, de apurar apuntes, de imaginar actividades que, a veces, debía terminar de configurar sobre la marcha. Así durante cinco, seis o siete horas, dependiendo del día. Los viernes tenían una suerte desafío extra, pues era el día que había elegido para, por la tarde, dar clases en la universidad. A la jornada que terminaba cerca de las cuatro de la tarde había que añadir entonces un largo recorrido en bus, el vertiginoso ascenso de cuatro pisos y la incierta sesión de tres horas que debía durar la clase. La jornada del viernes culminaba con esa extraña mezcla de agitación y aturdimiento que produce el cansancio extremo que trataba de aplacar con uno o dos cigarrillos al hilo recostado sobre la transitada acera de un paso vial, antes de tomar el último impulso para llegar a la parada de bus, hacer la fila y emprender, ahora sí, el retorno a casa en un viaje de cuarenta y cinco minutos que, con suerte y algo de cinismo, podía hacer sentado. Sería falso decir que siento nostalgia por ese ritmo. Que estoy ansioso por volver a esa rutina. Lo cierto es que esa suerte de apocalipsis temporal en el que ha ingresado el mundo tuvo la elegancia de despojarme de ese ritmo y pienso que la nueva normalidad me va a alcanzar algo fuera de forma para retomar esa acelerada coreografía docente. Aunque no dejo de preguntarme, también, cuánto tiempo más van a aguantar mis ojos la luz de esta pantalla que los gasta sin pausa durante cinco, seis, siete horas seguidas, dependiendo el día. Mejor no hablar de mi silla.
Me irrita la narrativa cursi y autoritaria con la que tratamos de darle sentido a algo que parece no tenerlo. Pero creo que tolero menos las máximas con la que los intelectuales mediáticos intentan lucirse frente a nuestro desconcierto: se acabó el capitalismo, es el fin de una época, nada volverá a ser como antes. Las clases que daba los viernes por la tarde, casi al borde del colapso mental, y que ahora doy o trato de dar a través de la pantalla de mi computador, intentaban —intentan— articular una reflexión, y cierta práctica, en torno al tema de la enseñanza de la literatura. ¿Para qué enseñar literatura? Es la pregunta que podría resumir el sentido de ese curso. Enseñanza, literatura; dos ámbitos aquejados desde hace mucho tiempo por severas y profundas crisis. Dos espacios inestables, azotados por corrientes violentas, igualmente gozosas y opresivas. Desde ese espacio es posible percibir con mucha claridad la ansiedad por comprender que nos aqueja. La irrefrenable cantidad de palabras vacías con las que tratamos de calmarnos ante la carencia del único conocimiento que realmente nos hace falta. Avanzamos sin saber por dónde sigue el camino y qué nos espera. A la falta de certezas se opone una angustiosa y masiva necesidad de explicar de forma simple y rápida lo que ocurre. Las teorías de conspiración tranquilizan, ofrecen la calma del motivo y la racionalidad, de las intenciones y los intereses unidireccionales, a cambio de renunciar a la comprensión de los matices y perspectivas diversas. Todo lo contrario a lo que buscamos al leer una novela, un ensayo, un artículo crítico. Cuando salgamos del aturdimiento es posible que intentemos decir algo. En ese momento, si podemos aportar desde nuestra minoritaria y marginal disciplina, desde nuestro maltrecho oficio docente, tal vez tenga que ver con el esfuerzo por no dejarnos atrapar (confinar) por los sentidos únicos, autoritarios y moralistas, que acechan desde distintos poderes, y lo harán con más fuerza conforme esta situación evolucione.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa