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¿Y después qué…?

Sin poder abarcarlo siquiera con el imaginario, de pronto nos encontramos sumergidos en un período muy complejo. Todas las garantías que proveía la infraestructura de la sociedad, ipso facto se desvanecen y aparece la desnudez del riesgo, la amenaza latente, la incertidumbre y, finalmente, el confinamiento.

Las libertades esfumadas devuelven, en la soledad, el espejo de una fragilidad poco asumida.

De pronto el cuerpo grita que necesita el abrazo, el contacto, el olor de otro abrigo que nos transporte al lugar del ser elegidos.

El imaginario reconstruye de forma propioceptiva las emociones resultantes de un contacto con la piel, de una mirada presente que articularía un encuentro, cuando el deseo repunte en el brillo de un iris refulgente.

Poesía que pareciera estar llegando a convertirse, en la forma actual, en un modo de supervivencia como contrapunto a unos índices de soledad extrema.

No besar, no dar la mano, no abrazar, no susurrar al oído, hablar a una distancia mayor de metro y medio, implican la caída en la soledad, en el mutismo corporal, la posición introspectiva toma el relevo y la mirada se vuelve contra uno mismo.

En el origen, la llegada al mundo ha sido, para la mayoría de la población, siempre en los brazos cuidadosos y amables que protegen del pánico de la pérdida de la sustentación. Crecemos sosteniéndonos en el apego a ese otro, que nos promete, con su calor, el cuidado. El resultado es un vínculo amoroso y dependiente.

Hoy, el coronavirus nos convoca a una relación individualizada, a una introspección forzosa que descubrirá aquello que hasta ahora permanecía en la sombra. Sometidos a una carrera no elegida, embaucados en una vorágine nunca interpelada, distraídos en metas obligadas o con anuencia, nunca hubo un tiempo de interrupción tan abrupta como el que nos exige esta pandemia para poder evitar el contagio a otros y a nosotros mismos.

El dilema está establecido, mi libertad está coartada, no solo por un dictamen gubernamental que indica que no debo acercarme al otro y, en consecuencia, debo recluirme, sino porque de pronto el otro del abrazo, el otro del calor, el otro amoroso, puede ser el portador de la enfermedad y de la muerte, y mi decisión es evitarlo. En este contexto, los mecanismos de defensa se activan y la sustitución no se hace esperar, la relación virtual ocupa ese lugar.

Cenas de amigos, cada uno en su casa, agrupados en videoconferencia; se reúnen a una hora determinada y cenan y conversan y ríen… y en un corto momento la diferencia casi desaparece, las palabras ocupan el lugar del contacto.

Un aperitivo en Facebook entre varios conocidos —algunos solo virtuales, otros no—, todos invitados a compartir un encuentro múltiple que difumina la no presencia; la imagen asume ese lugar y la palabra funciona de trampolín para llegar al otro.

Una copa de vino entre dos amigas contando intimidades, ágiles a través de la pantalla donde ambas se ven, y la mesa que las acogería en un bar desaparece con la magia de la mirada.

El teletrabajo se vuelve tanto o más exigente que el trabajo presencial, los resultados son inmediatos, no existe la pausa de la conversación con el compañero. El contacto es retraducido por el objetivo.

La pantalla genera avidez y proyección. La imagen y la palabra vuelan en los distintos dispositivos y pasamos de uno a otro como si de unos brazos a otros nos contuvieran.

El móvil, pequeño artilugio en nuestras manos, nos protege de la soledad con sus variopintos modos, ofreciendo mensajes de voz, escritos, llamadas con o sin imagen. Se transforma en la compañía ideal que divierte y entretiene con las diversas aplicaciones. No solo nos regala la música, sino que sabe cuál nos gusta, nos permite guardarla, compartirla y hacerla nuestra. Posee la sabiduría de responder a cualquier pregunta.

El contacto erótico, en las múltiples páginas que lo ofrecen, ha adoptado hoy una modalidad de relación indispensable, más justificada y menos culposa.

La emoción de pertenecer a un grupo de escucha conjunta, de más de mil ochocientas personas, promueve otras sensaciones que se diferencian del estar en un gran estadio escuchando al orador. La pantalla refleja la imagen de un interlocutor que habla casi exclusivamente para ti, a pesar del inmenso público al que no puedes ver, pero cuya presencia reconoces por un emoticón al borde de la pantalla que lo enumera. Sientes el poder de interrogar con una pregunta escrita y  de recibir una respuesta, y esta actualiza la presencia en ese encuentro como reconocimiento.

La gran pantalla con el cine a nuestra disposición, las series, los conciertos, el teatro, las noticias, ocupan hora tras hora y satisfacen la voracidad con la que los consumimos.

En este escenario ideal solo hay una falta que nos completaría, y ella es la caricia.

Un móvil no sabe acariciar, aunque cuente cuentos y nos responda Siri. Pero en época de pandemia, la caricia está prohibida. Luego, el teléfono ocupa un lugar primigenio. En este plano podemos interrogarnos en qué lugar queda el cuerpo.

El relevo del contacto corporal por el riesgo de contagio es ocupado por la imagen y la palabra, este binomio asume el lugar de lo nutricio.

La película Barbarella alude a que en el año 40.000 en la Tierra, la relación erótica solo tiene lugar bajo la supervisión de la Píldora de Transferencia del Éxtasis, la cual funciona cuando los “psicocardiogramas” confluyen con exactitud. El orgasmo lo provee la píldora, los cuerpos no se tocan.

Cómo hubiese resultado esta actualidad sin los extraordinarios progresos tecnológicos… no solo resulta una pregunta difícil de contestar sino también difícil de imaginar. Hoy, un teléfono móvil es una extensión de nuestro cuerpo, una extremidad, una prótesis que nos provee de todo lo casi necesario, incluso es nuestra memoria.

Sorprende el resultado actual de las encuestas, que confirman la adaptación en general de la población al estado de confinamiento.

Deberíamos deducir de este resultado que la vía de comunicación virtual es una fórmula relacional que atenúa los comportamientos fóbicos, donde el otro detrás de la pantalla es inofensivo, donde su cuerpo desaparece como perfume, como presencia o como deseo…

Interesa destacar cómo, en este nuevo vínculo virtual de videoconferencia, nuestra imagen en miniatura está siempre presente. Se desdibuja el imaginario del otro que ve, porque mostramos lo que queremos que vea. Sabemos cómo nos movemos, cómo miramos, cómo escuchamos y cómo nuestros labios ponen énfasis en los términos que nos relacionan.

Parece evidente que cuando este confinamiento acabe nuestras formas relacionales virtuales permanecerán, ofreciéndonos ese encuentro ágil y competente que nos desvincula del temor, de la inhibición, y nos regala un quehacer amoroso de vinculaciones múltiples.

¿Será este el usufructo y beneficio añadido de esta situación tan especial en la que el mundo se halla inmerso?

 

 

Centro de Estudios Avanzados en Pensamiento Crítico (Barcelona)

Abril de 2020